Alice –francesa de 36 años- agarró el bajo y recorrió los diapasones hasta encontrar un riff denso, casi hipnótico. Atrás de ella, el sueco Oliver se sentó en la batería y Serkan, de Turquía, empezó a dibujar melodías con la trompeta. La zapada no tardó en convocar a los tripulantes del barco Esperanza de Greenpeace en la cubierta de la popa, en una noche estrellada en la que ya se sentía el calor de Buenos Aires. Eran las últimas horas antes de llegar a puerto, después de la campaña por el Atlántico Sur de la que participó Página/12, y para muchos y muchas integrantes de la tripulación el final de un período de tres meses de navegación. Fueron 37 las personas que viajaron a bordo durante los últimos diez días, de 22 nacionalidades distintas, en un clima de mucho trabajo y activismo, siempre con una placidez contagiosa. Las historias de los tripulantes comenzaron en diferentes partes del mundo, pero en algún momento se cruzaron en el mar, a bordo de los tres barcos de la organización.

La tradición de Greenpeace en los océanos está reflejada en las fotos que cuelgan en los pasillos y salas del Esperanza. Algunas de las imágenes muestran al MV Artic Sunrise navegando entre pedazos de glaciar en el Ártico; al Gondwana, fuera de actividad desde 1994, con su casco rojo estridente también entre enormes bloques de hielo; el mítico Rainbow Warrior con sus velas desplegadas, embarcación que fue hundida en 1985 por un agente de los servicios de inteligencia franceses en la previa de una acción que la organización iba a impulsar contra las pruebas nucleares que Francia realizaría en el Atolón de Mururoa, en el sur del Océano Pacífico. En una de las fotos más antiguas, en blanco y negro, se puede ver a un grupo de activistas en Vancouver en 1971: son once personas frente a la vela del barco Phyllis Cormack, con el nombre de la organización escrito en mayúscula, el símbolo de la paz estampado debajo, los puños en alto y los dedos en forma de ve. Todos indefectiblemente hippies.


El océano, desde los hippies hasta internet

Andrés, mecánico chileno de 41 años y encargado de las lanchas, recordó que cuando él comenzó a navegar en el Rainbow Warrior II –que funcionó entre 1989 y 2011-, tuvo la suerte de trabajar “con los últimos capitanes y tripulaciones que eran de la onda hippie de la primera época, que andaban sin remera y descalzos en el puente”, la amplia cabina desde donde se comanda el barco. “Alcancé a vivir esa parte, sin internet a bordo, en la que todos se reunían en el deck a tocar guitarra o a leer, era otra la atmósfera. Después ya llegó internet a los barcos y la dinámica cambió un poco”, agregó.

Los y las trabajadoras de los barcos de Greenpeace no siempre llegaron por adhesión a la causa ecológica. Sí fue el caso de Andrés, que se acercó a la organización en 2002, al año de recibirse como ingeniero forestal, para colaborar con la campaña de bosques. Conoció la actividad en los barcos en un open boat, actividad itinerante en la que la organización muestra sus embarcaciones en diferentes ciudades del mundo. Allí conoció a Serkan, el trompetista turco, que entonces llevaba un solo viaje realizado. Andrés tendría que esperar dos años para integrarse a la tripulación: “primero fui de voluntario a la oficina de Alemania, estuve allí tres meses, después tres meses en República Checa en el equipo de acciones, y después dos años en Inglaterra. Allí era workhouse manager, preparaba los materiales para las acciones, todo lo que se necesita, era un trabajo de producción y de logística. Dentro de ese equipo, participé de muchas acciones en Europa que tuvieron que ver con ingresar a plantas nucleares en Francia. Después de estar dos años en Inglaterra me aburrió un poco el clima y ahí me postulé a los barcos. A la semana me llamaron y a la otra semana ya estaba embarcado”.

Andrés se ocupa del que los que tal vez sean los objetos más emblemáticos de Greenpeace: los botes. “Son las herramientas que utilizamos para ir a fiscalizar los barcos que encontramos, para realizar las acciones, para ir a abordar otro barco si es necesario”, apuntó el mecánico chileno. Esa carga simbólica demanda un trabajo técnico y creativo constante: “me mantiene activo todo el día. Las lanchas siempre tienen que estar operativas, cuando se rompen hay que repararlas rápido. Acá en el barco si se hecha a perder algo, si no se tiene el repuesto, se tiene que inventar, de algún lado tiene que salir. Esa es la parte entretenida de mi trabajo”, contó.

Con los barcos de la organización, Andrés recorrió 65 países, navegó todos los mares, cruzó tres veces el Océano pacífico, conoció el Amazonas, el Ártico y la Antártida. También pasó por situaciones críticas, como cuando estuvo preso en Israel o cuando le dispararon con balas de goma durante una acción en España. 

El momento más peligroso que recuerda fue en 2011, en el marco de una acción en el Mar Mediterráneo, cerca de Malta, contra la sobreexplotación del atún rojo. “La idea era hacer una acción pacífica, poner unas pancartas, y los pescadores no se lo tomaron bien. La reacción fue súper violenta. Fuimos para allá, mi lancha se enredó en un cabo que había en el agua, me chocaron con otra lancha, y hundieron mi lancha y dos más. Después me dieron con un gancho, me rajaron la campera, casi me matan”, relató. En pleno ataque, tuvo que dar la orden más temida: “¡Al agua!”. Gracias a eso sobrevivieron él y sus compañeros y compañeras, y pudieron seguir navegando.


Desde el mar de Finlandia

Mientras en la cubierta de la popa sonaba música en vivo, en el otro extremo del Esperanza, la joven finlandesa Karin comandaba la nave. El puente estaba a oscuras, solo iluminado por los radares y las estrellas que parecían estampadas en las ventanas de la sala. Le tocaba el turno que iba desde medianoche hasta las cuatro de la madrugada. La segunda a bordo tiene solo 26 años, pero navega desde hace casi diez. “Es muy tranquilo a la noche, el barco está en silencio, pero también se da la posibilidad de tener buenas conversaciones. Y están las estrellas”.

Karin nació en Jacobstad, un pueblo de 20 mil habitantes en la costa oeste de Finlandia. “Empecé a navegar cuando tenía 17 años. Fui a una escuela marítima en Finlandia. No estaba segura de lo que quería hacer, pero siempre me gustó navegar, entonces probé en la escuela marítima. Cuando era chica formaba parte de los sea scouts, ya desde entonces me gustaba la navegación. Mi hermano, que tiene diez años más que yo, tenía un barco y yo navegaba con él”.

Cuando se graduó como capitana, Karin empezó a trabajar en un barco de carga granelero de unos 60 metros de eslora. “Trasladaba grava y cosas por el estilo por el Mar Báltico y el Mar del Norte. Era un trabajo duro, trabajábamos muchísimo, todo el día, pero era divertido también”, recordó. Después pasó a un carguero más grande, pero sentía que eran trabajos que “no tenían mucho sentido. Llevaba la carga de alguien, simplemente para alimentar el consumo… ¿para qué?, ¿solo por plata? ”. “Empecé a buscar trabajos de expedición y una vez uno de los capitanes con los que trabajaba dijo que él, si pudiera elegir y si no tuviera una familia, trabajaría para Greenpeace. Así fue cómo me enteré que podía trabajar para la organización. Apliqué y me contrataron”, cuando tenía 23 años, recordó.

Los primeros años con la organización la llevaron a India, España, Brasil, el Ártico y la Antártida, y tuvo la posibilidad de navegar en los tres barcos de la flota: el Esperanza, el Artic Sunrise y el Rainbow Warrior III. “Greenpeace me abrió el mundo”, indicó. En la última expedición, se repartió los turnos con la tercera a Bordo, Simona, que nació en 1993 como ella, pero en Bulgaria, y con Rapha, el alemán que oficia de primer oficial. El capitán fue Sergiy, de Ucrania.

“Antes de trabajar acá, ya me preocupaba mucho la naturaleza. Para mí es mi casa y el mar siempre fue muy importante para mi”, sostuvo Karin. Después de más de dos años, mantiene el entusiasmo y quiere involucrarse más con la causa: “estoy preparando una presentación para la universidad en mi ciudad sobre Greenpeace y el activismo. Hay mucho conocimiento en el barco. En cada viaje conocés a distintas personas y aprendés muchísimo, por eso lo quiero compartir”. También espera “poder participar más de las acciones, lo cual es difícil porque tengo que priorizar mi trabajo. Por ahora tuve una chance en España, el año pasado”

Lo que más disfruta de la vida en los barcos de Greenpeace – que se divide en períodos de tres meses -, es la posibilidad de trabajar con personas de todo el mundo. “No sé cuántas personas en otros trabajos tienen la posibilidad de trabajar con 17 personas de diferentes países, es algo muy singular”, explicó, y luego destacó que, además, “es un trabajo que nunca se va a poner aburrido porque siempre hay campañas nuevas y se aprende todo el tiempo. Siempre aparece algo nuevo, como estos días cuando hicimos las filmaciones del fondo marino , o en la campaña anterior que usamos el helicóptero”.


La carga es el mensaje

El terreno en el barco del colombiano Luisfer –segundo ingeniero del Esperanza en la expedición- es junto a las máquinas. Lo supo desde que comenzó la Escuela Naval, tal vez al mismo tiempo que supo “que no quería ser milico, porque la disciplina militar y la filosofía militar no eran para mí”. Él se define como un aventurero. Nació en Bogotá, pero pasó durante su infancia y adolescencia pasó los fines de semana en la finca de su abuela en el campo. “Tuve el privilegio de tomar un vaso de leche recién ordeñado por mi abuela, de bajar las naranjas y las guayabas de la árbol yo mismo. Eso me ayudó a crecer con bastante conciencia sobre el medioambiente: mi abuelita era una loca que sin querer queriendo hacía todo orgánico, por el saber ancestral con el que venía, por la vida de autosubsistencia en el campo. Eso a mi me dejó muy marcado”. En 1996 empezó a trabajar en los barcos de Greenpeace y logró hacer coincidir sus tres pasiones: el mar, la ingeniería y la naturaleza. Pero entrar en la organización no le resultó fácil.

Sentado en su camarote, con música de Choc Quib Town de fondo y tazas de café colombiano en la mesa ratona, recordó aquella búsqueda. Estaba a mitad de camino de su último viaje con la escuela naval, en 1991, cuando llegó a sus manos una revista de El País, de España, en el que había un artículo de Greenpeace. Desde entonces, cada vez que llegaba con los barcos en los que trabajaba a ciudades en las que había oficinas de la organización, iba a presentar un currículum y llevaba una bolsa de café de su patria.

Años después empezó a mandar faxes y también emails, hasta que a principios del `96 llegó a una oficina de Greenpeace en Estados Unidos – con su bolsa de café – y le dijeron que ya sabían de él. “Me mostraron un mensaje que decía que necesitaban tripulaciones, les hacía falta ingenieros. Yo todavía estaba embarcado en un barco de carga. Pasaron dos meses y nada, no me contactaron. Había terminado mi viaje con ese barco de carga y me estaba preparando para aplicar a una beca en Japón, en el tema de protección ambiental en el ambiente marítimo. Me llamaron en octubre de 1996. Fue un jueves: ‘¿puedes estar aquí el próximo domingo? Te necesitamos en Vancouver`”, recordó. Dijo que sí, aun sin saber cuál era el salario.

Pasó cinco años en Greenpeace hasta que tuvo su “bautismo de fuego”, cuando bloquearon el puerto de Long Beach en Los Ángeles. “Cerramos el puerto y tuvimos un barco parado por tres días, un barco que venía con pulpa de papel de los bosques de Canadá, que estábamos tratando de proteger. Ahí se da cuenta uno que todas esas campañas en general son de efecto de mediano y largo plazo, no se dan cosas instantáneas. Nuestra lucha es desde lo simbólico, es transmitir información e imágenes, mensajes, para denunciar y generar conciencia”. A Luisfer le gusta decir que antes, en los otros barcos en los que trabajó, llevaba cargas, y ahora la carga es el mensaje.

El colombiano es un hombre lleno de energía, que parece irradiar mientras recorre el barco. Esa capacidad también se refleja en su optimismo, en el hecho de ver que un cambio de conciencia respecto al medioambiente está en marcha: “se ve en las generaciones nuevas. Entre más chiquitines se nota cómo vienen con el chip cada vez más mejorado, son unos maestros increíble y van abogando por eso. Están protestando por el futuro que les estamos quitando”. “Es cuestión de destruir esos edificios de pensamiento que se presentan como la única posibilidad, como que solo existe un modelo económico que ha sido súper destructivo, porque se basa en que los recursos son infinitos, lo cual es la principal mentira. Los recursos tienen que ser renovados, hay que respetar y vivir según el ritmo de la naturaleza”, reflexionó.


Una voluntaria en cubierta

Dentro del equipo que trabaja en la cubierta hay una sola mujer: Alice. Su rutina se completa con todo tipo de tareas: limpieza de máquinas y mantenimiento, pintura, reparación de piezas, logística para las acciones, manejar las lanchas. El barco es una máquina en restauración constante y este equipo de siete personas es el encargado de renovarlo, día a día. Alice trabaja mucho, en silencio, feliz. “Estoy aquí como voluntaria, me embarqué en el Esperanza en octubre en Guyana Francesa. Es la primera vez en una expedición de Greenpeace, nunca antes estuve en estos barcos. Soy muy afortunada de estar aquí porque para mi es la primera vez que puedo trabajar en un ambiente tan rico e intenso”, señaló.

Cuando Alice recibió el email de la organización para invitarla a sumarse al viaje, hacía trabajos de cubierta en yates privados. “En el yate era muy aburrido porque tenías que mantenerte servil hacia los dueños del barco, responder a todas sus demandas. Era simplemente una sirviente de gente rica. No era interesante, no había actividad. No compartía nada con esas personas; no tenían ningún propósito ni interés, simplemente daban vueltas y pedían cosas”, contó. Estaba a punto de firmar un contrato de largo plazo en el yate. El 20 de septiembre tocó la puerta del capitán y le dijo que había recibido una propuesta inmejorable, y le presentó la renuncia. A los pocos días voló de Marsella a Guyana, y se embarcó en el Esperanza.

“Tengo 36 años y esto es como una segunda vida para mi”, afirmó. Como el tiempo que lleva en el barco es poco, siente que todos los días aprende algo diferente y siente “que estoy disfrutando todo lo que pasa en el barco”. “Obviamente durante la campaña lo que más disfruto es cuando bajamos las lanchas, navegar en el mar abierto en los botes para las acciones, pero también disfruto las tareas de la cubierta”. Pero además del trabajo concreto, para Alice lo más rico del barco de Greenpeace es el clima que se genera, “con personas con la cabeza tan abierta, que comparten el mismo objetivo; cada uno se compromete de distinta manera, pertenecen a diferentes nacionalidades, pero es la misma lucha”. Un clima que, finalizada una jornada de arduo trabajo en la cubierta, se relaja al ritmo hipnótico del bajo, mientras el Esperanza atraviesa a nueve nudos una noche estrellada, en algún punto del Océano Atlántico. O de cualquier otro océano del mundo.