El casi descontado triunfo de Alberto Fernández en la primera vuelta de las elecciones del próximo domingo 27 tendrá, en términos regionales, un carácter de hito histórico. Podrá tomarse como “el principio del fin” de la tercera ola neoliberal en América Latina, una ola que, para ponerle fecha, comenzó en Brasil en torno a 2013 y que llegó a su cénit en 2015, cuando el fallido segundo gobierno de Dilma Rousseff nombró a un ultraordoxo, Joaquim Levy, al frente del ministerio de Hacienda. Con ello consiguió minar en sus propias bases los restos de la legitimidad ya bombardeada por la guerra jurídica. Le siguieron el triunfo de la segunda Alianza en Argentina y, en 2017, la rápida traición de Lenin Moreno en Ecuador. El punto máximo, citando a las experiencias más representativas, llegó con la asunción del Jair Bolsonaro a comienzos de este año, asegurando en la mayor economía latinoamericana un virtual régimen de facto con el principal líder opositor encarcelado. 

Hasta el más sólido neoliberalismo peruano comenzó a mostrar signos de agotamiento que hoy se expresan en su crisis institucional. En la vereda de enfrente, los malos resultados económicos facilitaron el asedio al gobierno venezolano, con Estados Unidos operando en su contra a toda máquina y en todos los frentes. Sólo se mantuvo incólume la trinchera de Evo Morales en Bolivia cuyo éxito residió en la estabilidad macroeconómica y el crecimiento sostenido durante tres lustros. Este rápido panorama recuerda que tan cerca como a comienzos de año la derecha regional creía estar al inicio de otro ciclo largo de neoliberalismo.

El primer balance provisorio de la tercera ola, como surge de las fechas, es que se agotó rápido. El ciclo fue mucho más corto que los anteriores, la segunda ola de la década de los ’90 y la primera iniciada en 1973 con el golpe de Augusto Pinochet en Chile, donde el neoliberalismo construyó su régimen más estable, y seguido por las dictaduras en toda la región, incluida la Argentina y el programa económico de Alfredo Martínez de Hoz.

El segundo balance provisorio es que las derechas regionales, que suelen basar su discurso político en la idea abstracta de “república” (y económico en la de “libertad”), lo que supondría el respeto aguerrido por la institucionalidad y la división de poderes, asumieron mayormente bajo dictaduras en la primera ola y por medio del amañado lawfare en la tercera, una clara contradicción entre términos y atributos

La segunda ola fue la más democrática en el sentido tradicional, un proceso asociado al clima de época producto de la caída del llamado socialismo real y el auge global del neoliberalismo “reagan-thatcheriano”, con el consecuente abandono de los estados de bienestar que también caracterizaron a los gobiernos nacional-populares latinoamericanos, un ciclo global más largo que todavía se encuentra en curso.

Dos preguntas caen por su propio peso. La primera es qué pasó para que el ciclo se acorte tan notablemente, aunque formalmente no esté terminado, y la segunda es qué forma asumirá realmente el nuevo posneoliberalismo emergente dadas las evidentes limitaciones materiales que heredará la tercera ola, dato que se suma al cambio de las condiciones de la economía internacional en relación a la primera década del siglo.

Empezando por la pregunta más fácil de responder, la tercera ola se acortó notablemente porque el neoliberalismo demostró no tener nada que ofrecer a la inmensa mayoría de la población. Buena parte de las clases bajas y medias que cayeron en las falsas promesas votaron con la esperanza de una mejora frente a los límites del crecimiento evidenciados por los regímenes nacional-populares, tanto por limitaciones propias como por los cambios en la economía mundial tras la crisis estadounidense de 2008-2009. No votaron por el achicamiento de las funciones del Estado, la retracción de los servicios públicos y la caída tendencial de los salarios. Respondieron a la promesa de que no iban a perder nada de lo que ya tenían. La falta de cultura o experiencia política puede haber inducido a error en la búsqueda de soluciones, pero hoy descubrieron en carne propia que la única promesa real del neoliberalismo es el ajuste sin fin y el progresivo sometimiento a los capitales financieros globales. Con prescindencia de los matices lo saben los peruanos, los ecuatorianos y los argentinos. Y también comienzan a descubrirlo en Brasil, quizá el país donde los lugares comunes del neoliberalismo están más arraigados y donde la memoria de bienestar y tradición de lucha de las clases populares es menor.

Las realidades de cada país son particulares, pero el escenario de fondo es el mismo, oligarquías aplicando programas de ajuste con el cerrado apoyo estadounidense y en algunos casos acudiendo a la herramienta del FMI para consolidar el sometimiento en el largo plazo a través del mecanismo del endeudamiento. La reacción se expresa en Perú a través de la crisis institucional, en Ecuador a través del estallido social. En Brasil cae en picada la imagen de un presidente que ni siquiera llegó al año de mandato. Y si en Argentina no hubo estallido fue porque el desarrollo de la crisis se demoró hasta 2018, pero especialmente porque la sociedad política fue capaz de darse, por el camino de la unidad opositora, el instrumento necesario para salir por la invalorable vía institucional. Otra vez, la calidad institucional no la brindaron quienes dicen ser sus defensores acérrimos, sino los acusados históricos de deteriorarla. El discurso macrista fue siempre el reino del revés.

Finalmente, las formas que tendrá el posneoliberalismo emergente son todavía una incógnita. Los datos de contexto son conocidos y muy diferentes a los de la primera década de los '2000. La primera limitante es que hoy no existe un ciclo expansivo en los precios de las commodities que representan las principales exportaciones regionales. Por el contrario es posible que la continuidad de las disputas entre Estados Unidos y China se traduzca en una reducción de los flujos del comercio mundial. En este contexto, la segunda diferencia es la nueva atención estadounidense sobre su “patio trasero”. El tercer dato, comenzando a recortar la especificidad argentina, es el inmenso peso de la nueva deuda tomada por el macrismo y que buena parte de ella sea con el FMI, un condicionante del que será muy difícil librarse y que agrava la principal limitante para el crecimiento de la economía, la escasez de divisas. El cuarto elemento es político. Si la virtud de la construcción de la unidad opositora fue la de haber conseguido una salida institucional a la crisis, su contracara son las limitaciones de la nueva alianza de clases, que también incluye a muchos que por acción u omisión apoyaron al régimen saliente y que, en consecuencia, por tradición e historia, tampoco persiguen rupturas más radicales con el antiguo orden. No obstante, alcanzará con que los gobiernos de la transición estabilicen la economía y reparen el daño provocado. En pocas palabras, de lo que se trata es de evitar la hiperinflación, atacar el hambre, recuperar parcialmente los salarios y parar el derrumbe de la economía. Parece poco. No lo es.