Página/12 en Rusia

Desde San Petersburgo

Nadie que haya visto esa obra maestra que es El arca rusa (2002) puede dejar de asociar el nombre de su director, Aleksandr Sokurov, con el legendario Palacio de Invierno y con la imponente ciudad sobre el Neva que gira a su alrededor. Y nadie mejor que el gran Sokurov para iniciar tres intensísimas jornadas dedicadas al cine ruso actual, un coloquio organizado por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) en el marco del Forum Cultural de San Petersburgo. Que a su vez este encuentro tenga como sede a los legendarios estudios Lenfilm, allí donde nació el cine soviético revolucionario, con Serguéi Mijáilovich Eisenstein a la cabeza, le da al coloquio un aura muy especial. Es como si toda la historia del cine ruso estuviera reunida bajo una misma, inmensa cúpula.

No es que Sokurov sea precisamente un representante de la cultura oficial. Muy por el contrario, el director de Fausto (2011), por el que obtuvo el León de Oro de la Mostra de Venecia, viene teniendo hace ya tiempo serios enfrentamientos con la burocracia del gobierno de Vladimir Putin, al punto de que en julio pasado, por presiones del Ministerio de Cultura, que lo acusó de “malversación de fondos” –un cargo luego desestimado-- estuvo a punto de cerrar su fundación, denominada Primer Inotnatsii (Ejemplo de entonación), que fomenta el cine ruso independiente y que funciona a la vez como un taller de cine y un semillero de nuevos talentos. “Es una situación muy complicada, los últimos cinco años han sido los más difíciles, pero seguimos resistiendo, con la ayuda de Lenfilm”, responde Sokurov a Página/12, presente en el encuentro.

Desde que Sokurov salió públicamente en defensa de su colega Oleg Sentsov, un cineasta ucraniano condenado a 20 años de prisión por acusaciones de terrorismo, en un juicio que Amnistía Internacional consideró “deliberadamente defectuoso”, no ha hecho sino complicarse la vida. Hace casi un lustro que él mismo no filma (su última película fue Francofonía, en 2015), pero lo hace feliz su taller de cine, del que están saliendo los mejores cineastas rusos del momento, gente muy joven como Kantemir Balagov, que ya presentó sus dos primeros largometrajes en el Festival de Cannes, donde fue premiado tanto por su opera prima Tesnota (2017) como ahora por Beanpole (2019), o Alexander Zolotukhin, que en febrero pasado fue la revelación de la Berlinale con Una juventud rusa.

Ambos, junto a otros alumnos de su taller, estuvieron junto a Sokurov en Lenfilm y también mostraron sus magníficas películas. “Es verdad, yo por ahora no estoy filmando, pero de alguna manera es como un sueño, ayudar a gente joven muy talentosa a que haga sus propios films, a la vez que yo también aprendo de ellos”, afirma Sokurov. “Yo soy su maestro, es cierto, pero como se ve en sus películas ellos hacen sus propias elecciones, aprenden a ser libres de cualquier autoridad, empezando por la mía. No espero ningún tratamiento especial. No se supone que repitan o reproduzcan mi trabajo. Más bien, todo lo contrario. Pero a la vez, en cada debut, hay algo que siento como mío, a lo que yo le dediqué mucho tiempo, le dediqué mi conciencia y mi dignidad. Porque el objetivo del taller es una educación de calidad, integral, fuerte e independiente, que vaya más allá de lo estrictamente cinematográfico”.

Para Sokurov, “lo más importante es nuestra fuerza interior. La situación es que mis estudiantes están trabajando en la pobreza. Nos faltan equipos, nos faltan recursos y estamos buscando dinero, lo más difícil, porque ya tenemos tres, cuatro, cinco nuevas películas listas para empezar a ser filmadas. Y hay otros guiones en marcha. Por eso soy tan optimista, a pesar de que me advirtieron de que si me dedicaba al taller iba a dejar de filmar, cosa que es cierto”, agrega el cineasta, de 68 años.

“Mi elección de vida quizás fue un error”, afirma el cineasta que desde 1974 a la fecha hizo más de cincuenta films, entre ficciones, documentales y cortometrajes. “Quizás debí haber sido médico, o ingeniero, pero hace tiempo que mi barco ya zarpó en una dirección y ya no tengo vuelta atrás”, admite el director, no sin cierta melancolía.

Sokurov reconoce que se sigue alimentando de la cultura del pasado (“Dickens, la literatura latinoamericana, ninguna de esas lecturas me es ajena”) pero mira hacia el futuro: “No me avergüenza el cine soviético, todo lo contrario, tuvimos decenas de cineastas de primer nivel. Pero la llamada Cortina de Hierro muchas veces impedía que nuestras obras se vieran más allá de nuestras fronteras. E incluso dentro de las nuestras. Pero mi optimismo radica en que vivo en un país inmenso, de una diversidad que nos dará un cine como nunca antes se conoció. Es algo que va más allá de la Federación Rusa, que tiene que ver con nuestra madre patria, con nuestra esencia dramática. Nosotros los rusos perdimos nuestro rumbo, debemos dejar de buscarlo en Europa, tenemos que hacernos nuestras propias preguntas existenciales”.

Para Sokurov el problema radica en que “confiamos demasiado en el progreso, pero no sabemos las implicancias de cada nuevo paso. Estamos perdiendo la esencia de cada ser humano y con ello sentimos también la pérdida nuestras identidades nacionales. Empezamos hace mucho tiempo adorando la carrera espacial, sentimos la fascinación por el espacio exterior, y dejamos de ver a nuestra madre tierra, que se ve tan bella desde el espacio pero a la vez es tan pequeña y tan frágil. La olvidamos.”

¿Y el cine como arte? ¿Está desapareciendo? Sokurov insiste en su optimismo, quizás porque llegó a Lenfilm acompañado por la mayoría de sus alumnos. “Tengo plena confianza de que el arte está allí, que hay que encontrarlo y difundirlo. Pero los grandes festivales de cine traicionaron su misión, que es la de darle visibilidad a estas películas, para privilegiar todo aquello que tiene que ver con el mercado. Los festivales tienen que tener un fin superior. Y cuando vamos con nuestras películas a un festival no vamos detrás de los premios, vamos porque queremos dar a conocer nuestras obras. Y porque también necesitamos de una crítica de cine que nos ayude a reflexionar, a pensar si vamos en la dirección correcta. No nos interesa que nos cuenten el argumento o nos digan si les parece que una película es buena o es mala. Queremos que la crítica vaya más allá, que ayude a pensar el alma del cine”.

El corolario de la jornada Sokurov fue la proyección de uno de sus cortometrajes menos conocidos, Zhertva vechernyaya (Sacrificio crepuscular), filmado en la entonces Leningrado el 1° de mayo de 1984, pero que tuvo cierta difusión recién cuatro años más tarde, cuando gracias a la Perestroika comenzaron a desempolvarse de los estantes cantidades de películas que habían sido censuradas. Para el crítico ruso Andrei Plakhov, que en aquel momento se ocupó de descubrir y liberar infinidad de películas (entre ellas las del propio Sokurov) y ahora fue el moderador de este encuentro con el director, se trata de “un film todavía relevante hoy en una nueva circunstancia histórica”. No hace falta que mencione expresamente a Putin.

En la presentación de su documental de apenas 20 minutos, Sokurov señaló que “retrata un acontecimiento muy simple, que siempre me impresionó mucho, el de los festejos por el Día del Trabajador, pero que yo asocio a una memoria emocional. No creo en la verdad absoluta. Creo en la verdad emocional, en la verdad subjetiva”. Su corto no podría ser más representativo al respecto. Comienza con la salva de cañonazos que saluda sobre el río Neva el nuevo día, pero el fragor de esos estruendos bélicos se ocupa de enmudecer cualquier discurso. Apenas si se ven las vainas servidas en el piso de esos vanos disparos de fogueo. Los fastos oficiales quedan fuera de campo.

Por la célebre avenida Nevski (esa de la que ya en 1835 Gogol decía que “No hay nada mejor que la avenida Nevski, y para San Petersburgo lo es todo”) ríos de gente se desplazan en una y otra dirección, sin orden ni concierto. Se ven hombres y mujeres jóvenes gritando y bailando, con una felicidad no tanto impostada como quizás impuesta por ellos mismos. Es un día festivo y hay que celebrar, como sea, lo que sea. Unos altoparlantes propalan una canción patriótica, pero de pronto, mientras cede la luz del día, en la emblemática esquina del Café Singer, con la catedral de Kazan de fondo (por entonces reconvertida en un museo), algunos comienzan a bailar twist y suena “Can't Buy Me Love”, de los Beatles. Se escuchan sirenas policiales y se ven las luces intermitentes de los patrulleros. En la banda de sonido entonces Sokurov impone su propia música: un salmo religioso ortodoxo que se impone con su gravedad a todo lo demás.

 

La copia digital que se vio de este Sacrificio crepuscular dejaba mucho que desear. El tono sepia original había pasado a ser un blanco y negro borroso. Sokurov pide disculpas a los asistentes al coloquio y a sus alumnos. “Mis trabajos en video se están perdiendo casi todos, no hay recursos para salvarlos”, informa de modo neutro, no exento de resignación. Para entonces, afuera de los estudios Lenfilm, el crepúsculo de San Petersburgo ya se había vuelto noche y, como la niebla que cubre el cielo, un nuevo salmo da la impresión de apoderarse del espíritu de la ciudad.