Pablo Dacal enumera los hechos y las circunstancias más o menos recientes que, de una forma u otra, decantaron en un disco bisagra como Mi esqueleto. Haber registrado las piezas salientes de su repertorio en Una década cantada, grabado en vivo en el teatro Margarita Xirgu. Haber reunido a todas sus letras en Las canciones escritas, el libro editado por Mansalva. Haber filmado el documental Charco , en el que fue al encuentro de sus colegas a un lado y al otro del Río de la Plata. Haber viajado por todo el país con su guitarra al hombro, para redescubrir sus propias composiciones en ciudades chicas y pueblos a los que llegaba por primera vez. “Bueno, como que reuní un poco la obra, lo que venía haciendo”, resume. “Y, más allá de eso, las cosas de la vida: cumplí cuarenta años, ganó Macri”, concluye. En síntesis, los títulos de su diario personal parecen alumbrar el fin de una etapa y el comienzo de otra.

“Tardé bastante para este disco porque, si bien fui cambiando de proyectos, los otros salieron bastante seguido entre sí. Y para Mi esqueleto me tomé tres o cuatro años”, calcula el cantautor, mientras arma un cigarrillo de tabaco sobre una mesita ratona en El Progreso, el estudio-sala que montó en su casa de Caballito. “En realidad trabajé solamente el último año. Pero todo lo que decía antes me llevó a un lugar que implicó hacerlo de un modo mucho más descarnado, íntimo, no planeado. Todos mis discos anteriores surgieron de un proyecto, tenían un pensamiento detrás: armar una orquesta, grabar en dos días, trabajar con el sonido de las guitarras de los años 20. En cambio Mi esqueleto se grabó en mi estudio, mientras vivía, mientras hacía mis cosas, con la realidad entrometiéndose en todo. Yo pasaba de hacer un trámite, de salir de noche o de cocinar, a venir a grabar un bajo o meter un coro”.

El riesgo, dice, era caer en el “síndrome” del músico que registra un trabajo en su propia casa, lo sobreproduce y no lo termina nunca. “Yo traté de manejar ese juego: que la neurosis no le gane al disco. Que el cotidiano se alimente del disco y viceversa. Fue importante con quiénes trabajé. El baterista, Fernando Mondino, es de Jesús María: lo conocí en una gira, es excelente. Y lo grabé con él, yo toqué los bajos y las guitarras. Después se sumó Mariano Malamud con esas texturas en las violas y Rosa Nolly con el saxo, que le agregaron una vertiente más experimental. Y un viejo compañero de ruta como Fer Tur me ayudó a encontrar el sonido desde la producción y la mezcla: a restar, limpiar, recortar, desmalezar. Es un trío, pero la posición de cada cuerda del bajo o la guitarra tienen mucha importancia: está todo puesto en su lugar, pero con muy pocos elementos. Construí con los ladrillos necesarios”.

ROCK CUBISTA

La impronta rockera, minimalista del formato trío contrasta con la superposición de arreglos que marcaban el norte en su discografía previa. “La Orquesta de Salón era lo opuesto, estaba todo escrito con un pensamiento estilístico, racional, experimental también, porque se metía con cosas que no conocía y ese era también parte de su valor. En este caso no hubo tanta razón, fue todo guiado por la intuición. Incluso al grabar no me entregué al pensamiento de la armonía, sino a lo que la sensibilidad del oído me iba dictando, incluso sin saber muy bien qué estaba tocando”, describe. El resultado por momentos se abre a atmósferas enrarecidas, a paisajes sonoros que van de la suavidad a la crudeza como un día de playa perfecto puede acabar en una noche de tormenta. “Hay mucho juego con el silencio, también: el silencio ocupa un espacio. Hay muchos momentos con pocos instrumentos sonando. Me gustó ese vacío, que es un poco el vacío contemporáneo”.

La disposición de los elementos en el espacio, esa trama sonora que terminó de consolidarse con la mezcla, tiene a su vez un sentido casi pictórico. “Las cosas funcionan simultáneamente, pero hay un juego de ausencias y de superposiciones que por momentos no son tan amigables. Hay una tensión entre los instrumentos. Para mí es un disco cubista: los perfiles están puestos en escena, todos conviven y, a la vez, podés observarlos por separado”, afirma. En ese juego de trazos reconocibles, lo que sorprende es la inclusión de colores que remiten a Massive Attack, Radiohead, Morphine, Joy Division o Bowie. “El disco es muy urbano y transnacional en ese sentido. Tiene un pie entre fines de los 70 y principios de los 80. Y eso está relacionado con el buceo interior de esta última época, que me hizo llegar a mi infancia, a mi educación sentimental y estética: el rock and roll de los 80, que también incluye a Don Cornelio, Los Visitantes y, siempre, a Charly García”.

Muchos de esos tatuajes sonoros por fin salen a la luz. “Es lo que me conmovió en mi adolescencia, lo que iba a ver a los conciertos, lo que me atravesaba por completo, lo que sonaba en la época, lo que me gustaba y lo que no. Después fui creciendo y siento que atenté un poco contra eso, me propuse hacer algo que fuera un choque contra esa estética”, explica. Finalmente, las viejas influencias asomaron en sus nuevas composiciones. “Fue algo espontáneo, sin filtro, sin tanta reflexión. Quise hacer un disco a partir de retazos de emociones, recuerdos, visiones, impresiones. Y traté de apelar a ese lugar íntimo, en el que lo que sucede siempre es verdad. Y entonces decirla, aunque no siempre sea bien recibida”. ¿Una lección de la escuela punk? “”Yo entiendo al punk como la capacidad de hacer las cosas frente a la adversidad. El desarrollo de la valentía más allá de la amabilidad. Y lo descarnado al borde de lo patético, porque en el fondo todo es una risa”.

RELATOS CANTADOS

La cuota de crudeza del álbum se abre paso de movida con “El juego y la furia”, en la que Dacal canta sobre una base de pospunk enrarecido: “Vamos nene no tengas miedo/ el país se ha vuelto tan ciego/ Si no salís, si no te vas/ vos sos la dictadura”. “Esa canción empezó siendo otra cosa, pero la idea, la sensación que transmite estuvo desde el principio. Cuando hago un disco llevo un cuaderno en el que voy escribiendo un montón de cosas. Y después, con todo eso, construyo algo. Lo de ‘vos sos la dictadura’ era una frase suelta en ese cuaderno”, recuerda. Sin ser directa, esa línea vibra de manera particular y dialoga con su contexto. “Sí, pero no solo busca hacerlo con el terreno más hostil, el del adversario, sino que también discute con el fascista interior. Todos tenemos un montón de aspectos discutibles. Y, puntualmente, el escenario del progresismo político, del cual de alguna manera formo parte, también tiene aristas que por momentos me dejan pensando”.

Las canciones funcionan, por momentos, como relatos cantados. “Es un disco más de temas que de canciones. A la larga puedo hacerlo, pero no son para tocar en la guitarra”, afirma. “En cada uno resuenan cosas distintas. Hay algunos que son casi cuentos. Hay dos relatos que están bastante claros, que son ‘Manifestación’ y ‘Los vecinos’, que están basados en textos de Pablo Katchadjian, de un libro que se llama El caballo y el gaucho. En otros casos, los fui construyendo con fragmentos, ideas y el relato empezó a aparecer”, completa. En algunos pasajes, con su ritmo y su cadencia, su voz se ubica a centímetros del rap. “En ‘En la caye’ o en ‘El bloqueo’ pasa eso, inclusive en ‘El juego y la furia’: la apuesta no está en la melodía, sino en la forma en la que la voz está diciendo esas palabras. Hay un pensamiento, un rumiar íntimo expuesto en el disco. Y eso es también lo descarnado que tiene, el lugar donde aparece el esqueleto: se ve el hueso”.

“Los textos alumbran determinados sentimientos, experiencias, aventuras, visiones, reflexiones, que quizás estaban un poco ocultas dentro de mí y de todos nosotros. En el momento de hacer un disco, si bien estoy hablando desde la intimidad, mi intención es captar pensamientos colectivos: funcionar un poco como médium”, dice. La figura del trovador asoma entonces en la charla. “Para mí el trovador no es solamente el cantautor que va por ahí con su guitarra, sino también alguien que puede moverse entre la plaza del pueblo y la corte del rey. Siempre funcionó como un ente independiente, que puede encontrar su verdad y compartirla con los demás. Yo siento que me muevo por las ciudades de la misma forma que entre las épocas o los contextos sociales. Y trato de nutrirme de todo lo que veo. Eso para mí es un trovador: alguien que no sólo crea melodías con su guitarra, sino que también deconstruye su mundo y encuentra su propia forma de ver el esqueleto humano, social”.

 

Pablo Dacal presenta Mi esqueleto el jueves 7 de noviembre en Rosario y el viernes 8 en el Club Belle Epoque de Córdoba, en ambos casos con la presencia de Tom Dard, ex Mano Negra, como telonero. El jueves 14, Dacal llega a Pura Vida de La Plata y el miércoles 11 de diciembre a La Tangente de la Ciudad de Buenos Aires.