Jorge Semprún, en su libro “La escritura o la vida”, cuenta qué es la muerte. No como quien se hace preguntas filosóficas, ni metafísicas. Sino como quien la ha vivido. Y la ha compartido. Escribir, para él, era arriesgarse a volver a morir después de haber alcanzado el improbable sueño de estar vivo. Por eso tardó cincuenta años en escribir ese libro. Ahí donde otros y otras testimoniaron para vivir, él calló para no seguir muriendo. Nora Strejilevich, escritora, filósofa, ex detenida desaparecida, con una familia diezmada por la dictadura, se inscribe en esa tradición, a la vez que la evade. Ella también dio testimonio y convirtió su testimonio en obra literaria para vivir, pero hizo un uso libre y provechoso de los “artificios del arte” para que su obra diera cuenta no del horror de los hechos, sino de la magnitud de la experiencia.

¿Qué es la muerte? ¿Qué hay más allá, donde el cuerpo pierde todas sus funciones y se apaga? ¿En qué nos convertimos –si es que nos convertimos en algo- cuando nos morimos? Las preguntas que nadie puede responder, porque nadie se murió y volvió para contarlo, de pronto se vuelven, vía la magia de la crueldad humana, en preguntas que tienen respuesta. Hay quienes vivieron la muerte. Y hay quienes vivieron la muerte y volvieron para contarla. O cuentan para volver. Para dejar de estar en la muerte.

Jorge Semprún, escritor español que estuvo detenido dos años en Buchenwald, un campo de concentración nazi, dice que la muerte, esa que vivieron, fue además, una muerte colectiva. La muerte, ese evento tan íntimo e individual, se convirtió en “eso que se comparte, como un mendrugo de pan”. “La muerte, esa fraternidad”, dice en su libro “La escritura o la vida”, novela autobiográfica escrita 50 años después de esa experiencia.

Nora Strejilevich es una de esas mujeres que cuando sonríen son tan hermosas que dan ganas de sacarles fotos. Cuando tenía 25 años estuvo secuestrada en el CCDyT El Atlético. Su hermano, la pareja de su hermano, dos de sus primos, estuvieron secuestrados también, pero no sobrevivieron. Su mamá se murió de cáncer a los sesenta años y su papá se suicidó un poco después. Escribió un libro sobre esos días terribles, Una sola muerte numerosa (1997). Dice que la muerte es colectiva, por eso está escrito en primera persona pero debe leerse en primera persona del plural. También escribió Un día, allá por el fin del mundo, que cuenta el derrotero de alguien que huye para adelante y viaja y viaja para no volver. Dice que la experiencia de ese exilio es individual y que por eso está escrito en segunda persona. Por eso y porque la que vivió esa experiencia es otra. Otra Nora. Por eso le puede escribir para hablarle, para contarle lo que le pasó.

Nora Strejilevich (foto: Mari Correa)

A Nora le pasaron muchas cosas. Le siguen pasando. Si se pregunta dónde vive, tarda en responder. Al final dice que en su imaginario reside en Argentina, en Buenos Aires. Pero que viaja mucho. Desde que la liberaron del CCDyT El Atlético está viajando. No se detuvo nunca. Es como si hubiera empezado a caminar hacia adelante en ese momento y no se hubiera detenido. Pero ya se sabe, el mundo es redondo.

Cuando tenía 25 años Nora tenía la participación política de una mujer lúcida que no sabía todavía cuál de las muchas organizaciones que la rodeaban le gustaba más. “Si hubiera existido un movimiento feminista como el de ahora no hubiera dudado”, dice con convicción. Su hermano, en cambio, ya lo había decidido y militaba junto con su novia en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Pero el aire era irrespirable. Los primos habían sido secuestrados. Todos los días se enteraba de un desastre nuevo. A alguien lo habían secuestrado, alguien había visto un operativo en plena calle, alguien había sabido de una mujer a la que se habían llevado con su bebé. Había que irse. Como muchacha judía que era se le ocurrió acudir a uno de esos viajes que se organizan desde Israel para mostrarle a los jóvenes judíos del mundo cómo se vive en la Tierra Prometida. Había que irse. El 16 de julio de 1977 un avión la llevaría lejos de ese país-cuartel. Pero el día anterior todo se iba convertir en un infierno. Su hermano había sido secuestrado con su novia y ese sábado a la mañana también le tocaría a ella. A ella que gritaría su nombre y su apellido en la calle para que los vecinos supieran que la estaban secuestrando y que ese grito “en judío” le costaría todavía más dolor dentro del dolor. Porque como le explicaron en El Atlético “el primer problema es el de los subversivos, pero el problema judío no es menos importante”. Estuvo una semana. Y se fue a Israel y desde ahí a tantos lugares que su periplo parece una clase de geografía. Pero a Argentina y a esa semana siempre vuelve. Porque, ya se sabe, el mundo es redondo y la memoria no queda atrás.

La heroína colectiva

“El testimonio utiliza mecanismos narrativos que transforman el devenir en historia, pero lo hace de una forma particular. A diferencia de la novela, el protagonista no es el “héroe problemático” que definiera Lukács, sino un personaje colectivo. El testigo encarna la primera persona del plural por ser su vivencia no la de un individuo sino la de un grupo social marginado o abusado, que elabora su propia épica.”, dice Nora en una de sus ponencias sobre testimonio. Pero los libros de ella no sólo hablan por sí misma y por otres. Hacen también una operación compleja y difícil de conseguir que es mostrar cómo queda impactado el lenguaje después de una experiencia donde la subjetividad se rompe, donde las ideas sobre lo posible y lo prohibido quedan destruidas frente a la evidencia del sinsentido de la tortura. Una sola muerte numerosa es un libro fracturado. Es un libro que respira y se ahoga. La puntuación es espasmódica, produce unas oraciones agujereadas como la piel quemada por la electricidad de la picana. Es un testimonio que un juez podría llamar al orden. Porque no respeta cronologías. Lo que pasó antes está primero y lo que pasó mientras tanto tiene el mismo relieve que lo que se pensó después. Dice Nora en esa misma conferencia: “El testimonialista narra hechos que el lector toma por huellas de una realidad vivida, con la cual arma un relato veraz. Por eso se mantiene atento a que las declaraciones sean ciertas y el pacto de verdad se rompe si se considera que el testigo no se atiene a los hechos. Si la coherencia con el referente es una responsabilidad ética del testimonialista hacia el público, la acusación de falta de eticidad ante cualquier inexactitud queda autorizada. Y es justamente ese conflicto entre lector y testimonialista el que nos lleva a pensar que el pacto es más complejo y revela expectativas disímiles de ambos lados. El lector le exige al testimonialista que se ajuste a una forma de presentar la verdad a la que lo han habituado los medios de comunicación, forma que no coincide con la del discurso del testigo. La primera lo muestra todo, mientras que la segunda es incapaz de exhibir el horror, que sólo puede filtrarse entre las líneas de lo narrado, incierto, ambiguo e inexacto.”
Ella escribe, entonces, para transmitir una experiencia, no para dar datos. Y escribe en nombre de quienes no pueden escribir, pero también para dejar claro que la experiencia del genocidio no puede contarse en clave individual, que no hay héroes ni heroínas que no sean colectivos. Que lo verdaderamente heroico es haber participado de esa muerte colectiva y tener vitalidad y amor suficientes como para compartir con los vivos lo que hay detrás de la muerte. Una heroicidad colectiva que es muy distinta al anonimato de la muerte en serie, es una colectividad llena de voces que se resisten a la simplicidad binaria que exige la ley, que necesita ubicar a cada quien en víctima y victimario y encuadrar acciones en delitos que ya han sido descriptos con anterioridad en el Código Penal. Porque hay delitos que aún no han sido nombrados y hay hechos que si no fuera por el coraje de los libros sobre la experiencia de esa muerte numerosa, tal vez nunca podrían tener nombre.

Sarlo versus Strejilevich: un debate en seis rounds

El departamento de Nora, ahí donde está su “imaginario”, es pequeño y cálido. Como ella. Pide perdón muchas veces por no saber, o ya no recordar, cómo se hace un mate como la gente, pero el mate circula y eso siempre se agradece. Cuando llegó a Israel después de su paso por “el infierno de círculo único”, como llama ella a la experiencia del secuestro y la tortura, no dio testimonio. El grupo con el que iba a viajar la recibió con amor, pero nadie sabía qué hacer con su silencio. Mucho menos con su sonrisa. Les parecía que debía haber sufrido un daño peor del que imaginaban porque nadie podía verse tan contenta después de haber pasado por lo que ella había pasado. La mandaban a hacer terapia, le recomendaban que contara, que no se quedara callada. Pero ellos no sabían, como si supo Jorge Semprún, que cuando la muerte cambia de lugar, y en vez de estar adelante como se supone, de pronto la muerte queda atrás, no porque se haya vuelto de la muerte sino porque se la ha atravesado, se es inmortal. El mundo parece estar ahí para ser comido. Vivir no es un estado, vivir es una tarea. Un trabajo que se acomete cada día con voluntad y con alegría. “Las noches no eran tan felices”, cuenta Nora, “pero eso ellos no podían saberlo, porque a la noche yo estaba sola”. Y por las noches ella escribía su cuaderno. Un diario o una bitácora o un secreto. Lo escribía para nadie, lo escribía para sujetar palabras que no se volaban, sino que se azotaban contra las paredes. Esos cuadernos y todo lo que fue pensando y elaborando durante años se convirtieron en los dos libros que publicó. Y eso ya hubiera sido no sólo suficiente, hubiera sido todo lo generosa que se puede ser: hubiera dejado belleza cuando la quisieron dejar vacía. Pero no sólo hizo esos libros. También hizo otros en los que ayuda a pensar qué cuenta el /la testimoniante y, sobre todo qué cuenta, qué debe ser tenido en cuenta. Porque no todo el mundo piensa que los testimonios tienen validez como género literario o como aporte a la reconstrucción histórica. Beatriz Sarlo, la ensayista argentina devenida opinión autorizada de la televisión, en su libro Tiempo pasado, cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión (2007) le niega valor y legitimidad al “discurso de la experiencia”, como ella llama al testimonio, por la falta de distancia. Dice que las escrituras privilegiadas para pensar el pasado son el ensayo y la novela. El testimonio, al que se le niega valor literario pero se le asigna un género literario sería un “giro subjetivo”, síntoma de una época que pondera las escrituras del yo. Nora Strejilevich se toma un capítulo entero de su libro El lugar del testigo. Escritura y memoria (Uruguay, Chile y Argentina) publicado este año para discutirle. Punto por punto los seis puntos que la Sarlo propone para sostener sus afirmaciones. En un momento en el que las polémicas son tildadas de violentas por, justamente polemizar, donde la edulcorada y bobalicona consigna de “escuchar todas las campanas” sin cuestionar nunca nada es la norma, esta discusión es refrescante. Es respetuosa porque es honesta, vehemente y fundada. Strejilevich se pregunta cómo sería una reflexión política sin pasión, sin cuerpo. Y, claro, todas sus reflexiones tienen pasión y tienen cuerpo. Porque, dice, lo que está agrietado para siempre gracias al feminismo, es una militancia, un pensamiento político que descalifique la dimensión afectiva propia de toda adhesión política, sobre todo cuando lo que se propone es cambiarlo todo. La Historia con mayúscula no se piensa sin las historias. Pero las historias, los pequeños relatos, no son notas al pie de los ensayos ni el material del que se sirven los científicos sociales para pensar lo que nos pasó. Los relatos, los testimonios, son lo que nos pasó, son el tejido con el que se va reparando el agujero de silencio que provoca un genocidio. Y esas tramas son un pensamiento. Sin imaginación, sin reflexión, no se puede testimoniar, porque poner palabras cuando la violencia arrasó con la humanidad del ser humano, y por lo tanto con el lenguaje, es permitirle al lenguaje volver a acoger la humanidad destrozada. En el prólogo de El lugar del testigo. Escritura y Memoria, Strejilevich cita a Philippe Mesnard (Testimonio en Resistencia. 2011): “Esa es la tarea del testimonio, eso es lo que nos enseña y lo que las generaciones futuras deben mantener. Nuestra tarea futura. Por eso, más que transmitir contenidos, se trata de transmitir cierta calidad de silencio. Allí se encuentran el testimonio y la literatura.”

Arte y política

Nora Strejilevich dio testimonio en el juicio del circuito ABO. La habían convocado también para ser testiga en el Juicio a las Juntas, pero en ese momento ella vivía en Canadá y su papá creyó mejor no avisarle. Ese testimonio fue diferente y hasta distante de las novelas testimoniales que escribió. “Fue como dar una clase”, dice. Esa organización, ese afán explicativo, expositivo y de claridad que se tiene para con el alumnado. Ahora está un poco arrepentida de no haber hecho otra cosa. Leer poesía o hacer una performance. Exponer el dibujo que hizo Graciela –la novia de su hermano que permanece desaparecida- de su hermano en vez de su foto, fue una aproximación. Pero se quedó con ganas de más. Dice que es ese desborde de los testimonios, esa elongación del ritual judicial, lo que permitió que se volvieran audibles los delitos contra la integridad sexual. Y que si podemos seguir testimoniando de manera cada vez más subjetiva, sin que la ponderación del aporte de datos se lleve puesta la transmisión de la experiencia, entonces se van a poder escuchar todavía muchas cosas de las que se han dejado oír hasta ahora.

El tiempo, esa ficción

 

El diseño gráfico en nuestra sociedad es una línea que empieza en algún lugar y termina en otro. En otras culturas el dibujo sería redondo. Podríamos pensar en otra forma de graficar el tiempo, más al modo de la ciencia ficción o la ciencia a secas e imaginar muchas líneas paralelas en las que las cosas suceden a la vez en distintas dimensiones. El tiempo, esa percepción que nuestra forma de ver el mundo nos enseña a sentir como una cosa después de la otra, como una continuidad que se interrumpirá sólo con la muerte, se estalla junto con la subjetividad cuando un ser humano es expuesto a una situación traumática. Y la tortura y la arbitrariedad absoluta de un campo de concentración es la experiencia más traumática que tenemos en nuestro haber. Entonces, cómo se escribe el tiempo cuando lo que se quiere contar está hecho del material de esa experiencia. Y qué es la memoria cuando el esfuerzo por no recordar nada se hizo carne en la mesa fría de la tortura. Nora Strejilevich propone que la veracidad de un testigo en un juicio debiera medirse según el desorden en su narrativa y la cantidad de agujeros en su relato. El esfuerzo por meter la experiencia en una línea de tiempo y causalidad convierte el testimonio en una ficción, porque así no pasaron las cosas, así no se vivieron, así no se recuerdan. La literatura es otra arma, una bien filosa si quien la blande sabe de su oficio, para decir lo que no se dice con palabras pero sólo puede decirse con palabras. La textura de ese silencio, la modulación de ese susurro, la demanda de acercarse bien para poder escuchar, para poder leer una letra mínima, un texto que sólo se entiende leído en voz alta, todo eso es la literatura. Todo eso nos permite la literatura. Y Nora Strejilevich, la mujer que cambia todo cuando sonríe, nos da eso: nos ofrece un testimonio que pone en valor las hilachas del alma que no se deshacen, flamean para siempre en la memoria.