Hace varios años que los Oscar están ligados al sufrimiento, probablemente la misma cantidad de años que las nominaciones y premios a la diversidad -que siempre es una diversidad sufriente- coparon las ternas de nominados y barrieron con el cine espectacular, de superproducción, que se venía imponiendo cada año. La más reciente entrega de los Oscars fue una demostración clara de cómo la autorreferencialidad de Hollywood tuvo que ceder ante las historias que reflejan, en palabras de sus creadores e intérpretas, experiencias y luchas de gente común, que antes no tenía voz, como lo muestra el accidentado triunfo de Moonlight por sobre la celebración del show business que quiere representar La la land.

Hollywood prefiere el sufrimiento y lo prefiere realista y visceral, lejos del melodrama. Eso está claro y es simplemente la observación de un hecho; lo que sería más largo de explicar es por qué en general el sufrimiento va unido a la importancia y acaso también a la verdad. Algo de eso hay en Lion, otra de las nominadas a Mejor Película, una historia basada en hechos reales en la que un nene indio se pierde cuando cruza toda India en un tren, es dado en adopción a una pareja de australianos y 25 años después trata de reencontrarse con su familia biológica. Probablemente lo mejor de Lion es esa primera hora donde sigue a Saroo (Sunny Pawar) por las calles de una India pobre, superpoblada y caótica, una aventura donde el instinto lo hace escapar, entre otras cosas, de un posible destino de explotación sexual que se vislumbra en una escena clara y siniestra. Más tarde la película quiere poner el foco en la crisis personal de un Saroo ya adulto y la dificultad para revelarles a sus padres adoptivos que quiere volver a casa, y por lo tanto abundan los primeros planos de Nicole Kidman (que intrepreta a la madre) llorando y entendiendo, con la nariz roja, las razones de su hijo. Pero lo más interesante es lo que la película prefiere no comentar a pesar de mostrarlo: planteada como un drama de descubrimiento personal que conduce al abrazo de la madre india y la madre blanca, Lion plantea sin embargo cuestiones más álgidas sobre la idea de paternidad y el valor de un hijo en un barrio pobre del tercer mundo o un hogar cómodo de Australia, sobre lo relativo y construido de la idea de maternidad, o el acceso a los privilegios del primer mundo como salvación.

Es también la paternidad lo que está en el centro del drama de Manchester by the sea, mucho más cruenta, porque tiene que ver con la redención posible de un padre de tres hijos que una noche, pasado de copas, se olvida de poner la pantalla a la chimenea y desencadena la peor tragedia imaginable. Casey Affleck, que el domingo pasado ganó el Oscar a Mejor Actor por este personaje (a pesar de que carga con dos acusaciones de acoso sexual de parte de mujeres colegas, en el rodaje de I’m still here en el 2010, que se resolvieron de forma privada y con millones de dólares de por medio), interpreta con sobriedad a ese tipo que está vacío por dentro y condenado a seguir viviendo, pero la manera no estereotipada de desplegar una historia alejada de los lugares comunes, en la que nada se resuelve y la vida se deshilacha en la verdad dolorosa de que todo sigue, apenas alcanza para aplacar el arrebato de efectismo llevado al climax por el Adagio en Sol Menor que está en el centro de Manchester by the sea, o la necesidad en la escena siguiente de que el protagonista trate de castigarse por sus propios medios -pero nunca lo intente otra vez-, casi como un modo de saldar cuentas de la película para poner a su personaje, sin posibilidad de confusión, del lado de las víctimas y no los victimarios. Se puede sufrir mucho, pero para que ese sufrimiento importe el que lo padece tiene que ser moralmente bueno, y es frente a esa simplificación banal donde cobra toda su relevancia el hecho de que el premio se lo haya llevado una película con muchos más matices, y por lo tanto novedosa, como Moonlight.