Quien haya conocido en primera persona –especialmente durante su juventud– los tempranos años 90 recordará, con melancolía y un dejo risueño, las visitas a las disquerías de galería, templos de las grabaciones en TDK 60 o 90 (si se tenía plata, de cinta de cromo o metal). Compilaciones de temas variados que podían hacer las veces de dj pre formateado, ideal para una fiesta de bajo presupuesto, o bien suplir las desprolijas misceláneas tomadas en préstamo de un programa de radio. La ópera prima de la argentina Ana García Blaya incluye, como uno de los espacios de tránsito y permanencia de los personajes, uno de esos locales ya extintos, en los cuales los discos de vinilo no eran el más reciente y oneroso grito de la moda analógica sino los últimos dinosaurios con vida antes de una muerte anunciada, pero que nunca ocurriría. Ese pequeño detalle no es el único elemento que surge de los recuerdos de la realizadora: Las buenas intenciones es, en buena medida, una historia autobiográfica en la cual la memoria personal es tamizada y reconvertida en ficción. “El guion surgió durante un taller de escritura dictado por Pablo Solarz hace diez años”. García Blaya recuerda así el origen de un proceso que pudo haber tenido otro final, no tan feliz: el arcón de aquellas cosas que se escriben y nunca más se vuelven a leer. “Era un ejercicio, en realidad, en el cual Pablo intentaba explicarnos cómo crear una historia a partir de una sola imagen. Lo que se me apareció en la cabeza fue el ojo de una nena que se abría al despertarse en una casa completamente desordenada. Un living el día después de una fiesta en la casa de su padre. Así empezó, como una catarsis psicoanalítica importante. Un recuerdo lejano de un fin de semana como cualquier otro, cuando la pasaba en la casa de mi viejo. Ese texto fue concebido como un libro cinematográfico, pero fue recién cinco años más tarde, después de la muerte de mi papá, que mi hermana me empujó a presentar el guion en diversos lugares. Cuando salió ganador en un concurso del INCAA comenzó a suceder todo”. Luego de circular con éxito en festivales de cine como Toronto, San Sebastián, Oslo y Mar del Plata, Las buenas intenciones –un nada típico relato de crecimiento, relleno con un enorme corazón de sabores agridulces– tendrá su estreno local dentro de diez días, el segundo jueves de diciembre.

Mamá y Papá están separados. Amanda, la mayor de tres hermanos, de unos once años, alterna los lunes a viernes en el colegio y en la casa de la primera con los fines de semana en la disquería y el departamento que su padre esté ocupando en ese momento. Javier Drolas es el encargado de ponerle el lomo a Gustavo, el personaje masculino central, basado en el padre de la directora, el músico Javier García Blaya, compositor, cantante y líder de la banda Sorry. Jazmín Stuart, en tanto, encarna a la madre de la joven protagonista quien, ya en pareja con otro hombre, anuncia que las posibilidades económicas son más apropiadas en la ciudad de Asunción del Paraguay que en esa Buenos Aires previa al uno-a-uno. Amanda (notable debut de Amanda Minujín, hija de Juan Minujín, a quien se le reservó un pequeño papel secundario) escucha la noticia como quien recibe un golpe de espada que la apretuja contra la pared. ¿Debo quedarme o debo irme? ¿Alejarse de Papá y vivir con Mamá en un país extraño o, por el contrario, quedarse en “casa” y extrañar a mares al resto de la familia? Gustavo filma escenas hogareñas con una camarita VHS y el montaje de Las buenas intenciones incluye algunas de esas imágenes, filmadas hoy en día con el reparto de actores y actrices del film. Pero el espectador atento detectará de inmediato que los rostros mutan y que, de pronto, se transforman en otros: Amanda en Ana y Gustavo en Javier. “En un primer momento, el archivo en VHS se usó para que el director de arte y la vestuarista tuvieran referencias visuales”, continúa García Blaya, nacida en 1979. “Y, como intuía que el presupuesto no me iba a alcanzar para filmar unas escenas que transcurren en la playa, tal vez podrían servir para usarlas cerca del final. Cuando comenzamos a editar la película sentí que faltaba algo, aunque no sabía bien qué era. Y al comenzar a incluir algunas de esas imágenes reales, como un ejercicio o prueba, nos dimos cuenta de que ese elemento le aportaba una capa más de interés a la historia, un anclaje en la realidad que dialogaba con la ficción y le sacaba presión”.

 

Las peleas entre padre y madre nunca llegan a subir demasiado de tono, pero la creciente falta de paciencia y tal vez cierto hastío se evidencian cada vez más, en particular desde ella hacia él. Gustavo, en tanto, continúa alternando las picaditas de fútbol, las salidas nocturnas y algún que otro romance sin compromiso con el cuidado de Amanda. Un cuidado que, por momentos, parece estar a punto de perder el sentido etimológico de la palabra. “Yo era una niña y no tenía encima la presión de la época, la crisis económica. Y me divertía mucho. Mi papá era un tipo sin demasiada plata pero con mucha creatividad y nos llevaba a muchos lugares, a recitales y a las fiestas de sus amigos, toda gente muy divertida. ¡Era más joven que yo en este momento! Ahora veo todo eso y pienso que estábamos en manos de un tipo que… quizás estaba fumado el cincuenta por ciento del tiempo. Pero igual me sentía cuidada por un adulto responsable. Por ahí no nos bañábamos ese fin de semana, pero lo vivía como algo seguro.” En la banda de sonido de la película suenan varios temas de Sorry –banda activa en la primera década del siglo XXI, pero que la realizadora traslada a los años 90 por necesidades dramáticas–, pero también otros de Charly García (la famosa versión del himno nacional), Flema y Los Violadores. De ser más económicos los derechos autorales, seguramente se escucharían otras canciones, no nacionales y muy paradigmáticas, de aquella era. ¿Cómo sostener cierta ligereza ante una situación que la mayoría de los niños viviría como algo absolutamente traumático? “Es que así era la vida. Yo, al menos, lo vivía así. Cuando éramos chicos era reírse de todo, de las cosas que él hacía mal o las que salían mal por sí mismas”. Ana García Blaya no quiere revelar el final de la película, que se detiene y termina luego de una toma de decisión: la de una niña que debe crecer de golpe y un poco a los porrazos. Pero confirma que, en la vida real, se fue a vivir tres años a Paraguay, antes de regresar definitivamente a su país de origen. Su hermana menor volvió mucho tiempo después y su hermano todavía vive allá. “Con la película no quería hacer ningún juicio de valor. No quería juzgar ni a mi papá ni a mi mamá. Pero esa noche en la que tuve que decidir qué hacer fue lo más doloroso que me pasó en la vida”. La escena, en la ficción contenida por la pantalla de cine, logra que en la garganta del espectador aparezca un nudo, una de las tantas virtudes de una película con la sensibilidad a flor de piel y la sensatez necesaria para que las emociones surjan de manera espontánea y sincera.