Como siempre sucede con las obras de Leonardo Sciascia, La desaparición de Majorana es un libro imposible de encasillar en cuanto al género. ¿Es un ensayo largo? ¿Algo semejante a la idea del “nuevo periodismo”, que según Rodolfo Walsh y Truman Capote consistía en tomar un hecho real y desarrollarlo en un formato de muchas páginas? ¿O es un trabajo académico de divulgación, como parecen proclamar las notas al pie, algunas de largo considerable? ¿Quizás una disquisición filosófica, como insinúa la descripción del científico alemán Heisenberg y en muchos sentidos la de Majorana mismo, como “filósofos”?

En cuanto a la materia, al “tema”: ¿de qué trata este texto corto dividido en partes que seguramente no deberíamos llamar capítulos? ¿Es un escrito sobre la ciencia y el ser humano? ¿Específicamente sobre la manipulación de la energía nuclear? ¿O sobre literatura, dadas las citas frecuentes de autores canónicos e italianos? ¿O, en realidad, el de Sciascia es un escrito histórico en el que se analizan y comparan documentos escritos sobre el caso?

Probablemente, el sentido final de la forma en que Sciascia promueve esas preguntas es dejar bien sentado que no son pertinentes. Como Majorana mismo, el autor no quiere adaptar su obra a un sistema de clasificación que es también un sistema de pensamiento. El Majorana que se describe en el libro se pasa la vida esquivando los Institutos de Física, los premios, el estudio formal y hasta los méritos: se niega a publicar descubrimientos verdaderamente importantes. Cuando le dan una cátedra en el sur de Italia, es decir cuando lo empujan hacia un tipo de mundo al que no quiere pertenecer, el hombre se desvanece en el aire. Sciascia escribe libros que hacen lo mismo: para disfrutarlos, hay que renunciar a la ayuda del bastón del “género literario”, dejarse llevar hacia lo desconocido.

Además de contar el caso Majorana (que data de 1938), de recordarlo con claridad por si alguien lo ha olvidado (Sciascia escribe muchos años después del hecho, en 1975), el autor está interesado en revisarlo: analiza uno por uno los documentos que transcribe, piensa con cuidado las diferentes actitudes del personaje, se asoma a la forma en que lo veían y entendían los demás. La desaparición es un libro reflexivo pero no espontáneo. Al contrario, como la ausencia del protagonista, se diría que está cuidadosamente planificado. Eso sí: aunque no sea una novela, tiene un protagonista neto, como la novela burguesa europea. Porque todo gira alrededor de Majorana, al que Sciascia define como “raro”. Un hombre al que sus maestros consideran un genio absolutamente fuera de lo común, un científico “excepcional” que, sin embargo, se niega a publicar lo que descubre. Alguien que está o muerto o loco, como concluye la policía. Es justamente desde ese extremo de la experiencia (locura o muerte) que el autor decide explorar la condición humana, como hacían Sartre y Simone de Beauvoir con los criminales que llevaban la violencia más allá de los límites. Así, el libro tiene una pátina histórico-documental: se citan documentos escritos; se ponen fechas comprobables. Pero el texto es poético y emocionante. Esa combinación se explica al final cuando el autor dice que se pueden hacer dos cosas con todos esos datos: saber y conocer a partir de los documentos o, por el contrario, “dejarse llevar por lo que no sabemos”. No hay duda de que La desaparición se decide por eso último.

Cuando razona y siente a Majorana, Sciascia crea un personaje entero, profundo, creíble, que, como toda la humanidad, está frente al peligro nuclear pero que, a diferencia de la mayoría, tiene conocimientos certeros sobre él. Y por eso, retrocede. Entiende que no se puede, no se debe avanzar por ese camino. A partir de ese razonamiento, el escritor italiano postula que deberíamos acordarnos más de los científicos que no hicieron la bomba que de los que la construyeron. Afirma que, de los dos equipos que trabajaban en el tema a los dos lados del Atlántico, solamente los italianos y alemanes fueron libres. Los que trabajaban en y para los Estados Unidos debían saber lo que estaban construyendo y sin embargo, siguieron: eran esclavos. Hitler, afirma Sciascia, habría hecho lo mismo que hizo Truman con todo su supuesto “sentido común”: habría lanzado “la bomba contra ciudades enemigas… científicamente seleccionadas y cuya destrucción total se conocía de antemano”.

Así que, según la historia como se cuenta aquí, Majorana decide decirle no a la ciencia y por eso, es más libre que Oppenheimer y los suyos. Por eso, desaparece. En cuanto a ese tema en particular, la forma en que el libro describe las consecuencias de la desaparición para los que aman al desaparecido toca de una forma especial a los argentinos y eso importa, sobre todo porque aquí las “nacionalidades” (italiano, alemán, estadounidense) son un tema al que se vuelve una y otra vez, con algo bastante parecido al prejuicio. Para el autor, “los desaparecidos reciben una mayor y más duradera cuota de memoria”, se dice. Desde nuestro Conosur, esa frase se carga de un sentido más duro, más áspero que el puedan darle los europeos.

Pero hay un enigma más en La desaparición de Majorana. Tiene que ver con el punto de vista: ¿quién (qué) es ese “nosotros” que cuenta, piensa, vuelve atrás, guía a los lectores? Sciascia lo hace presente casi en todo momento. En la última página, en un convento donde buscan huellas del hombre que se negó a crear la bomba, y del hombre que la lanzó sobre Hiroshima (la confluencia asusta), la voz narradora aclara que ante una pregunta del monje que los guía, “respondemos que sí, que (él) ha satisfecho todas nuestras preguntas. Y es verdad”. ¿En serio? Solo si se interpreta de otra forma a ese narrador en primera persona plural. ¿No se tratará ese “nosotros” de una forma inclusiva, un “nosotros, la humanidad”? ¿No será una forma de decirnos (a los lectores) que hasta aquí llegamos, que lo importante ya está resuelto en realidad, que el futuro depende de lo que hagamos todos con las reflexiones y los datos que tenemos? Tal vez. Lo cierto es que este libro de apenas cien páginas tiene una profundidad apabullante, infinita. Y es un libro de su tiempo (la década de 1970), y también del nuestro. Un libro que importa.