En “Todo lo que necesitás saber sobre el (des)orden mundial” (Paidós, 2017), el politólogo Mariano Turzi señala que hay cuatro rasgos actuales que marcan un cambio en el poder global. Su distribución, con la declinación de la influencia estadounidense y el ascenso recuperado chino y ruso, entre otros factores; su “difusión” (pérdida de centralidad de los Estado nación), las dependencias mutuas y las enormes dificultades (más bien desafíos) que todo eso provoca. Las llama las cuatro D.

En una de sus columnas habituales para Página/12, por su parte, Mario Wainfeld escribió que esta era neoconservadora o neoliberal es excluyente e incapaz de fundar tan siquiera “su” propio orden. Al menos, la ola anterior, en la que ubica a Margaret Thatcher, Ronald Reagan “y hasta Carlos Menem” (podría agregarse al alemán Helmut Kohl entre los de peso) consiguieron imponer cierto orden “neo con”. Pero los actuales, señala, es decir Trump, Macri, Piñera, Macrón, “no pueden repetir sus marcas aunque sí acentuar defectos y capacidad de daño”.

El 2019 termina dejando explícito cuánto de ese desorden hartó a los pueblos, desde Chile hasta Irak, desde Ecuador hasta El Líbano y desde Francia hasta Sudáfrica, por citar casos que trascendieron sobre manifestaciones que gritan que “se vayan todos” o frases sucedáneas. El cine y Netflix también lo muestran en películas y series sobre el hartazgo social y sus expresiones, en general violentas. Y lo visten con una virtud: más que señalar a la clase política y a la burocracia de estados en retirada, que sin duda responsabilidad tienen, apuntan y dejan al desnudo a las mismas bases del sistema, su poder financiero y patronal.

Aunque quizá, en este análisis, no sirvan de mucho, veamos las cifras macro. Este año terminará con un crecimiento mundial inferior al 3 por ciento, según proyectan el FMI y la Comisión Europea. Es el peor desde la crisis de 2008. Las grandes economías (Estados Unidos, Europa, Japón) crecerán menos que ese promedio. Quien elevará la media será, de nuevo, China, más algunos países “emergentes” sumados. El Banco de España estimó la semana pasada que si China bajara 1 punto su crecimiento (al 6,5 por ciento este año, que pese a su baja de las “tasas chinas” de hace unos años sigue siendo robusto) el impacto en la economía global sería quitar medio punto más al crecimiento, con efectos especialmente significativos en los productores de materias primas y las economías asiáticas. A Latinoamérica le recortaría entre 0,6 y 0,7 por ciento de expansión anual.

China tiene planificado su suave aterrizaje a una economía de crecimiento más lento, hace ya varios años, en lo que llama “nueva normalidad”, más enfocada en calidad que en cantidad, en corregir asimetrías regionales y sociales, en innovar. Pero igual se inquieta cuando ve rebeldías por doquier (de hecho tiene una cerca, en Hong Kong, más allá de agitaciones extranjeras y causas puntuales) y quizá algunos dirigentes del Partido Comunista Chino se estén preguntando por aquella frase de Mao acerca de que una sola chispa puede incendiar la pradera. Un académico argentino viajó a Beijing en noviembre y le pidieron si podía hacer un parangón entre el despertar del pueblo chileno contra el saqueo neoliberal y lo que podía aprender China, en cuanto a detectar tempranamente cualquier malhumor social.

Volviendo a las cifras de la economía global, lo que señala el FMI cuando augura menor crecimiento es que el sector manufacturero ha sido uno de los más golpeados este año, y lo adjudica a la “guerra comercial” entre Estados Unidos y China, sin duda uno de los datos centrales del mal año 2019. En paralelo, dicen todas las estadísticas de la fuente que guste, el poder financiero crece. Es ese desequilibro, la financiarización y la desregulación de capitales a escala global, lo que ha producido una economía global frágil, donde sólo acumulan, y a raudales, pequeños y poderosos grupos concentrados. Los mismos que evaden, fugan y se guarecen offshore.

En cuanto al comercio mundial, también decae. De acuerdo con el Barómetro del Comercio Global de DHL, excepto India, todos los países encuestados se ven afectados por la desaceleración y hay índices récord de caída, impulsados por disminuciones en el comercio aéreo y en el marítimo. La Organización Mundial de Comercio puede hacer poco al respecto debido a su parálisis en cuanto a “liberar” más las transacciones, y el contexto proteccionista que impulsó Trump y copiaron otros países no ayuda en esa línea.

Una buena síntesis de la mala hora actual lo da, asimismo, el último informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE): la economía mundial afronta “tiempos preocupantes” porque existe el peligro de un estancamiento duradero. Sus previsiones dibujan un panorama sombrío.

Es que para 2020 la fragilidad seguirá. Cuatro grandes economías podrían tener recesión a lo largo del año: las dos mayores de Europa –Alemania y Gran Bretaña-, Italia también de ese continente y la segunda mayor de Latinoamérica, México (la más grande, Brasil, apenas crecería 2 por ciento, según el poco fiable gobierno de Jair Bolsonaro).

Otro factor de riesgo es la deuda. A fines de noviembre, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad) alertó sobre una nueva crisis global producida por ese fenómeno. Según datos del Instituto de Finanzas Internacionales, la deuda global es de 2,5 billones de dólares. Si bien Estados Unidos y China explican la parte principal del asunto, la fragilidad mayor se da en los países no desarrollados, sobreendeudados en los últimos años como el caso de Argentina, o bien Ghana, Ecuador, Zimbabwe, República Democrática y Haití entre los de mayores compromisos financieros. Y Grecia.

Da un poco de gracia que ahora esté algo de moda en medios especializados decir que Grecia, que fue un ejemplo cabal de saqueo, endeudamiento forzado, negocio para ricos y traiciones políticas, “salió” de su crisis y hasta se da el lujo de pagar anticipadamente la deuda al FMI, o de poder emitir bonos nuevamente a tasas bajas, o que su bolsa de valores de Atenas bate récords. 

Los griegos ni se enteran y más bien siguen siendo víctimas, habiendo quedado en umbrales socioeconómicos mucho más bajos y difíciles de recuperar en años. Sólo por dar un dato, el desempleo sigue en 17 por ciento, casi el triple del promedio europeo. En vez de Estado de bienestar, tuvieron su “Estado de malestar” en la última década siguiendo las directrices del Banco Central Europeo y el FMI. Mientras el orden global siga en esas manos, difícil que la economía real se recupere.