Cuando el 6 de diciembre el actual presidente presentó a su gabinete, introdujo al área de Cultura diciendo que “los pueblos se nutren de comida para calmar el hambre pero necesitan la cultura para llenar el espíritu”. Y también sostuvo en esa ocasión la necesidad de llevar la cultura “a cada rincón del país y difundirla al mundo”.

Esta concepción “funcional” de la cultura, que implica un repertorio de bienes a ser difundidos para alimentar el espíritu, es solo una parte de la tarea del área cultural. Importante, claro que sí, porque comprende la responsabilidad de construir comunidad y de exteriorizarla en el resto del planeta. No obstante, lo cierto es que, cuando se trata de una política pública, esta cuestión resulta insuficiente, especialmente si uno de los objetivos explícitos del gobierno del Frente de Todos es, en palabras del Presidente pronunciadas durante su asunción, “la convivencia en el respeto a los disensos”. Y esto para “abrazar al diferente”, reconstruir “los vínculos esenciales entre cada uno de nosotros”, “convivir en la diferencia”, “suturar las demasiadas heridas abiertas”.

Este objetivo señala un fuerte compromiso con una política cultural cuya función no puede reducirse a saciar el hambre espiritual, ni tampoco conformarse con difundir las expresiones culturales de una nación. Ningún contenido en sí mismo es “conservador” o “progresista”: su potencia está en la manera en que ese contenido logra articularse, o no, con prácticas, lenguajes y representaciones capaces de “interrumpir” el sentido común para construir uno nuevo. La cultura comprende por tanto, no solo un conjunto de objetos que han adquirido un valor especial, sino también las rutinas que encuadran las interacciones sociales; el lenguaje que sostiene los vínculos; aquello que define a la diversidad pero también el cuestionamiento del lugar desde donde se la define.

Por eso mismo, una política pública debe posicionarse, además, como el vehículo necesario para revertir las tendencias histórico-culturales de una sociedad. Especialmente cuando estas han colonizado un sentido común que actualmente aparece fracturado. La intervención en la dimensión cultural desde el Estado, requiere proveer insumos que permitan otorgar un nuevo sentido al sentido común, valga la redundancia. Una política cultural que aspira a curar esas profundas heridas que padecemos, exige “arrancar” a la cultura de su supuesta autonomía para activarla en pos de producir cambios sociales; hacer circular nuevos significados; desafiar lo naturalizado; multiplicar los lugares de enunciación; dislocar lo que se da por hecho; poner de manifiesto los “ruidos” y los “hiatos” existentes en el ordenamiento social; operar sobre las cadenas significantes; desconectar los anclajes con los que se legitima la desigualdad; intervenir, en fin, sobre aquello que quedó amarrado, precisamente, en la cultura.

En los últimos cuatro años, la cultura fue objeto focal de modificaciones por parte del macrismo, y el sentido común terminó letalmente transformado. Estamos ahora en condiciones de encarar una tarea histórica para el desarrollo de algo diferente, algo que re-articule los lenguajes (todos los lenguajes: el académico, el político, el económico) en pos de un proyecto nacional y popular. Para que se despliegue, en toda su densidad, como dijo Alberto Fernández “una nueva mirada de humanidad que reconstruya los vínculos esenciales entre cada uno de nosotros”.

 

* Doctora en Ciencias Sociales. Docente UNSAM-UBA