El paisaje ahora estaba manchado del rosado de las hortensias, del reflejo del río entre las ramas quietas de los sauces y al costado de la ruta empezaban a aparecer las mujeres sentadas, con el pelo largo, abundante y enredado, que vendían sus cestas de caña, firmemente trenzadas con cintas vegetales de verde clarísimo y marrón casi blanco, marfileño. Estaban silenciosas con sus hijos correteando alrededor y peligrosamente cerca de la ruta. Mujeres y cestos, sauces, chicos y cruces. Gaspar quiso saber sobre las cruces, los chicos morenos y pequeños, desnutridos, no le interesaban. Son de gente que se murió en la ruta, en accidentes. ¿Están enterrados acá? No, se las ponen de recuerdo, están enterrados en el cementerio como todo el mundo.

Como todo el mundo no, pensó Juan, pero era demasiada información para esa mañana. Junto al cartel que decía Bella Vista 80 km había una cruz enorme, blanca, decorada con papel crepe rosado, varios rosarios y cintas para envolver regalos. Una cruz reciente, con su decoración intacta, que todavía no habían desteñido el calor ni la lluvia. Un muerto reciente. ¿Cuánto faltaba para que Gaspar viera a alguno? Él estaba viajando cerrado: no quería ver a un atropellado tambaleante en la ruta después de ver a Rosario en la camilla de metal de la morgue, los fémures partidos que habían roto la piel de las piernas y asomaban rosados de sangre, la cara hundida por donde había pisado la rueda; parece una medialuna, había pensado, porque así se veía desde donde él la miraba arrodillado en el piso porque no podía estar parado, los rasgos hundidos, la nariz destrozada, los ojos en algún lugar del cerebro y la frente y el mentón sobresalidos en casi una media circunferencia perfecta. La había tapado después de un rato, después de acariciarle los brazos intactos y las manos extendidas. Un médico o una enfermera le entregó una bolsita de nylon con los anillos de Rosario y sus pulseras carísimas. Juan no recordaba si el de la bolsita era médico o enfermera, varón o mujer, pero sí recordaba que le había preguntado a quién tenía que llamar. No sabía cómo continuar. La funeraria, el entierro, qué hacer. Y ella o él se lo había explicado con paciencia y claridad. Juan había tomado nota mentalmente, pero antes de hacer cualquier cosa, antes de llamar a Adolfo y Mercedes, de avisar a los guardias y a los abogados, paró un taxi en la puerta del hospital y dio la dirección del colegio de Gaspar. No podía hacer todos esos trámites solo. Entendía que no era su hijo quien debía acompañarlo en la organización de un funeral. Entendía que él debía ocuparse de todo y después tenía que consolarlo, explicarle con delicadeza la muerte de su madre. Sin embargo no le importaba lo que hacía la gente normal. Ni Gaspar ni Rosario ni él eran normales.

--¿Mamá no tiene cruz en la calle?

--No, en la ciudad no se usan.

--¿Por qué no?

--Es una costumbre de las rutas.

--¿Le podemos hacer una?

Gaspar se quedó callado, con las manos apoyadas en la guantera. Afuera, los árboles bajos parecían despeinados, desorganizados y eran definitivamente feos. Juan no se atrevía a pasar el camión que lo atrasaba y que apestaba a fertilizante. El camión dobló por un camino de tierra entre los árboles y la ruta se abrió a jacarandáes y ceibos; de pronto todo era violeta y rojo y Juan respiró hondo para controlar las palpitaciones que sentía en el pecho y el cuello.

--Gaspar, pasame el agua.

El chico le dio la botella de vidrio --originalmente era de gaseosa, de Crush, que a Gaspar le encantaba-- llena de agua fresca. La modesta heladera de telgopor funcionaba bien.

--¿Y eso qué es?

Juan miró hacia donde apuntaba Gaspar, que había vuelto al asiento de adelante y también tomaba el agua fría del pico.

--Éso es un santuario.

Disminuyó la velocidad para ver de qué santo se trataba: no era el Gauchito porque faltaban los típicos trapos rojos.

Era San Güesito.

Quién es, quién es, insistía Gaspar. Es un chico de tu edad, más o menos. Lo mataron unos borrachos. Por qué, ¿era malo? Los borrachos eran malos, no él. Vivía en la calle, era un chico pobre. En la calle no, en realidad, por acá, por la selva, cerca de la ruta.

Gaspar se quedó pensando, concentrado. No puedo decirle la verdad, pensó Juan, no puedo explicarle que al Güesito lo violaron antes de matarlo. ¿Entre cuántos? No se acordaba, alguna gente hablaba de cinco, otros de diez. Habían mutilado su cuerpo y habían usado su cabeza para rituales. Así lo encontraron, desangrado y sin cabeza al costado de la ruta, hacía más de veinte años. Estaba enterrado en el cementerio de Goya y su tumba estaba cubierta por todos los juguetes que no había conocido en vida.

--No quiero bajar –dijo Gaspar.

Juan coincidía con él. Tampoco le gustaba el Güesito ni su efigie, un muñeco moreno y medio desnudo con los ojos pintados en un estilo vagamente egipcio, delineados y ciegos. Le daba curiosidad qué habían puesto en la casita de ladrillos que lo protegía, pero mejor era seguir viaje.

 

Un cartel anunciaba 78 km. Podía llegar en una hora a Bella Vista y había tiempo de hablar con su hijo en el camino. Era más fácil en el auto: el movimiento parecía hipnotizarlo. Pasarían la noche en un buen hotel, en Corrientes. Lo necesitaba antes de intentar lo que planeaba. También necesitaba convocar cierto tipo de energía sexual que le iba a resultar difícil encontrar en estos pueblos. Podía dejar ese problema para después.