"A veces el dolor es como si alguien te cortara el brazo, / pero tengo mil brazos, y mil piernas, / tengo mil corazones. / Creo que no hice en mi vida esfuerzo alguno que fuera suficiente, / siento dolor por eso. / Si yo fuese verdaderamente solipsista, ¿qué motivo tendría / para sentir dolor? Miraría la luna y sabría que / la luna soy yo. No siente dolor la luna. / El agua sí. Y soy agua, un castillo soy / de agua y mis entrañas yacen esparcidas en el mar". Con el título "Trisha Erin", este poema de Cecilia Pavón que aquí hemos traducido del inglés constituye un regalo que nunca llega a su destinataria en el relato de ese título por la misma autora. Es uno de los seis que integran el libro Pequeño recuento sobre mis faltas, que fue publicado en Chile y que acaba de salir de imprenta en Argentina por el sello rosarino Iván Rosado, con una pintura de Marcelo Alzetta reproducida en la portada.

 

 

A contrapelo de la proverbial fanfarronería porteña, o más bien como una retorcida vuelta de tuerca sobre ese vicio, Pavón centra estas breves autoficciones en lo que le falta. O mejor dicho, en lo que se suponía tenía que hacer y no hizo: la novela que no escribió, la carrera de artista contemporánea internacional que no siguió, la fortuna que no amasó y la erudición musical culta que no adquirió. Como si fuera posible (y además un deber) tener todo eso a la vez. Lo intenta, le va mal y así se va desmarcando de los absurdos ideales de la clase media y afirmando en una genuina vocación de poeta.

Cuenta muy al pasar todo lo que sí hizo: sus viajes, la galería Belleza y Felicidad que fundó en 1999 con Fernanda Laguna, sus traducciones (del alemán, del inglés y del portugués) y una reconocida e influyente obra poética, reunida en 2012 por Mansalva como Un hotel con mi nombre.

 

El libro también podría haberse llamado "Cómo perder amigos y fracasar en la vida".

 

Con sana honestidad, Pavón escribe ágiles relatos satíricos a partir del propio "resentimiento" por la carencia de brillo fálico, y de las acciones vengativas que emprende en secreto contra quienes sí detentan esos emblemas. Se leen como relatos autobiográficos no del todo bien enmascarados como ficciones. Alternando con escenas serenas no exentas de tristeza (como la autoficción donde construye su doble en la vejez o los hermosos pasajes de su diario de observadora de nubes), la autora narra batallas de interior en las que afloran todo tipo de tensiones: geopolíticas, de clase, de género... el relato tiene un tono de comedia pero lo que subyace transporta una carga explosiva. Los objetos retratan a sus dueños, incluso políticamente; por ejemplo, "un blazer no puede ser nunca una prenda de vestir progresista".

El título del libro remite al género literario femenino menor por excelencia: la confesión, el manuscrito ológrafo que en tiempos virreinales la pecadora depositaba en manos de su director espiritual. Parodiando irónicamente a Dale Carnegie, el libro también podría haberse llamado "Cómo perder amigos y fracasar en la vida". El "punto de inflexión" donde la diplomática politeness se desbarranca hacia el franco odio es aislado con precisión casi científica en dos relatos de desencuentros con extranjeros; ante las amistades locales, en cambio, aparece un enigmático y gradual "dejar de hablarse". Reservas de furia constituyen la materia prima de un humor vigoroso y levemente amargo, como el café de cápsula batido en la epifanía oscura de un desayuno.

"Me hice un café en la máquina de expreso de cápsulas y abrí rápido todos los cajones de la casa pensando qué robarle. Escrito así suena horrible y lo es", escribe. "Soy consciente de que una de las cosas más difíciles en la vida es manejar la furia, y cuando veo que a una edad tan avanzada como los treinta y ocho años yo hice algo así, me pregunto si alguna vez me convertiré en una persona tranquila". (Respuesta: sí, con la menopausia. Sucede en los mejores organismos).

 

Reservas de furia constituyen la materia prima de un humor vigoroso y levemente amargo.

 

Lo cercano y banal dispara reflexiones en un tono coloquial y desacralizador. La historia de una juventud puede contarse a través de una colección de carteras de marca y los emblemas de distinción que representan; mientras tanto, la célebre escultora Louise Bourgeois se convierte en "la francesa de las arañas gigantes", y la pintora japonesa Yayoi Kusama en "la china psicótica que veía lunares rojos en el aire y en todas partes". Decían Marx y Engels en El 18 de Brumario de Louis Bonaparte que "regalar y robar constituyen toda la ciencia financiera del lumpenproletariado". Los regalos y los robos son los que hacen circular los objetos en estas crónicas, desde las clases superiores hacia las inferiores; el único don ascendente (el del poema) se frustra. La cartera recibida de una europea rica será dada por el marido años después a la empleada doméstica paraguaya.

La historia es tan vieja como el mundo... del arte. La artista C. admira a la artista T. Según Freud, la admiración constituye una formación reactiva, un mecanismo de defensa para ocultar la envidia en el inconsciente. La artista C. no logra nada con sus acercamientos infantiles a la artista T.; decepcionada, C. se contenta con hacerle de chaperona para garantizar (y regodearse en observar) un patético fracaso en la vida amorosa de T., triunfando al fin donde ella fracasa y expresando su superioridad moral sobre T., mediante algún grado de control sobre su propio... vómito. No conforme con lo cual, C. narrará todo en un estilo de sobreexposición autobiográfica similar al de T.

El inferior del relato queda atrapado en el lugar del niño eterno e impotente; el superior goza, pero su corrupción o falsedad son denunciadas por una cronista que busca compensar su inferioridad con inocencia o venganza justa. Salvo por unas asociaciones fraternas que devienen en emprendimientos culturales y comerciales (el taller literario con Santiago Llach; la galería con Fernanda), el espacio social que se describe en este libro está rígidamente estratificado. Como escritora, Pavón se siente injustamente superior a sus alumnos de taller. Pero, como artista, la sientan a la mesa de los "de segunda línea", mientras la admirada inglesa que ella tradujo se emborracha hasta la inconsciencia: "Unos momentos después, Tray desplomó su cabeza sobre la mesa y se quedó dormida". Un momento, ¿no era "Trish"?

El lapsus revelador delata el exposé que iba a ser el "cuento", donde no todas las huellas se borraron y quedó una. "Trisha Erin" es una deformación del nombre de Tracey Emin, quien aparece al comienzo tratando al museo de "cagadero tercermundista" y con el mismo vestido que luce en la tapa de Proximidad del amor, el libro de sus crónicas que Pavón tradujo para la editorial Mansalva. El título del libro se menciona en el relato y sirve de pista. El nombre institucional del Museo Nacional de Bellas Artes encubre el del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), donde expuso Emin. Así que "Alexander" posiblemente sea el nombre ficticio de Marcelo Pacheco. De estos tiernos canibalismos está hecha la historia del arte y de la literatura; sepan los lectores que es por pudor que no se les cuenta todo. Y cuando éste falta es que el relato se pone más interesante.