“El sábado a la noche me percaté de que la foto de mi padre circula por toda la casa”, escribe Daniel Merle en su blog. “Alguien me dijo, muy sabiamente, dejala circular. La foto va y viene como por arte de magia. Esa noche la encontré en la cocina, pero bien podía estar en la mesa de luz o incluso sirviendo de señalador en algún libro, bajo una pila de papeles o dentro de mi agenda. Es un recuerdo descuidado. Cada vez que la veo no puedo dejar de pensar, aunque sea por un momento, en la cara que tenía mi padre cuando era un bebé y el modo en el que mi bisabuela lo sostenía erguido”. Esa foto que deambula y surge cuando el fotógrafo menos se lo espera trasunta en cada aparición, además de la ausencia, una soledad. Pero, me preguntarán, cuál es la relación entre esa foto, una familiar, y lo social, es decir, lo político. Esa foto que sale y entra de la mirada de un hijo, según Merle, está dirigida a la “responsabilidad indelegable” que tiene la fotografía de ser un instrumento de la memoria. Y redondea: “El tema es la memoria”. La definición, creo, va más allá, apunta hacia la conjunción entre el ahora mismo (el instante de disparar la cámara) y la fugacidad (el miedo a que el instante de la visión se pierda), y en la misma conjunción, late el deseo de disolver la soledad compartiendo esa visión con los otros. Por un lado, la foto deviene ese insight proustiano de la magdalena, "algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero que va ascendiendo lentamente". Por otro lado, y este es el caso, la foto es disparadora de una escritura, la del diario personal, una escritura meditativa y por qué no teórica sobre la mirada como acto de creación. Puede que este y no otro sea el eje de su sensible e inteligente “Mala memoria, diario de un fotógrafo” que publicó hace nada la editorial Arte x arte.

Ustedes deben haber visto, sin saberlo, fotos de su autoría que lo acreditan como reportero de situaciones extremas donde la violencia represiva pone en riesgo la vida del prójimo y también la del profesional que registra el hecho. Merle ha sido también editor de fotografía de La Nación trabajó para Reuters y The New York Times, cofundó el Nano Festival de Fotografía y durante diez años mantuvo el blog del cual este libro es apenas una modesta selección de su labor. Se trata de uno de esos escritos personales que uno puede sentir clarificadores para la propia actividad aun cuando su autor proviene de una práctica distinta a la de uno. Intento explicarme: este libro de Merle es un diario de confesiones, anécdotas, análisis de imágenes,frustraciones y hallazgos, ideas sobre la mirada, el arte de ver y también la problemática del compromiso. A su modo, trascendiendo lo privado, Merle es dueño de una honestidad capaz de evocar su reacción ante un autorretrato del noruego Bjorn Sterri, que lo hizo llorar como un pavote. Su lectura, acceso a la intimidad, refleja también el ansia por compartir sus dudas sobre el oficio y la vida. El diario entonces pasa de ser la admisión de la soledad y la necesidad de conectar eso desgarrado en cada uno con los otros, el angst contenido, y establecer así un contacto imprescindible, acto de comunicación que pretende cortarla con el estado de desamparo individual, especialmente en un tiempo como este donde la subjetividad se encuentra colonizada a través del aislamiento impuesto por las leyes del capital. Así como John Berger anotó que “las fotografías sirven para recordarnos lo que olvidamos”, Merle, en la misma dirección, anota: “el arte siempre es político. Cuando estamos rescatando el retrato partido de nuestros abuelos también estamos emitiendo un mensaje político, y ese mensaje es una botella (vacía) tirada al mar”.

Sorprende en este diario la mesura de su prosa, una sencillez que se presta con docilidad a poner en tela de juicio tanto las afectaciones de las vanguardias como las miserias del fotoperiodismo de guerra “producido”, además de las pretensiones de arte conceptual: “La fotografía actual se ha vuelto conceptual más que espontánea” denuncia Merle. Su posición y toma de partido es clara en la defensa de la función narrativa del uso de una cámara cualquiera sea. Porque de lo que se trata, sostiene, no es tanto la obsesión por la técnica como de fotografiar la experiencia. Así como puede resultar trascendente el rostro de Julio López, también puede serlo, dependiendo de su enfoque, un retrato cualquiera, enfoque que depende no sólo de lo que vemos en la foto sino de lo que la foto ve en nosotros, lo que nos transmite.

El diario asimismo se propone a la vez como lectura de taller y texto programático en lo teórico. Insisto, en este punto, en que sus experiencias cotidianas, aún las de neurosis y obsesiones cotidianas, son aplicables, si se quiere, como preceptiva, y sirven tanto a quien pinta como a quien compone música, eso que decía de ciertos libros personales que provienen de una disciplina ajena a la propia. Su enumeración generosa de fotógrafos es aluvional y despliega un conocimiento apabullante de este arte que arrancó en el XIX. Durante la lectura fui buscando en internet aquellos que no conocía, los más. Y volví a repasar tanto la historia de Robert Frank, a quien Merle reporteó hace unos años, y la influencia siempre paradigmática de Walker Evans: "Mirá fijamente, curioseá, escuchá a escondidas. Morí sabiendo algo: no estarás aquí por mucho tiempo", decía Evans.

 

Pero una pregunta queda picando. Tanto Adriana Lestido como Marcos Zimmermann, sus colegas destacadísimos de este arte han incursionado en la escritura. A Lestido no le bastó con alucinarse en el abismo de “Antártida negra”. También debió registrar su peregrinación a la intemperie absoluta en un diario. A Zimmermann no lo conformó retratar en “Argentinos” a los seres sin visibilidad que integran el vasto y desconocido mapa nacional. Y le incorporó a sus imágenes breves apostillas narrativas ¿Cuál es el sentido de una foto si su hacedora o hacedor siente que no consigue captar en su esencia la intemperie blanca o al ser marginado? ¿Qué no pudieron transmitir, qué les faltó “contar? La pregunta sería tal vez qué persiguen estos consagrados de la imagen en la palabra ¿Acaso no confían en su arte? Lestido, Zimmermann, y ahora Merle, vienen a plantear con sus escrituras otra cosa: la conciencia de los límites de su lenguaje una búsqueda de sentido en otro. Ejemplos inversos y equivalentes serían, por ejemplo, las pinturas de Gunther Grass y los dibujos del mencionado Berger. En efecto, la complementariedad que puede hermanar imagen y palabra, lo que queda sin decir de una y reclama una búsqueda en la otra, es decir, la lúcida desconfianza en la reclusión de creerse que el propio arte excluye otras comprensiones y perspectivas de la belleza.