Con ánimo de chicanear, pero sin mala leche, un amigo me whatsapeó apenas unos minutos después de que se reglamentara la ley de emergencia económica: “¿viste, con el Gato te ibas a Uzbekistán y ahora agradecé si te vas a Punta Lara…” Acusé el golpe, porque venía con venenito adicional: además de plantear una provocación política, apuntaba a escarbar en la aparente contradicción de autopercibirse “de izquierda” o “populista” o “nacional y popular”, etc, y elegir destinos exóticos para viajar. La respuesta al whatsapp fue instintiva y ni siquiera me dio tiempo a reflexionar sobre el asunto: “sí, todo bien. El impuesto, en principio, me perjudica, pero estoy completamente a favor”.

--¿Vos considerás que los que trabajan todo el año y pueden juntar un dinero para pagarse un viaje al exterior son privilegiados?

--Sí y no.

En el intercambio de whatsapps no hubo tiempo para explicar esa respuesta y desarmar su –a priori—incongruencia lógica. Quise decir que la noción de “privilegio” no se puede definir en términos absolutos. Cada cual arma en su mente un esquema propio sobre lo que considera “ser privilegiado”. Muchos de los que, con ingresos medios, son alcanzados por este impuesto a la compra de pasajes al exterior se sienten ofendidos por la idea instalada de que el que viaja es un “privilegiado”. No lo es, sin dudas, si se lo compara con los CEOS de las multinacionales, los banqueros y los agroexportadores. Lo es, en cambio, frente a ese núcleo duro de indigentes que no tienen para comer. No necesariamente el privilegio implica la “culpabilidad” del privilegiado, sino, simplemente, una posición de ventaja relativa frente a un “otro” en determinada coyuntura. Este carácter relacional del “privilegio” encuentra en algún punto su límite (como primera regla para adherir al relativismo hay que admitir que no todo es relativo): para encontrarle a un jubilado de 20 mil pesos la contraparte “débil” que ratificaría su status privilegiado, habría que ir a buscar a ancianos de Somalia acechados por la hambruna y las peleas tribales. Un jubilado de 20 mil pesos no es un privilegiado. Nunca.

De todos modos, la tentación de señalar privilegios ajenos es complementaria a la dificultad para percibir los propios. En ese señalamiento, los privilegiados pierden su carácter relacional y se convierten en absolutos: quienes asumimos posiciones “populistas”, de izquierda o de centro izquierda tendemos a detectar privilegios en las escalas sociales y económicas superiores. Los que tienen una ideología de derecha, sea cual sea su clase social, solo encuentran privilegios en quienes están por debajo de su nivel y en aquellos que, eventualmente, los protegen (el Estado, los sindicatos, los líderes de los movimientos sociales, etc). Para el peronismo y la izquierda los privilegiados siempre son pocos: un puñado de banqueros, terratenientes, jueces, dueños de medios dominantes, etc. Para el liberalismo y la derecha los privilegiados son siempre muchos: los que cobran un plan, los que reciben subsidios, los que venden chucherías en la vía pública y no pagan impuestos, etc.

Los grandes terratenientes podrían quejarse del tratamiento preferencial que reciben, en este nuevo contexto político, los industriales; también les podrían parecer “privilegiadas” las exenciones impositivas que favorecen a empresas mineras y petroleras; o las ganancias de los bancos que nunca se ponen en discusión; sin embargo, a la hora de verbalizar su enojo ponen el foco en “los privilegios de la casta política”, un eufemismo para referirse a la red de protección estatal que pretenden desarmar.

Un ejemplo de cómo llevar esta subjetividad al absurdo: gente de clase media subsidiada durante doce años está convencida de que hubo millones de privilegiados que vivieron “con la luz y el gas regalados”. Pero esa misma gente es incapaz de categorizar como privilegiados a los 200 terratenientes que tuvieron este último año el impuesto inmobiliario casi congelado, sin ajuste por inflación. En una marcha reciente, una señora indignada daba cuenta de esta lógica: “¿Por qué gobiernan para los más pobres?” Para un sector de la sociedad argentina, los únicos privilegiados son los pobres.

--Así que, entonces, sos (relativamente) un privilegiado pero estás de acuerdo con el impuesto al turismo en solidaridad con los más vulnerables…

La ironía ya me estaba poniendo en aprietos. Como no me gusta dar sermones sobre altruismo que después no estoy en condiciones de sostener en los hechos, a la hora de argumentar mi conformidad apliqué una dosis del más puro pragmatismo. Más allá de que me preocupe o no la suerte que corran los más pobres, le dije, confío en que si empieza a moverse nuevamente la rueda de la economía y el pibe de la villa vuelve a comer las cuatro comidas, es probable que alguien abra una pequeña despensa en la esquina del barrio; y que si a ese negocio le va más o menos bien, la distribuidora de alimentos tomará un par de empleados más, en blanco; que la hija de uno de esos empleados tendrá más dinero para pagarse sus estudios universitarios y, en una de esas, se le da por comprar más seguido el diario donde trabajo que, a su vez (porque uno también cree en los milagros) ¡me aumentaría el sueldo! Y entonces sí, con o sin el 30% podría volver a pensar en viajar sin culpa a Uzbekistán.