Alguna vez, para contarles la historia de la Legión Checa desde estas páginas, les hablé de Tomás Masaryk, fundador de la República de Checoslovaquia y elegido no sólo primer presidente sino también “padre de la nación”, en 1918, cuando terminó la Primera Guerra. La Legión Checa había empezado la guerra del lado austríaco pero cambió de bando durante el conflicto. Sus integrantes peleaban tan fieramente que no registraron el fin de la contienda y, en los confusos días finales de 1918, lograron el control del Ferrocarril Transiberiano. La guerra se les había subido a la cabeza en forma de delirio: mientras el bueno de Masaryk intentaba sacarles permiso a las potencias aliadas para que las antiguas provincias de Bohemia y Eslovaquia del Imperio Austrohúngaro pudieran convertirse en la República de Checoslovaquia, la Legión le anunció desde Siberia a su futuro presidente que esa lonja de vías de tren de tres metros de ancho por nueve mil kilómetros de largo, que iba desde la frontera con Europa hasta el mar del Japón, debía ser considerada suelo checo en la mesa de negociaciones.

El venerable Masaryk peleaba por la paz. La idea loca de la Legión Checa (intercambiar el Transiberiano por el oro del depuesto zar Romanov o quedarse con el territorio tomado) le quitaba legitimidad a su reclamo: la naciente Checoslovaquia aspiraba a ser un gran jardín en el centro de la nueva Europa, si las potencias aliadas le daba estatuto autónomo y garantizaban que Austria, Hungría, Polonia y Rusia respetaran la independencia de ese vergel. La metáfora botánica logró su cometido y Checoslovaquia eligió por amplia mayoría a Masaryk como presidente y padre de la nación. A la luz de los sucesos posteriores (la ocupación nazi en 1938 y la soviética después de la Segunda Guerra) podemos pensar que Masaryk pecó de ingenuo, pero esa discusión pertenece al terreno de la geopolítica y yo prefiero hablar de botánica hoy.

Tan buena resultó para los checoslovacos la presidencia de Masaryk que lo reeligieron en tres ocasiones más (renunció al cargo antes de finalizar su último período y murió a los ochenta y siete años, cuando los checoslovacos ya sentían en la nuca la avidez de invasión de los nazis). Checoslovaquia fue un vergel durante sus tres gobiernos, en gran medida porque Masaryk eligió como consejero a un joven brillante, cuarenta años menor que él. Su nombre era Karel Capek. Los manuales de literatura dicen que Capek es el inventor de la palabra robot (en su obra de teatro RUR, donde combinaba los dos significados que tiene en idioma checo la palabra “robota”: trabajo, por un lado, y esclavitud, por el otro), además de ser el primero de los escritores checos en elegir su lengua en lugar del alemán para escribir sus libros (a diferencia de sus contemporáneos Franz Kafka y Gustav Meyrinck). Capek había sido alumno de Masaryk en la Facultad de Filosofía de Praga pero el vínculo mayor entre ambos era su compartido amor por el reino vegetal y los jardines.

Capek lo había aprendido de su padre, un médico de provincia. Masaryk, en cambio, había llegado por la vía intelectual: el trabajo en el jardín era la manera perfecta para él de clarificar las ideas que absorbía de los libros. Cuando se conocieron, Capek le confesó que había sido toda su infancia un enemigo y destructor de jardines, precisamente por el mandato paterno: prohibido pisar, prohibido arrancar una flor, prohibido olvidarse de regar, etcétera. “Hasta que un día, como a todos, un arañazo o un raspón hizo entrar tierra en mi organismo y así entró en mi sangre el virus que nos hermana”. Capek reunió en tres libros sus Conversaciones con Masaryk. En ellos abundan los paralelismos entre política y jardinería, pero el libro que prefería el viejo presidente de todos los que había escrito su joven consejero era uno llamado El año del jardinero, donde basta reemplazar la palabra jardín por la palabra Checoslovaquia para entender el país con el que soñaban los dos.

Cuenta Capek en su libro que uno de los misterios de la naturaleza es que, de las mejores semillas de césped, broten siempre primero malas hierbas, mucho más vivaces que los primeros tallos de pasto. “¿Habría que sembrar malas hierbas, entonces, para que crezca hermoso césped?”, le pregunta a su mentor. Masaryk le sonríe como un buda. Capek le confiesa: “Cuando hay sequía intento regar la tierra con mi sudor; cuando llueve demasiado temo por mi jardín; cuando sale el sol me alegro como una criatura y cuando llega la noche me alivia que el jardín pueda reposar”. Masaryk comenta al respecto que el clima nunca es como debería ser para el jardinero: “Cuando vemos en primavera la primera mariposa, suele ser en realidad la última de la temporada anterior, que se ha olvidado de morir”.

Masaryk sostenía que, en invierno (es decir, en los momentos más arduos) la naturaleza no reposa, como parece, sino que avanza subterránea y ciega, igual nosotros. Y que el verdadero jardinero no cultiva plantas ni flores: cultiva la tierra que hay debajo de ellas. Por eso disfrutaba tanto la aseveración de Capek de que, si alguna vez tenía la oportunidad de visitar el paraíso, más que mirar el árbol del bien y del mal, buscaría la manera de llevarse de regreso un poco de ese humus edénico.

El sueño de Capek era que su jardín tuviera un césped verde como el paño de una mesa de billar y tupido como una alfombra. Masaryk lo había logrado. Capek le preguntó cómo. El venerable presidente contestó: “No es difícil; sólo hace falta un terreno que no sea ni ácido ni graso, ni pesado ni estéril. Después de nivelarlo bien, se plantan las semillas, se riega todos los días, se siega una vez por semana, se rastrilla el pasto cortado, se arrancan de a una las malas hierbas, se le habla de noche, y así durante trescientos años, hasta que logres un césped tan hermoso como este”.

Masaryk contaba que la primera epifanía vegetal que tuvo fue el misterio acerca del crecimiento de las semillas: ¿crecían hacia arriba, buscando la superficie, o hacia abajo, echando raíces? Hasta que descubrió fascinado que las plantas comienzan a crecer desde abajo de la semilla, pero suben a la superficie con la semilla como techo o sombrero de protección. Y cuando Capek le preguntó un día cómo lidiaba con los estropicios que producía en sus labores de jardín, el anciano presidente le contestó: “Hacen falta años y años de experiencia para adquirir la seguridad misteriosa y brutal del verdadero jardinero, que pone el pie en cualquier parte de su jardín y sin embargo no aplasta nada que sea para preocuparse”.

Dije al principio que Masaryk murió en 1937, luego de dejar la presidencia por motivos de salud. Su joven amigo lo acompañó poco después: Capek murió (se dejó morir de tristeza) el día de Navidad de 1938, tres meses antes de que los nazis invadieran su jardín. Había insistido en vano una y otra vez sobre el peligro que entrañaba para Europa el ascenso de Hitler. Su clamor fue especialmente enfático en una extraordinaria novela llamada La guerra de las salamandras, que ha sido muchas veces comparada con 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Los miembros de la Academia Sueca evaluaban darle el premio Nobel en 1936, el año en que Capek la publicó, pero desistieron en cuanto se enteraron de que Hitler lo había puesto segundo en la lista de enemigos a ejecutar cuando ocuparan Checoslovaquia. El primero de la lista era otro jardinero llamado Thomas Masaryk.