“El domingo a la madrugada, mientras volvía del Centro Cultural Matienzo, me cagaron a palos para robarme mis cosas, claro. Y también porque soy puto y se me nota” escribió este lunes a la noche en su cuenta de Twitter y de Instagram Imanol Subiela Salvo, periodista y puto al que se le nota: closet abierto, un aro y un amuleto, 7 años viviendo en la ciudad de Buenos Aires tras migrar desde Trelew, 24 años de vida, bigotes, pelada y música en el cuerpo. Imanol esperaba el colectivo en la esquina de Estado de Israel y Aguirre, en Villa Crespo, y durante varios minutos un hombre con la camiseta de Atlanta (“machito futbolero” podría decir si se anunciara en una bio de la aplicación de levantes, Grindr) intentó robarle, le pegó en la cara, le rompió los anteojos y huyó. No sin antes gritar a quien lo quisiera escuchar, la promesa: ”Trolo de mierda, esta vez ganaste, pero a los putos hay que matarlos a todos”.

ZONA DE RIESGO

A la zona en la que ocurrió esto también se le nota mucho la “putetud”: Almagro, Abasto, Palermo, Colegiales, Villa Crespo y adyacencias alojan hoy la mayor concentración de boliches, bares, centros culturales y espacios de encuentro de la diversidad sexual del país. Desde por lo menos (y por trazar un corte temporal) 2017, esos barrios son escenario de ataques físicos y verbales liderados por agresores que a la salida o a la entrada de una parranda, una charla, una función de una obra de teatro o un recital, reaccionan contra “tanta” extroversión.

Son las cuadras de la totémica disco Amérika, del icónico Sitges; es el enclave de dos saunas gays; la disco Glam, el centro cultural Feliza, del bar Kowalski, del mismísimo Matienzo, de New Inside y de Casa Brandon, por enumerar algunos sitios. ¿Por qué entonces en territorio ganado, áreas apropiadas y promocionadas, lugares y hogares multitaggeados, visitas obligadas para el turismo internacional y la loquedad local, tanto mataputo al acecho?

A la ciudad de Buenos Aires, todavía hoy, quienes no nacimos aquí venimos a parar. ¿Habrá que decir que caemos en la ciudad? Venimos a parar con el asedio escolar, la asfixia familiar, la imposibilidad de desarrollo personal y la imposibilidad de explorar los deseos. Parar con las limitaciones afectivas, materiales y profesionales. Parar con un diseño acotado del mundo. Yirar, mezclar y sanar. Como en tantos otros procesos sociourbanísticos del mundo, las capitales nacionales agrandan y agobian. Prometen y encierran.

En abril de 2015, la Legislatura porteña sancionó por unanimidad la ley antidiscriminatoria. Ella establece que la discriminación por orientación sexual e identidad de género es un delito. Esa norma no existe a nivel federal; es exclusiva de la ciudad a la que venimos a parar. No obstante, que la discriminación sea delito no significa, claro, que la legislación se cumpla.

Imanol llegó a la Defensoría LGBT (dependiente de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad) evitando la denuncia en una comisaría (con sus habituales reacciones contra las disidencias) y remitiéndose directamente a una fiscalía. Ahora, resta encontrar al responsable.

Esa noche, el “hincha de Atlanta” -así se había presentado ante Imanol- venía de asediar a un grupo de chicas que también habían ido al Centro Cultural Matienzo. ¿Habrá cámaras? Es probable. ¿Le pedirán el DNI en la calle y quedará detenido como delincuente? Difícil. ¿Servirán las técnicas de reconocimiento facial? No, porque seguro que no tiene cara de puto.

CÓMO NARRAR EL ODIO

Continúa su relato Imanol Subiela Salvo: “Durante todo el día pensé si escribir sobre esto o no: cuando veía publicaciones en redes sociales sobre este tipo de situaciones me ponía incómodo y me preguntaba qué buscaban las personas que difundían esto y qué impacto real podía tener”.

Aquí, un punto fundamental en esta historia que se repite: ¿cómo narrar el odio y cómo desenmascarar a los odiadores sin que se vuelva una costumbre, un hábito de la sección policiales que de pronto se traslada a la sección sociedad o incluso a la de chimentos? En 2014, la historia del ex Secretario Nacional de la Juventud del gobierno de Macri, Pedro Robledo, golpeado en una fiesta en zona norte en nombre del Papa, alcanzó coberturas y ganó en repudio. Pero estos son cuentos que, acumulados, encienden cierto indignismo, van de a poco perdiendo efecto sorpresa, descansan en algunos perfiles de la web y en el mejor de los devenires llegan a (muy) pocos medios de comunicación.

Cuesta hasta escribirlo pero el acostumbramiento ya es definitivo: cuando el 1ro. de diciembre de 2017 Jonathan Castellari ingresó al Sanatorio Güemes, la foto de su cara trompeada alcanzó alta viralización. De ahí en más, cada nueva experiencia vio descender su handicap digital una vez y otra vez. Algo semejante ocurre con los ataques lesbofóbicos: en 2016, Belén Arena besó a su compañera en el café La Biela, de Recoleta, y ambas fueron despedidas del lugar. Hubo besadas y alzadas varias. Un tiempo antes, en la pizzería Kentucky de Corrientes y Billinghurst, otro tanto. Mariana Gómez, condenada por besar a su esposa Rocío Girat en octubre de 2017 en la estación de Constitución, fue condenada con prisión en suspenso este último 28 de junio, Día Internacional del Orgullo. Un episodio sometido a salvajes desviaciones con tal de que el Poder Judical pueda ostentar su afán criminalizante. Desde ya, los vejámenes sistemáticos, diarios, a las que son sometidas las travestis y las personas trans ocupan el centro de estas violencias.

El punto es, definitivamente, no callar. A su vez, no quedarse en la denuncia. Intentar colocar estas experiencias en el foco debido: son diatribas del tipo vida o muerte. Desafíos de muerte, también, para las conciencias tranquilas, las que, recostadas, viven seguras de que “No somos Brasil”, no nos gobierna Bolsonaro y acá sí se puede.

Imanol tiene “cara de puto”. Como Jonathan, como el “cuirismo” de David Palomino, violentado por un guardia de seguridad del Mc. Donalds de 9 de julio y Corrientes en el mes de julio; como la cara de puto de Ian Agustín Barreto, a quien atacaron, robaron y pegaron días antes que a David y a la salida de la Fiesta Warhol (cuyo portero y agente de seguridad privada, por cierto, tampoco quiso asistirlo). Las caras de los putos de la ciudad, tajeadas. Intervenidas salvajemente en su mariconería. Rojo sangre sobre glitter verde y dorado. Pista de baile adentro, pabellón de fusilamiento afuera.

En febrero de 2017, a la salida de la fiesta Plop, German Tosto le acarició el pelo a su novio en la esquina de Federico Lacroze y Delgado y un grupo de ocho le salió al cruce “No habrá putos en mi cuadra” dijo uno. Piñas, cinturonazos, llamada al 911, decenas de testigos que también salían de la Plop indiferentes (amigas en la pista de baile, rivales en la calle) y un subteniente que lanza “Yo tengo dos amigos como vos, son buena gente”. Tres detenidos, cinco prófugos, un solo souvenir. En abril de 2018, pos fiesta Plop también, un colectivero de la línea 168 se negó a llevar a Emanuel Moyano de vuelta a su casa: “Bajate ya del colectivo. Encima de gay, discapacitado, ¿podés creer?” le ordenó. En marzo, Kristian Natalicchio desayunaba en un bar de Retiro con su esposo, su hija y la niñera, y la homofobia de una pareja heterosexual vecina se transformó en una lluvia de platos y golpes. Hace menos de un mes, Mauro Grosso salió de una fiesta LGBTTIQ+. Iba por la calle Sarandí y sintió “una regresión a la primaria”: “Ay, mirá el putito cómo grita” le decían sus agresores, que eran dos. O tres. O mil, a juzgar por cómo quedó su cara.

Según el Observatorio de Crímenes de Odio LGBT de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, el año pasado 147 fueron las víctimas del exterminio vigente, la mayoría jóvenes de entre 20 y 29 años de edad. En la mitad de las historias, el asesinato fue en la vía pública. El resto, en los hogares. Siempre (claro) en alusión a situaciones que lograron conocerse. Si bien la provincia de Salta está primera, la ciudad de Buenos Aires tienta y tritura. Examinar la sobreposición de factores que entintan el arco iris amigable y trocan diversión en extinción es trabajo impostergable.

IDENTIKIT DE LOS ODIADORES

¿Quiénes odian? Odiar es ideológico, como idelógica es toda emoción por más instintiva que parezca. En todos estos sucesos hay jóvenes contra jóvenes. Dueños de la nocturnidad con derecho nato a la alegría versus maricones que cada vez más, viven menos tapados, decididos a potenciar no sólo sus gustos sexuales sino también sus expresiones, su indumentaria, sus estéticas. Actitud versus topetitud: en varios relatos hay putos acomodados, de clase media o media-alta, que ven los ataques y siguen de largo.

Dice Imanol: “Pero ahora que soy yo el que escuchó cómo un varón violento y heterosexual gritaba una y otra vez -mientras yo corría con la cara llena de sangre-, me doy cuenta que es importante hacer público esto” . “El discurso de odio está a la vuelta de la esquina y la violencia también. Tenemos que estar atentos y atentas. Tenemos que denunciarlo”.

La “vuelta de la esquina” citada es la zona de influencia y es también la proximidad vana, la falsa vecindad de los mismos. Dice Subiela: “La violencia crece y lastima, al igual que el individualismo: mientras caminaba lastimado y sangrando nadie quiso ayudarme, ni siquiera un policía al que le hice señas para que me se me acerque (apenas me levantó su brazo con el pulgar para arriba y siguió caminando). Tampoco me ayudaron dos maricas que pasaron de la mano adelante mío mientras yo me limpiaba la cara con mi buzo. Somos egoístas, es un hecho. El egoísmo y la indiferencia son dos maneras de violentar y agravan estas situaciones. No es necesario pegar una piña para infligir dolor” agrega.

Lo puto cada día menos quita lo neofacho y en esta formulación hay placares sobre placares sobre placares. Al casi “emoji” manual lanzado por el oficial de la policía de la ciudad (una constante de varias historias) se le abroquela en este caso la caminata apática de los noviecitos, dos gays impasibles ante la sangre derramada y negociada. “Vivimos en una sociedad precaria: nuestros trabajos son precarios, nuestro Estado es precario, nuestros vínculos son precarios. La precariedad se ve en la calle, se mete hasta en el living de nuestra casa y genera violencia por todos lados” escribe el periodista, integrante de la redacción del sitio Chequeado.

Este viernes se cumplirán 31 años de la instauración en Washington del Día Internacional de la salida del clóset. Se conmemora desde el 11 de octubre de 1988, durante la segunda marcha por los derechos de gays y lesbianas de esa ciudad. Este texto también es un texto sobre el clóset. En un período histórico y en un país con legislación sobre derechos sexuales, el integorrante es hasta dónde la vida cotidiana soporta cambios reales. Qué grado de cambio y con qué intensidad. Con qué formas. El mapa identitica lugares cuirs en la ciudad pero por las calles, los cuerpos cuirs son interceptados por los cancerberos del clóset. Tienen las llaves, apuestan al encierro.

Por eso, la reflexión debería situarse ahora en todos los tipos de enclosetamiento. Estas mismas líneas podrían estar siendo ocupadas por testimonios, disgresiones y aportes respecto del imperativo de migración interna (y externa) de la población LGBTTIQ+; respecto del “noviazgo formal” como método monacal de no decir “soy gay”, siéndolo. O de los hijos rubios, los vientres subrogados, las bodas sorpresivas y los bautismos en la Catedral como vías de escape indirectas del armario. En suma, para atender al presente la nota sería otra. Tendría que ser otra. Sin embargo, la marica que como Imanol, sola en la madrugrada, espera con la tarjeta SUBE en la mano; la que como Jonathan Castellari para en un Mc. Donalds al cierre de un bailongo y es masacrada por siete “varonazos” en Córdoba y Medrano; las que al estilo de Tomás Rodríguez y Joaquín Guevara comen pizza en Scalabrini Ortíz y Santa Fé y son expulsados y golpeados de “un lugar para la familia”; los tórtolos que como Reyvis Henrríquez Tovar y su novio Luis son interceptados por siete encapuchados en (de vuelta) Avenida Córdoba y Mario Bravo (“Los vamos a matar por putos”; “Vení, marica, peleá”); todas ellas reenvían a una crónica imperiosa sobre los golpes en pleno centro de las luces del centro. Golpes enfarolados que reescriben el asedio, la persecución y la represión dignas de tiempos pretéritos (por ejemplo, los tiempos narrados en “Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura”, la investigación de Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi que acaba de reeditar después de diecinueve años la Biblioteca SOY).

Al decir del sociólogo Ernesto Meccia, “tan asimilados” no debemos estar los putos si proliferan (y cómo) los ataques. Tan asimilados no debemos estar si el avatar de nuestras redes, la foto del DNI, la carta de presentación y nuestro destino posible, aún con los “beneficios” porteñocéntricos, es que en lugar del labial y el polvo, nuestro maquillaje esté compuesto de moretones.