Haber estado ahí es algo extraño, angustioso y alucinante. Y lo peor es que hubo que estar allí para estar allí. Ni el viento ni el sol terminan de soplar ni de sellar las heridas que todavía están ahí, en un descampado o encima de un tendal de mugre. Detrás de una guarnición militar, al lado de una iglesia, a pocas cuadras del comando de la policía, a espaldas de edificios patrimoniales, cercado por autopartes y talleres mecánicos, y en las postrimerías de la popular feria San Victorino, se encontraba uno de los mayores territorios sin ley del mundo: el Bronx colombiano.

En la alcaldía de Bogotá, dentro del área metropolitana, una manzana (o una L imaginaria) que comprendía las calles 10 y 9 con las carreras 15 bis y 16 concentraba la mayor actividad criminal que se recuerde en el planeta. Una pared rezaba “Cristo te ama”. Algunas personas se revolcaban en la basura. Los neumáticos impedían el paso. La policía no entraba ni se asomaba. El Bronx se convirtió en un ghetto con sus propias leyes, comprimidas al calor de la extorsión, el secuestro, la desaparición, la violación, la tensión de las mafias por el control del lugar, la connivencia paramilitar, la miseria humana, la basura, el alcohol barato, la prostitución, el tráfico infantil, la producción y la venta de drogas, y un negocio de millones de dólares.

Los capos (llamados ganchos) manejaban el lugar y se lo dividían estratégicamente. Mientras tanto, sus lugartenientes (los saiyayines, con referencia directa a Dragon Ball Z) cuidaban las esquinas y el ingreso al lugar. Los vendedores (jíbaros) administraban cientos de bolsas de bazuco por minuto. De hecho, dentro del Bronx existían sistemas de seguridad propios. No entraba ni salía cualquiera. La única forma de hacerlo era bajo una referencia: alguien local que daba una venia.

El hermetismo del Bronx no permitía reportar muertos. Los cuerpos eran tirados a su suerte. Y, para que no se denunciaran desapariciones desde adentro, los cuerpos se limpiaban en bañeras con ácido. Fundían a las personas. Los cocodrilos masticaban carne humana. Los perros salvajes desgarraban a sus víctimas. Caldos humanos, sed de mal: el Bronx de Bogotá fue el barrio más peligroso del mundo.

El lugar donde todo horror era posible

Durante los gobiernos de Enrique Peñalosa se hicieron dos intervenciones militares-policiales acompañadas por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, dependiente de la Secretaría de Salud. Sucedieron en 1999 y en 2016, en dos momentos diferentes de su gestión, y ambas se dieron dentro de procesos políticos complejos. Para desarmar las organizaciones criminales que latían dentro del Bronx, se hicieron largos trabajos de inteligencia que terminaron en la intervención de 2000 policías. Allí encontraron gente que llevaba más de 10 años desaparecida. Allí, la mirada desorbitada de una población adormilada. Allí, entonces, el horror donde todo –todo– era legal.

Más de 90 edificios tomados. Música alta, escudos del Atlético Nacional y del América de Cali, compra y venta de productos robados, discotecas para niños (chiquitecas, espacios generados para la pedofilia), humedad y subastas de cuerpos. Personas fumando 24 horas al día, los 365 días del año. Olor a desesperación, olor a muerte. Dentro, muchos niños y adultos. En su mayoría adictos. Se habla de unos 5000 indigentes.

En la composición arqueológica del Bronx convivían bares, billares, tragamonedas, licorerías y todo lo relacionado con los vicios. Y una fuerte población flotante de 10 mil consumidores que entraban y salían. Algunos buscaban habitaciones a cambio de una paga diaria. Otros robaban para conseguir drogas y terminaban en el vagabundeo. Además, existían algunos mandados que eran pagados con drogas. Y en ese infierno, se canjeaban sustancias (principalmente bazuco) a cambio de desaparecer cuerpos o secuestrar niños para su explotación sexual.

Los “Ángeles Azules” que iniciaron el proceso de trabajo social tuvieron la tarea de buscar a estas personas y completar los procesos de rehabilitación. “Se busca que la persona se reinstale nuevamente”, dice Mónica Ramírez Hartmann, gerente del proyecto Bronx Distrito Creativo y directora de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, una entidad pública y distrital dedicada al fortalecimiento cultural de Bogotá.

En aquel entonces se les hicieron a los habitantes de calle ofrecimientos médicos y rehabilitaciones. De todos los habitantes del Bronx, solo unos 500 aceptaron esta salida. “Los demás fueron libres de salir”, dice Ramírez Hartmann. Después de la intervención, a pesar de haber desbaratado estructuras criminales, llovieron las críticas: “Ahora los regaron por todas partes”, sacudían los bogotanos. Esa intervención evidenció la problemática de calle. Y significó un período de crisis para el alcalde Peñalosa.

A la alcaldía le tomó tiempo encontrar a los verdaderos dueños de los edificios, ya que eran ahuyentados por las mafias. Los propietarios no tenían chance de cobrar regalías por sus viviendas, ni de recuperarlas. “No va a quedar nada en pie, se va a demoler todo”, apunta Ramírez Hartmann ahora, mientras se resiste a ingresar en uno de los pocos edificios que quedan en pie. A propósito, solo se conservaron tres para resignificar el casco histórico. La pretensión es reinyectarle una dinámica más moderna a la zona, que vuelva a estar habitada, viva y activa. La filosofía detrás de este proyecto es que “hay que darle contenido”.

Hace unos 20 años existía El Cartucho, un lugar que respondía a la misma dinámica, con asesinatos y vidas vulneradas, aunque con una criminalidad menos organizada que en el Bronx. Cuando ocurrió su intervención, muchos terminaron en este nuevo destino: justo al lado. “Incluso a los colombianos, que estamos acostumbrados a Pablo Escobar, el Bronx nos resultaba muy raro”, sorprende Ramírez Hartmann. Por eso se considera la intervención de El Cartucho como un error: no trajo una nueva dinámica al barrio. Y a su margen, este nuevo barrio cementerio terminaba abandonado a su propia suerte.

Hacia la reconquista del Bronx

Por estos días hay una oportunidad: reincorporar ese espacio a la ciudad. El proyecto es emplazar un distrito creativo y aumentarles el volumen a esas actividades, ya que uno de los principales bastiones de Bogotá son las economías naranjas, que corresponden a las industrias culturales y representan el 5,3 por ciento del PBI de la ciudad. “El 60 por ciento de las economías naranjas de Colombia las pone Bogotá”, comenta Ramírez Hartmann. La intención es redensificar esta parte de la ciudad, hacer una renovación urbana y volver a traer habitantes al centro. Se habla de un presupuesto de 60 millones de dólares para ejecutarlo. Dinero que, en su mayoría, fue destinado a comprar el suelo del Bronx.

Se licitarán unos 12 mil metros cuadrados para que un privado construya y cuente con un presupuesto de 45 millones de dólares para invertir en generar el distrito creativo. ¿A cambio? El desarrollo del espacio. Todavía no se adjudicó esa demanda. “Queremos generar una oferta cultural para llamar la atención del Bronx y lograr un buen mix de proyectos”, agrega Ramírez Hartmann.

Cuando ocurrió la última intervención, la policía encontró una postal repetida: entre brujerías y santerías, grupos de 20 personas hacinadas en departamentos de cinco metros fumando bazuco. Y así fue como, durante 20 años, en la localidad de Los Mártires, el barrio Voto Nacional fue conocido como el Bronx, el barrio más peligroso del mundo. Hoy hay un baldío, un desnudo que expande las venas abiertas de esa caldera del diablo que espera dar una vuelta sobre sí misma y convertirse en el corazón del ecosistema creativo de Bogotá.