Si alguien alguna vez pensó que los derechos sociales, político, económicos y culturales se conquistan de una vez y para siempre, el gobierno que encabeza Mauricio Macri se está encargando de convencerlo de lo contrario. La lucha por los derechos de todo tipo es una tarea permanente, que nunca termina y que, por más agotadora que sea, no permite bajar los brazos en ningún momento. Los hechos están a la vista. Quienes llegaron al gobierno con el discurso de la institucionalidad, la transparencia y diálogo, ahora se encargan no solo de hacer exactamente lo contrario de lo que expresaron durante la campaña electoral, sino que transgreden las leyes existentes, avasallan de manera sistemática las bases institucionales de la democracia e intentan refundar las normas para que, si acaso no logran perpetuarse en el poder, sean otros los que tengan que ajustarse a las mismas. La mentira sustituyó a la verdad y el cinismo a la transparencia. 

De manera simultánea los derechos de los trabajadores conquistados durante décadas ya no son tales, ni son aplicables las normas que buscan salvaguardar sus intereses. Lisa y llanamente porque son los patrones los aliados del gobierno. O, para ser más precisos, los patrones son el gobierno.

De la misma manera la Justicia –así con mayúscula– ha quedado reducida al poder judicial, entendido como una maquinaria política administrativa puesta al servicio de quienes hoy ejercen el gobierno. En ese marco los derechos –colectivos e individuales– poco importan y las leyes, reglamentos y disposiciones son letra vacía para ser interpretada siempre a favor, al antojo y servicio del poderoso. Ni siquiera importa que los jueces sean nominalmente los mismos que antes supieron leer idénticas leyes de modo contrario. Cambió el poder, cambió la lógica. No es la Justicia, es el poder judicial. Un poder judicial sujeto a las arbitrariedades de quienes gobiernan tanto para desconocer las transgresiones propias, como perseguir opositores o para intentar apartar jueces que no condicen con los deseos del oficialismo.  

En este escenario los argentinos estamos aprendiendo, de manera acelerada y por propia experiencia, que la democracia no es una cuestión técnica, tampoco de normas e instituciones por más que éstas existan formalmente, y mucho menos de diálogo, si lo que se entiende por este es también la escucha para un discernimiento colectivo. El macrismo –dentro del cual hay que incluir de manera integral al radicalismo que abandonó sus raíces históricas populares– nos está dando lecciones avanzadas para que tengamos en claro que la democracia, más allá de sus formalidades e instituciones, es una cuestión de juego y de relaciones de poder.

En tal contexto el discurso oficialista del diálogo es apenas un simulacro, una pose para las cámaras, un argumento para alimentar a la tribuna de los convencidos y una trampa para los ingenuos que de buena fe estuvieron dispuestos a sumarse al coro de alegría. Una herramienta más destinada a demonizar y presentar como enemigos a quienes, por razones políticas o por simple defensa de sus derechos, se atreven a contradecir –de la manera que sea– los discursos y las acciones del poder. Es también una táctica destinada a multiplicar los frentes de debate para dispersar las fuerzas del oponente e ir avanzando de a una en una en cada una de las disputas, pero de manera persistente y sistemática en todas. Admitir errores no es una forma de retroceder, sino una manera de tomar nuevo impulso para la próxima embestida. Solo como botón de muestra: la nueva insistencia oficial para bajar la edad de imputabilidad para niños y niñas en conflicto con la ley después de las reacciones adversas del primer intento y el presunto recule.  

No hay que descartar la idea de estar frente a un plan sistemático de aniquilación de derechos conquistados en democracia utilizando para ello la fachada de la institucionalidad generada por la misma democracia. Mucho más cuando procesos y fenómenos similares están ocurriendo contemporáneamente en la región y en el mundo.

Volvamos entonces a lo dicho más arriba. No hay derechos conquistados de una vez y para siempre. Y también en democracia y por la democracia tales derechos se demuestran haciendo gala del poder que se posee, mediante la organización y la lucha. Solo así quienes desde el gobierno pretenden hoy volver al pasado prometiendo futuro podrán entender que existen límites que no se pueden transgredir, que hay dignidades que no se pueden avasallar y que los derechos que fueron para muchos no pueden resignarse para el beneficio de unos pocos (léase familiares, amigos, socios, allegados...). Y solo a través de la resistencia y la disputa de las organizaciones sociales y populares podrán salvaguardarse las conquistas obtenidas en el tiempo. Antes de que sea definitivamente tarde.