América siempre funcionó para el imaginario europeo como un territorio en donde desplegar sus más alocados sueños, pero también sus más claras esperanzas. No es necesario remontarse a Colón o a los diarios de los conquistadores para entender que siempre se ha depositado en este lado del mundo las tareas y conflictos que no podían resolverse del otro lado, sea por cuestiones del peso de la tradición, sea por falta de atrevimiento. Juan Larrea, poeta español de la Generación del ’27, quien terminó en nuestra provincia de Córdoba un largo periplo de exilio luego de caído el bando republicano en la Guerra Civil, encontraba en la cultura incaica y en la figura de César Vallejo una esperanza renovada de la idea de un mundo mesiánico, glorioso, por venir. Junto con él, diversos artistas de países como España, Inglaterra o Francia creían que la cultura precolombina podía tener una clave para renovar lo que se percibía como un accionar muerto, vetusto, que estaba destinado a la desaparición. Esa es la opinión, al menos, de Antonin Artaud (1896-1948), poeta, actor y teórico francés vinculado al surrealismo pero también distante de su adscripción posterior al Partido Comunista y una idea de revolución que poco tenía que ver con el cambio en la humanidad que el autor de El pesa-nervios y Heliogábalo o el anarquista coronado buscaba. Mensajes revolucionarios, recientemente editado por el sello de poesía Nulú Bonsai, reúne una serie de conferencias escritas y publicadas en 1936 en El Nacional Revolucionario durante una estadía de nueve meses en México, país al que llegó buscando el significado de la revolución total que esperaba encontrar cruzando el Atlántico, decepcionado por al aire de decrepitud de una juventud francesa que consideraba enferma.
Este intento por incidir en la cultura mexicana, esto es, de tomar de ella al mismo tiempo que se le da un rumbo, una opinión, o se subraya lo que de rico vive en las profundidades de su cultura, no estaba desprovisto de un tiro por elevación al mundo cultural francés del cual se distanció. Habiendo roto con el surrealismo y la postura de Breton de plegarse a la agenda soviética, varias de las conferencias están destinadas a señalar el error conceptual de la revolución marxista. Artaud ya notaba que la idea soviética de transformación estaba atada a un plano meramente socio-económico, apoyado en la creencia de que, cambiando las condiciones económicas, el hombre iba a desarrollarse como sujeto y emanciparse de las limitaciones espirituales, estableciendo un dualismo entre materia y espíritu que Artaud sentía erróneo de una punta a otra. Desde su punto de vista, un verdadero modo materialista de concebir la revolución implicaba entender que materia y espíritu son continuos, aspectos de la misma línea de experimentación. Por lo tanto, un plan revolucionario total debía trabajar tanto la emancipación material como establecer un cambio espiritual que vaya de la mano.
“Vine a México en busca de políticos, no de artistas”, declara sin ningún tipo de tapujo Artaud en el texto del 5 de julio de 1936 llamado, precisamente, “Lo que vine hacer a México”. Allí, el poeta francés es muy claro: intenta ponerse en contacto con cualquier tipo de persona vinculada a la vida política mexicana para entender a la poesía viva del territorio actuar políticamente, y así comprender la manera en la cual la cultura azteca todavía respira en la manera en la que cualquier mexicano se relaciona con el ámbito público, con la tierra, y se convierte en una suerte de creador libre. Y, por eso, conducido por fuerzas primigenias que siente que el “artista” europeo ha dejado de lado. En última instancia, cada texto de Artaud, desde sus comentarios sobre el teatro francés, la crítica a la puesta de Medea de Margarita Xirgu, hasta el rescate (y crítica) de la obra pictórica de María Izquierdo, termina siendo un pretexto para postular la necesidad de recuperar el contacto con una humanidad integral, viva. A medida que los textos se van sucediendo, Artaud va enfatizando lo que vino a buscar y termina, casi, decepcionándose con lo que encuentra: un mundo cultural que, en lugar de potenciar el acervo precolombino, parece inclinado a retomar y experimentar con las formas supuestamente viejas y anquilosadas del mundo europeo.
Con traducción de Martín Abadía, lo interesante de esta edición es que recupera textos de Artaud prácticamente invisibilizados. La prolija nota del editor Sebastián Goyeneche insiste precisamente en estos asuntos complejos que rodean siempre la edición de la obra completa de cualquier autor. Desatendiendo el pedido del poeta, su editor principal, Jean Paulhan (Gallimard y Nouvelle Revue Française) se resiste a publicar primero en francés textos que terminan saliendo directamente en castellano, en territorio mexicano. Habría que esperar 30 años a que el guatemalteco Luis Cardoza Aragón recopilase todas estas publicaciones y conferencias y las editase en un libro de 1962 llamado simplemente México. En contacto con Paule Thévenin, monja y cirujana que fue elegida por Artaud para custodiar y editar su obra, el libro de Cardoza Aragón parece quedar sin consideración por parte de Évelyne Grossman, responsable de la última edición de la obra completa de Artaud, quien no incluye varias de estas producciones en la ediciones completas de Gallimard en su colección Quarto (2004). Un episodio que se considera fundamental dentro de la vida de Artaud, esos meses vividos en México, cuya experiencia daría fruto luego a su conocido libros Los tarahumaras, queda desprovisto de su sentido estricto sin conocer las conferencias editadas primero en México, y ahora, con el título que el propio Artaud había pensado colocar, en Mensajes revolucionarios. Así, la relación de Antonin Artaud con la cultura originaria de nuestro continente aparece como parte de un programa político que busca ese “hombre nuevo”, completo, desafiante de los límites europeos y sus ambiciones (no por nada, aparece siempre mencionado el “fantasma” de Etiopía, como muestra de los intereses colonialistas de algunos países del Viejo Continente).
Los Mensajes revolucionarios de Artaud se abren como un libro esperanzado, pero cierra con la lectura de un panorama preocupante, un poco inclinado a la decepción, que recuerda el comentario de otro europeo, Witold Gombrowicz, acerca del mundo artístico y cultural que encuentra en un país bastante más al sur de México, el nuestro. Gombrowicz lucha por una forma juvenil, inocente, pura, y critica a los intentos europeizantes de retomar lo que para él ya está viejo y es impropio: de ahí su distancia con Borges. Leyendo los comentarios de Artaud sobre la pintura de María Izquierdo, cualquiera puede encontrar las mismas conclusiones. Por más programa declarado, habría que ver hasta qué punto el México de Artaud, el Perú de Larrea o la Argentina de Gombrowicz no son, en realidad, espacios vacios donde estos artistas tratan de encontrar una fuente de la eterna juventud, en términos formales, y culminan hallando sus propios fantasmas: la senectud formal y vital de su propio hogar europeo.