A pocos se les escapa que buena parte de la suerte del gobierno de Alberto Fernández se echará en la renegociación de la enorme deuda externa. El acreedor privilegiado, el Fondo Monetario Internacional suele anteponer a cualquier acuerdo de pagos un programa de reformas que, de acuerdo a la óptica de sus técnicos, garanticen el pago. Las viejas experiencias de la Argentina, pero también los acuerdos más recientes, como los que el FMI firmó con los países de Europa del sur (especialmente Portugal y Grecia), tuvieron siempre como una de las piezas clave la reforma del sistema jubilatorio.

El Fondo suele dejar en claro que, según su perspectiva, las jubilaciones son un gasto muy pesado para las cuentas fiscales. También expresa con claridad sus preferencias en esa materia: aumento de la edad jubilatoria, rebaja de los aportes patronales, reducción de las asignaciones y, como hipótesis de máxima, la posibilidad de un sistema privado de capitalización que apalanque las transformaciones estructurales. Menos interesantes le resultan discusiones en torno a la justicia social o a la solidaridad intergeneracional. Lo central es que se reduzcan gastos para liberar recursos y que los sistemas jubilatorios, en las crisis, son habitualmente deficitarios y deben ser equilibrados por la fuerza. 

El autor de estas líneas tuvo la oportunidad de participar de una jornada de discusión sobre el futuro del sistema jubilatorio alemán, cuyas conclusiones son más que relevantes para lo que se viene. Por supuesto, el sistema previsional alemán es muy diferente al argentino. Está compuesto por tres columnas: la principal es la jubilación tradicional basada en un sistema de reparto, con aportes paritarios de empleados y empleadores; una segunda columna complementaria ofrecida por la empresa y con aportes mayoritariamente a cargo del empleado; y una tercera columna privada, con sistema de capitalización.

Por detrás de las diferencias, se asoman algunas cuestiones conocidas: el alto nivel relativo de pobreza entre los jubilados, los resultados decepcionantes de la columna de capitalización, los problemas de quienes no alcanzaron en la edad laboral los años necesarios de aportes, y la tendencia deficitaria de la columna tradicional. Sin embargo, lo que hoy asusta a los alemanes es el envejecimiento relativo de la población, que prevé una caída importante en la relación trabajadores activos/jubilados en las próximas dos décadas. El tema preocupa tanto, que el gobierno ha formado una comisión con la misión de elaborar una propuesta de reforma profunda del sistema. En ese marco, la posición conservadora es la conocida: reducción de la relación jubilación/salario del 45 al 43 por ciento (no se habla de un 82 por ciento movil), incremento de la edad jubilatoria de entre 3 y 5 años y fortalecimiento de la columna de capitalización, para reducir los aportes patronales. Nada original.

La conferencia mencionada tenía como objetivo hacer un análisis fino del peligro demográfico y de las alternativas posibles. Como referentes reunió a varios académicos de prestigio, expertos del sector sindical y de la iglesia, así como autoridades de la institución que administra la columna tradicional. Las conclusiones resultan especialmente interesantes para la discusión que se planteará pronto en la Argentina.

El primer paso fue desmontar la hipótesis de crisis demográfica. Con particular detalle, el matemático experto en demografía Gerd Bosbach explicó que el crecimiento esperado de la población corre por debajo del crecimiento de la productividad. Por lo tanto, incluso aunque la proporción de trabajadores activos descienda, la riqueza per cápita se mantiene. Por lo tanto, reducir las pensiones por el cambio demográfico significa, en realidad, redistribuir el ingreso de manera regresiva. No teniendo Argentina el riesgo demográfico, la idea de vincular la solidez del sistema a la evolución de la productividad es clave. ¿Cómo hacer para que los jubilados también participen de la mayor riqueza creada por el país? 

La segunda discusión, introducida por la economista francesa Camille Logeay, apuntó al rol del mercado de trabajo. Analizando las estructuras laborales de Francia y Alemania, Logeay concluye que una gran debilidad del sistema previsional tradicional actual es la relativamente alta proporción de trabajadores precarios, el subempleo, el cuentapropismo y la baja movilidad de quienes caen en el sistema de planes sociales. La respuesta es clara: no liberalizar el mercado de trabajo, sino controlar para disminuir la precariedad e invertir masivamente en infraestructura y educación. Mejor infraestructura educativa permite a madres y/o padres incrementar la disponibilidad de tiempo de trabajo. Y la formación continua facilita la reinserción de desocupados de largo plazo en el mercado laboral. Con eso, sube ostensiblemente la masa de aportes previsionales.

Una comparación con el sistema austríaco planteada por Christine Mayrhuber, sin embargo, descubrió una cuestión aún más importante. El sistema austríaco es por completo de reparto. Por ese motivo, los aportes patronales no tienen escapatoria. Pero además, la distribución del ingreso es más equitativa, y como los aportes son un porcentaje fijo del salario, cuando este es más alto, los aportes crecen. Por eso, el resultado se mide en jubilaciones más altas que las alemanas y, a pesar de ellos, un sistema más sólido.

No obstante, los sistemas previsionales europeos sufren la erosión de una redistribución regresiva del ingreso que en los últimos 20 años se llevó más de diez puntos de participación del salario en el ingreso. Es el fenómeno que aparece en países como Argentina en las crisis: la destrucción del salario es también la destrucción del sistema previsional, cuyos aportes se redireccionan indirectamente hacia el capital. Las dificultades previsionales no tienen tanto que ver con jubilados que cobran demasiado, sino más bien con trabajadores que cobran muy poco.

En ese punto, se planteó otro tema relevante para la perspectiva argentina. Si uno suma el debilitamiento de los salarios, la precariedad y la apropiación de los incrementos de la productividad de manera casi completa por el capital, puede concluir que lo que falta en el sistema previsional no se corresponde con un fenómeno natural o con un problema administrativo, sino con la apropiación y transferencia de recursos hacia otros sectores. 

¿Cómo hacer para capturar parte de las ganancias de productividad para el sistema previsional? ¿Cómo recuperar los aportes que se pierden cuando bajan los salarios o cuando los trabajadores están en negro? La respuesta contundente de los panelistas a ese tipo de preguntas fue que el sistema debe financiarse con la utilización de impuestos directos, y no sólo con los aportes. De hecho, si se trata de recuperar aportes perdidos -según plantearon- es lícito crear nuevos impuestos o elevar las tasas de los existentes para tal fin. No es una herejía ni un camino oblicuo, sino el resultado y la respuesta más adecuada frente a los cambios negativos que sufrió el mercado laboral en tiempos del neoliberalismo.

En última instancia, la equivalencia entre aportes y jubilaciones es el resultado de un modelo bismarckiano de seguridad social, en la que debe haber correspondencia entre el trabajo y los beneficios. Sin embargo, tal modelo no es el único posible, y mucho menos en una sociedad en la que otras formas de trabajo (además del trabajo remunerado común) constituyen también pilares fundamentales. Pues ¿que sería del sistema sin el trabajo de las amas de casa, las múltiples formas de trabajo ad-honorem (del que las universidades argentinas saben bastante), o, por caso, del sinfin de trabajos comunitarios?

En concreto, aún bajo un modelo bismarckiano, las recomendaciones son claras y el nuevo gobierno argentino debería tomarlas muy en cuenta. Por un lado, debe plantearse un rotundo no al ajuste de un sector ya sobreajustado. Por el otro, desde lo “positivo”, la labor es tan compeja como imprecindible. El sistema jubilatorio se fortalece con la consolidación del sistema de reparto. Pero eso sólo es posible si se mejoran las perspectivas del mercado laboral y de los trabajadores activos. 

Por eso, el camino lleva a eliminar aceleradamente la precariedad laboral, redistribuir progresivamente el ingreso con el paulatino aumento de los salarios, distribuir las cargas de la seguridad social de manera equitativa y captar aportes fugados por la vía de impuestos directos. 

La negociación de la deuda externa no necesita recurrir a un crecimiento de la deuda social interna. Hay otras formas que también son sustentables desde la perspectiva económica, pero contribuyen a una sociedad mejor. Ese debate gana terreno en Europa, luego de una ola de neoliberalismo que horadó el consenso social. Para la realidad argentina, las grandes líneas de ese debate no son ajenas, aunque deban complementarse con una buena dosis de creatividad y mucho de conducción política y consenso social.

* Idehesi-UBA/Conicet.