Más allá de la tragedia humana, cuya enorme dimensión puede ser apreciada en esta misma edición , lo sucedido en República Cromañón significó también un profundo replanteamiento de la escena rock independiente. Lo primero que sucedió fue un estado de clausura cercano a la histeria. La multiplicidad de responsabilidades, las particularidades de lo ocurrido, no sirvieron para evitar que todo lo que tuviera que ver con la música fuera considerado peligroso y por lo tanto suspendido hasta nuevo aviso. Los errores de algunos pusieron a todo el rock en el lugar del enemigo público.

Los inspectores, antes tan laxos, de pronto se convirtieron en cancerberos del orden público. Si alguien se ponía a bailar espontáneamente en un bar “no habilitado para baile” se procedía a la clausura. Tramitar los papeles para lugares de música en vivo se convirtió en un laberinto burocrático en el que todo se medía con la vara de Cromañón. Se cerraron salas de teatro porque una puerta tenía cinco centímetros menos de lo señalado en las normas. Nada debía hacer ruido. Hubo muchos que aprovecharon la tragedia para tomar revancha y aleccionar a una generación siempre “peligrosa”.

Todos estos años, entonces, debieron ser de paciente reconstrucción, y de aprendizaje. Los músicos y el público tomaron una nueva conciencia. La labor del Instituto Nacional de la Música, que publicó una serie de manuales que contemplan cuestiones musicales pero también de seguridad, resultó esencial para el cambio de paradigma y para señalar el camino a nuevas generaciones. De a poco, una escena que encontraba todas las puertas cerradas encontró la manera de gestionar, de crecer, de demostrar que una guitarra no era prueba de culpabilidad. Que había muchos que seguían poniendo a la música, el arte, las canciones, por encima del “espectáculo” de los fuegos artificiales o las demostraciones de tribuna de fútbol.

Quince años después, la escena independiente muestra una buena salud que parecía imposible entonces. Aquella clausura general, el “bajar el volumen” provocó incluso cambios artísticos. En la era previa a Cromañón, bastaba con meter un par de acordes efectivos a volumen rockero y un estribillo con gancho para empezar a arrastrar pequeñas multitudes. De a poco fueron surgiendo artistas que se acercaron a la composición de otra manera. Aparecieron otros matices, y eso puede apreciarse en la potente diversidad estilística que puede comprobar cualquiera que tenga ganas de salir a investigar un fin de semana cualquiera.

Porque hubo que pelearla --y pelear en serio, con marchas al Gobierno de la Ciudad, debates sobre la legislación y discusiones con inspectores de dudoso comportamiento que no desaparecieron con Cromañón-- pero volvieron los lugares de música en vivo, y los artistas honestos como prueba de que la música no mata pero los corruptos sí. Y los corruptos pueden ser funcionarios pero también músicos, productores, bolicheros. La herida de Cromañón, aquellos que perdieron la vida y los que siguen sufriendo sus consecuencias, no deben olvidarse jamás. Pero una de las formas de la memoria es precisamente aprender, y volver a construir. En eso se sigue. Cada día.