Julieta Venegas ya había hecho una primera experiencia en Sagrado bosque de monstruos donde intervenía en la obra de Alejandro Tantanian a partir de una serie de canciones compuestas e interpretadas por ella. Pero aquí, en La enamorada, realiza un intento de teatro musical, de poesía que se mueve entre los textos de Santiago Loza y las canciones en una autoría compartida entre Venegas y Loza que son una suerte de dramaturgia insertada en el monólogo. Y, tal vez, este formato no era el más propicio para una debutante en la actuación, especialmente al momento de tener que encarnar las complejidades de la dramaturgia de Loza, alguien que se anima a la interioridad femenina en un estilo similar al fluir de la conciencia.

Venegas tiene encanto y sabe conquistar al público pero no puede evitar la sobreactuación aunque se vale de ella para ir hacia el humor. La enamorada se asienta en una forma juglaresca donde Venegas parece necesitar de los recuerdos, de cierto discurso nostálgico, de una vuelta a la infancia, al territorio familiar como el comienzo de todo.

La obra es profundamente literaria y Venegas, en gran medida por falta de técnica, no logra traspasar el texto y darle a su actuación la potencia de una acción. En ella las palabras son narración, un cuento compartido en una reunión de amigxs, de hecho la cantante le habla al público como si estuviera disfrutando de un momento en su casa. Hay cierta informalidad , como si lo que se propusiera la dirección de Guillermo Cacace fuera reproducir cierto clima de tertulia, una disposición al encuentro que hoy podría resultar antigua , esa que encontraba un entretenimiento en juntarse para contar historias. Y puede ser ese dato arcaico el que quiere recuperar La enamorada, por eso se muestra tan distante de los procedimientos del teatro porteño. La sencillez es la letra en la que se construye su estructura y no deja de funcionar como una forma escénica anómala.

Una reconquista del amor hacia el mundo, un freno, una tranquilidad poco habitual se respira en La enamorada. El trabajo visual de Johanna Wilhelm permite salir del espacio, porque hay algo viajero en esta mujer que no se mueve, que está descalza en escena como si quisiera tomar un contacto material y carnal con la tierra, como si buscara arraigarse. También es verdad que las fotos y postales de viaje remiten a un lugar común del que tanto el director como el autor se ríen con indulgencia.

El texto demanda y busca a una mujer que necesita ser escuchada, alguien que obliga a enredarse en sus propias digresiones. Allí, en ese recurso que supone hablar más de la cuenta, el personaje de La enamorada se convierte en la delatora de su propia familia, en el ser que va a burlarse un poco de las costumbres que comparte.

La palabra se sostiene desde una ingenuidad que va revelando una sabiduría mansa. Un poco porque Loza siempre se ha preocupado por descubrir esta doble identidad de las mujeres que remiten su narración al hogar pero que pueden traspasar lo privado, derrumbarlo en la magia del teatro que les otorga la oportunidad de lo público. Como en la mujer que interpretaba Marilú Marini en Todas las canciones de amor, hay en este ser al que Venegas le presta el cuerpo una alegría que contiene todo el drama y que está allí, al resguardo de algo que puede ocurrir en cualquier momento pero que todavía no sucede o, al menos, no será del orden de esta escena.

La enamorada se presenta los viernes a las 21 y los sábados a las 20 en El Picadero .