Proclamó el inició de un contrato social “fraterno y solidario”.

Su hijo, que usa el nombre artístico Dyhzy, tenía en el bolsillo chiquito del saco la bandera de los siete colores. El padre, Alberto Fernández, Presidente de la Nación, dijo que “Ni una menos” será una política.

Su Toyota, émulo del Clio de Carli Bianco y Axel Kicillof, terminó abollado. Entusiasmo de manifestantes en busca de una mano tendida.

Dijo “capacidad odiosa” en lugar de “capacidad ociosa”. Fallido económico: la capacidad ociosa de las fábricas es, en verdad, odiosa.

Se le caían los anteojos redondos sin marco, al cabello le faltaba un recorte y la banda presidencial estaba arrugada. Como le pasaría a cualquier tipo de 60 que, en la vida, se fija en otras cosas.

No usó lugares comunes. El adjetivo “humano” sobrevoló el discurso.

Prometió y pidió “tiempo, sosiego y humanidad”.

La única epopeya propuesta fue la de terminar con el hambre. Nada menos: cinco millones de hambrientos en un país productor de comida. Dijo que habrá microcréditos no bancarios. Y créditos bancarios para las pymes.

Detalló la herencia maldita pero dejó en claro que se hará cargo del desastre.

No cometió la estupidez política de denostar a la clase media, a la que pertenece y de donde recibió buena parte de los votos para ganar en primera vuelta por un nítido ocho por ciento. Sí le pidió --implícitamente-- tiempo. Primero los que menos tienen.

Inventó una fórmula: la “serena y posible utopía”.

Desdeñó definiciones abstractas como “equidad” y usó “justicia social”.

La locutora, guionada, lo presentó siempre como “el presidente de la unidad de los argentinos”. Una meta.

Se abrazó y se besó con todos. Hasta con Mauricio Macri y Carlos Saúl Menem. Pero solo puso tres fechas en la historia. Una, 1983, con Raúl Alfonsín a la cabeza. El tiempo de la construcción democrática. Otra, 2003, con Néstor Kirchner. La reconstrucción de la política y la autoestima popular. En sus palabras, “la maravillosa aventura de sacar a la Argentina de la postración”. La tercera, 2023. En cuatro años terminará su mandato y se cumplirán 40 años de democracia.

Prometió leyes. Para volver a controlar los fondos de inteligencia. Para liquidar los fondos reservados, fuente tradicional de cajas oscuras y, a veces, causas nobles: de allí sacó Alfonsín el dinero para ayudar a la campaña del No contra Pinochet en el plebiscito de 1988.

Prometió leyes para cambiar la Justicia. ¿Terminar con Comodoro Py? ¿Concretar el sistema acusatorio con los fiscales como locomotora de las pesquisas?

Prometió otro presupuesto, pero solo después de negociar la deuda. Es decir que negociar la deuda será una tarea inmediata. Es decir, quizás, que negociar la deuda implica el reconocimiento del default que, dijo, empezó Mauricio Macri. “Los muertos no pagan”, frase de Néstor, se formularía así: “La Argentina ya está muerta y no puede pagar. Esperen la resurrección”.

Se plantó contra las muertes por la espalda. Afirmó que no solo ese concepto debía ser una política de Estado sino una política de la sociedad. Ya era, a esa altura, después del juramento al mediodía, palabra de Presidente.

Esbozó la idea de una diplomacia “global y plural”. Agregó: “Inserta en los intereses nacionales”.

Rescató la integración con Brasil más allá de las diferencias personales entre presidentes. Sintomático: llegó a la Argentina Hamilton Mourao, vicepresidente y general, conservador pero no fascista.

No extremó el pragmatismo hasta la falta de principios. País con golpe de Estado (alusión a Bolivia) no será país bien visto por la política exterior.

Le agradeció a Cristina. Y la aplaudió por la construcción política que llevó al triunfo al Frente de Todos y, ahora, debería evitar la continuidad de un país en caída libre.

Es 10 de diciembre. Pero suena a 31. A un 31 de diciembre especial.

Feliz año nuevo.

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