La luz del fin del mundo

(Light of My Life)

EE.UU., 2019

Dirección y guión: Casey Affleck.

Fotografía: Adam Arkapaw.

Montaje: Dody Dorn, Christopher Tellefsen.

Música: Daniel Hart.

Reparto: Casey Affleck, Anna Pniowsky, Tom Bower, Elisabeth Moss, Hrogarth Mathews.

Duración: 119 minutos.

Distribuidora: Digicine.

Salas: Hoyts, Nuevo Monumental, Showcase.

8 (ocho) puntos

 

En la línea de películas apocalípticas y recientes como Un lugar en silencio o Bird Box: A ciegas, y una sensibilidad cercana a la notable (y maldita) La carretera –novela de Cormac McCarthy mediante–, el segundo largometraje del director Casey Affleck le sitúa de manera todavía mayor en una trayectoria que ya le reconoce como uno de los intérpretes relevantes de su generación.

A partir de un guión también de su autoría –lo que hace de Affleck un realizador integral, y más vale tenerlo presente–, La luz del fin del mundo indaga en las postrimerías de una sociedad caída, cuyo fondo ya es la ciénaga donde apenas se chapotea. En este lodo vestido de blanco –en donde el frío se hará sentir con una nieve espesa– deambulan un padre y su hija (Casey Affleck y Anna Pniowsky). Resulta que un virus atacó y diezmó a la población femenina. De este modo, la niña inmune crece al cuidado de un padre que le disfraza la identidad cuando algún curioso merodea entre los bosques vacíos.

Así como el padre que Viggo Mortensen componía en La carretera, el camino entre los dos parece sin rumbo. Es cierto que en aquel film había un horizonte que seguir, aun cuando éste no fuese más que una ilusión, algo que toca también –dado su desenlace y reclusión– a Bird Box, el film de Susanne Bier. En cada una de estas películas, la violencia rige.

Por su parte, y como antídoto, La luz del fin del mundo pone el cuidado en las manos de un padre cariñoso. Y celoso. Las ramificaciones simbólicas son varias, más aún merced a la pubertad de la niña. Así, las discusiones entre ambos tendrán que ver con la ropa que ella elige o las observaciones que al padre le profiere. Entre ambos se delinea una típica relación de afecto y peleas, con la consciencia puesta en la finitud. En este sentido, hay varios momentos notables. Uno de ellos, cuando entre ambos se dialoga sobre la posibilidad de que él muera. Otro, cuando ella le pide, mientras pende desde una ventana de altillo, que la deje caer. La separación en algún momento será.

De esta manera, la construcción de cariño que La luz del fin del mundo profiere es intensa. El título original ofrece otras variaciones: “Light of My Life” alude a la luz que la niña es para el padre, pero también a quien hará posible pensar un mañana. Porque, a pesar (o a propósito) de todo, el cuidado mayor es en ella y para ella. Vale decir, cuidar a quien sigue, por el cuidado de todos.

En otro orden, y vista la peste que asola a las mujeres –parece que algunas aún quedan, sitiadas en un búnker–, es el tiempo de los hombres y de las armas. Apenas comenzar el film, la violencia se sabe implícita; lo notable es cómo el espectador asume que esto sea así. Es decir, ¿por qué la solución violenta? Por eso, más vale que este padre disfrace a su hija y se haga él también el violento. Mientras, en la intimidad y el cuidado, serán otras las maneras desde las cuales introducir a su niña en el mundo.

La herramienta elegida son las historias. Porque es hermoso escucharlas así como narrarlas, dice él. Es éste el comienzo del film, donde se aclara que sí, que algunas historias son inventadas: entre ellas, la del arca de un tal Noé, parábola hábilmente metamorfoseada como síntoma de una simbólica perdida o apenas recuperada. Las historias como manera de entender lo que no se puede, de contar lo que ha sido. Más adelante, la película guarda la que tal vez sea la más preciosa. Será a la manera de un secreto compartido y legado del padre a la hija.

Así, no es casual que la niña rescate libros de entre los escombros –es una niña que lee, en un mundo donde los adultos hace mucho que ya no lo hacen– mientras escoge palabras que le permitan modelar la historia con la que abre la película. Su voz se enhebra paulatinamente. Su inventiva dará lugar a la más querida historia que el padre alguna vez haya oído. El cometido está cumplido; ahora sí, puede pensarse en un después.

Así como en Bird Box y Un lugar en silencio el modelo familiar clásico aparece diezmado y la mujer es quien surge como lugar desde el cual repensarlo. Sobre los restos de lo que era, sumidos en una violencia naturalizada, lo que alumbra es una sensibilidad diferente. No es casual, por eso, que la iconografía de éste y otros films remita a la barbarie zombie o las infecciones letales. La tierra se ha vuelto un páramo, la calidez sólo existe en los recuerdos. Si hay algo luego de todo esto, tendrá que ver con volver a contar historias, pero desde un punto de partida distinto, que asuma lo sucedido y lo transgreda.

El plano último, justamente, elige problematizar lo sucedido desde varios ángulos, sea por la alusión maternal trastocada –la hija como madre pero sin serlo-, pero también por el cuidado que se asume hacia el mundo que toca. Un mundo que no es el mejor. Pero sin esa toma de consciencia, sin esas historias que intentan pensar lo que les rodea, no habría pregunta alguna sobre qué es la moral, qué es la ética, tal como surge de la curiosidad de la niña. Dos aspectos que la película tematiza y disimula como diálogos casuales, mientras los pone en acto a lo largo de su argumento.

Sea por un virus maléfico o no, lo cierto es que el padre ha quedado solo. El hombre solo. “No podré”, llora él desde el recuerdo; “Sólo tenla cerca de ti”, le dice su mujer exánime (Elizabeth Moss). Allí está el secreto mayor, el más profundo, cuyas consecuencias la película habrá de esbozar una vez arribe a su desenlace y a la manera de puntos suspensivos, en la mirada de una niña que ha crecido rápido, pero con la confianza de quien ya sabe tomar decisiones.