EL CUENTO POR SU AUTOR

Los últimos cinco o seis años, a pesar de un motor personal básicamente dinámico, me fui fastidiando con la evolución negativa general de la raza humana, para ser discretos. Todo es de derecha, todo es chabacano, vulgar, colabora con entusiasmo a destruir el planeta, apunta hacia abajo, agrede, insulta, milonguea mal. Cayó Dios hace tiempo, pensaba, cayó Marx (o el Partido Comunista, o la izquierda), cayó Michael Jackson: ¿adónde iremos a parar? Poco a poco fui imaginando este cuento. Una voz normal, sensata, me decía “Dejalo pasar”. La otra, narrativa, vieja compañera, apuntaba: “Dale, igual si no sale, lo tiramos”. Me ayudó la cita de Lord Dunsany que lo acompaña (increíblemente, había pensado en algo parecido). Una vez que inventé un ángel lunfa, y un Dios que no se suicidó sino que aceptó morir de puro omnipotente, me fui dejando llevar por los diálogos.

Ya que estábamos, pensé además, hagamos homenajes. El título es también el título de uno de los mejores libros de la literatura latinoamericana, escrito por el chileno José Donoso. Y al mismo tiempo se ajusta como anillo al dedo al tema. De hecho, creo que le dio origen, geográficamente hablando. La última línea, por su parte, cita al santafesino Juan José Saer, en uno de sus mejores momentos de chiflado integral. Desde hace un par de meses el cuento integra mi último libro: Las diez puertas, de Blatt & Ríos.


EL LUGAR SIN LÍMITES

Ser un dios y no poder realizar un milagro es una sensación desesperante.

Lord Dunsany, “Chu-bu y Sheemish”

Desde este punto de vista, sólo se nos ocurre un símil, un paralelo ante lo que vemos: los blancos acantilados de Dover, que desde la costa inglesa enfrentan al continente europeo en el estrecho del mismo nombre. Pero de inmediato tendríamos que empezar a apuntar diferencias. A la larga, en no demasiado tiempo (en el caso de recorrerlos en helicóptero, por ejemplo), los acantilados terminan. En contraposición, lo que ahora vemos podría ser recorrido durante horas, a cualquier velocidad, sin que se produjera de pronto un punto final. Tampoco existen a la vista otros tres elementos: la capa de hierba verde que suele verse en las fotografías sobre la caída a pique de la roca. Ni el agua, serena o agitada, que forma la base de la piedra caliza. Ni los trazos negros de pedernal negro que matizan el blanco de la creta. Aquí todo se ve parejamente blanco, pero sugiriendo siempre a quien alguna vez vio aunque más no sea una foto, los blancos acantilados de Dover.

La extensión sin fin, de todos modos, recorta la semejanza. Seguramente, además, quien haya pasado por allí habrá visto aves, insectos, incluso algún ser humano, o un perro. Aquí, en cambio, no hay ninguno de esos elementos. Bastan algunos momentos de experiencia de este lugar sin límites, siempre igual a sí mismo, siempre deshabitado aunque más no sea por cucarachas u hormigas, para que la máquina incesante de nuestra mente comience a apartarse cada vez más de la comparación con los blancos acantilados de Dover.

Tampoco podemos caer, sin embargo, en la afirmación tajante de que el lugar quizás no tiene ni siquiera aire, podría ser apenas la superficie de un planeta desprovisto de atmósfera, y por lo tanto de plantas, insectos, animales o seres humanos. Porque a un mismo tiempo la base misma de nuestras percepciones se rebela y cree captar, sin poder explicar bien cómo, algunos restos de actividad que indican desarrollo, evolución, incluso cultura. No nos atrevemos a creerlo al principio, pero cuanto más nos quedamos allí, en el paisaje árido y a la vez infinito, más creemos percibir algunos rasgos de… ¿cómo podríamos llamarle? No se trata de sonido, desde luego, ni por lo tanto de diálogos, monólogos, discusiones o entendimientos. Porque no hay seres de tamaño pequeño o mayor que puedan emitirlo. Pero tal vez el acostumbramiento a esto que no entra en nuestras expectativas normales para un lugar normal de la Tierra, nos va haciendo cada vez más sensibles a otra cosa.

Llega un momento en que ya no recordamos si estuvimos mirando los falsos acantilados de Dover (sin fin) durante horas, días, meses o décadas. Podríamos preocuparnos, pero nos aparta del temor la curiosidad. Porque nos parece oír algo. Es más: creemos percibir a por lo menos cuatro personajes que, si no dialogan, ni oyen, ni ven ni son vistos, sí al menos emiten algo, algo que circula fuera de la vista, el oído, el gusto o el olfato. Inventamos una denominación, bastante mediocre, a falta de contar con la seguridad de un especialista en la materia. Cuando han pasado horas, y ya creemos distinguir palabras concretas, y hasta frases, empezamos a hablar de “emisiones subsónicas” o incluso “emisiones invisibles”, sin captar, además, la diferencia: aplicamos los términos según la inspiración, al voleo.

A la altura en que ya podemos distinguir, por decirlo así, quiénes son los personajes (o lo que fueren) ya hace tanto que estamos allí, que no sabemos precisar tampoco desde hace cuánto el cuarteto, más que hablar, emite ráfagas silenciosas de imágenes, retruécanos. Podrían ser incluso uno o dos siglos, y además (como descubrimos casi al mismo tiempo) siempre sobre los mismos temas, muy variados, pero concentrados en una serie de procesos, procedimientos o acciones (invisibles, insonoras, insaboras) semejantes.

El tema central se impone ante nosotros con tal contundencia y tal cantidad de ramificaciones que de pronto nos descubrimos dispuestos a no irnos o tratar de irnos en seguida, sin antes precisar mínimamente de qué se trata.

Ante todo diremos quiénes son los personajes (o lo que fueren): se trata de tres ángeles, y de un ser totalmente distinto al que ellos se refieren como Él, pero que nunca emite, a diferencia de ellos tres. Poco a poco, a su vez, los tres ángeles adquieren características muy marcadas. Casi sin querer los llamamos el Ángel Lumpen (por su modo inesperado, luego aceptado, de emitir estados de ánimo, usar palabras un tanto groseras), el Ángel rojo (por la sugerida y repetida insinuación de ese color en lo que emite) y el Ángel Azul, por el mismo motivo. Sin saber por qué, nos sentimos aliviados de que no exista un Ángel negro, al menos para nosotros.

Dados nuestros antecedentes personales, no podemos dejar de relacionar a quien llaman Él con Dios, en el sentido de dios único, todopoderoso. Por otra parte nos cuesta acostumbrarnos a que los ángeles no tengan nada que ver con la imagen de ellos que nos hacemos. En este caso no podríamos hablar de alturas o fortalezas y, sobre todo, no podríamos hablar tampoco de alas. Los ángeles, que emiten sin cesar corrientes arrebatadas o serenas de conceptos, discusiones o hasta bromas, no se ven, no se oyen, no pesan: de hecho no apoyan sus pies sobre el suelo, porque tampoco los tienen.

Hipnotizados por los temas que tratan, sólo nos limitamos a ir absorbiendo lo que recibimos, lo que ellos emiten. Incluso creemos estar prestando atención durante muchas horas. De pronto, también de a poco, nos sentimos desdoblados. ¿Qué somos, aquí, en estos falsos e interminables blancos acantilados de Dover? ¿Seres como los que éramos antes de llegar: hombres, mujeres, apoyando con firmeza los pies sobre el suelo? Pero al poder percibir de pronto lo que hasta un instante antes eran solo sensaciones difusas, confusas, ¿dejamos de serlo? ¿Somos otra cosa, más cercana a los tres ángeles en permanente intercambio de emisiones, sin ningún tipo de rasgo físico? ¿Estamos como ellos adentro de la piedra, por así decirlo? ¿Y cuánto dura nuestra percepción? Sin datos para ninguno de nuestros sentidos, también el tiempo sufre, se disuelve.

Por una parte traducimos para nosotros las emisiones de los ángeles en palabras, en imágenes, en períodos, en secuencias. No sabemos cuántas horas o días pasan. Ocurre que poco a poco nos damos cuenta de que también para ellos el tiempo parece haberse disuelto. Con mucha dificultad vamos captando en las emisiones angélicas que el tema central para ellos sería “el silencio de Él” (sobre eso parecen discurrir, con mayor o menos pasión, todo el tiempo). El ángel rojo, por ejemplo, emite: “¿Hoy tampoco Habló?”. Tanto el ángel lunfa como el azul gruñen, como si volver a referirse a lo mismo fuera ridículo. El azul emite, muy fastidiado: “No habla desde 1880 y pico”. Casi nos caemos de espaldas (aunque aquí no la tenemos) al oír de pronto una fecha concreta, histórica, que nos ubica pero no sabemos con respecto a qué. Nos llama la atención, además, que digan “habló”, como si Él pudiera hacerlo, a diferencia de ellos. El ángel lunfa hace su aporte cínico, burlonamente agresivo, emitiendo: “Es el colmo. Si no Habla ya mismo, que se vaya a llorar al cuartito”.

Los otros dos ángeles emiten un estado de ánimo asombrado, escandalizado: no se puede emitir en ese tono sobre Él. “Pero si no habla”, dice el ángel lunfa, “¿qué carajo podemos hacer?”. Lo que emiten al unísono los otros dos ángeles es el equivalente de un respingo (aunque nada se oye ni se ve ni se siente dentro de la roca infinita): mucho menos así se emite sobre Él. Los que estamos captando todo esto, casi colados de refilón en algo que no entendemos, hacemos esfuerzos infructuosos por relacionar el año 1880 y pico con algo. Pero pronto la intriga se resuelve. En realidad sospechamos que desde ese lejano año hasta hoy (digamos 2018, por poner una fecha) los tres ángeles han estado paseándose o circulando o proyectándose, emitiendo siempre sobre los mismos temas.

Así que no nos asombra cuando después de un silencio considerable, tan extenso que empezamos a pensar que ya terminó todo, uno de ellos (creemos que es el rojo) emite: “Después de todo la culpa la tuvo Él Mismo”. “Sí”, reconoce, sintético, el ángel azul. “Lo que siempre digo”, emite el lunfa. “Mejor no ser omnipotente. A Seguro lo llevaron preso”, remata, con cierta incoherencia. “Lo que pasa es que alrededor de 1870 Él había Estado en el Sinaí, y había intentado un milagro”, emite el rojo. El lunfa lanza un corto equivalente silencioso de una carcajada: “No me hagan acordar”, casi se oye el ruido de una escupida, un gargajo. “La multiplicación de los panes”. “No llegó ni a quince panes”, emite el rojo, condolido. “Rarísimo, porque el Hijo del Hombre (en realidad de Él) había logrado cientos, hasta miles”. “Para mí, ahí empezó todo”, dice el azul. “Andaba con un mal humor de perros. Armaba tormentas en distintos planetas, hundió algunas ciudades, se burlaba sanguinariamente de los hombres que él mismo había creado”.

“¿Quién se creía que era?”, emite el lunfa. “¿El rey del fainá? A partir del fracaso con los panes empezó a darse máquina sin parar. Apostaba consigo mismo. Un boludo, para decirlo corto”. Esta vez los dos ángeles de colores no emiten nada: están demasiado deprimidos como para escandalizarse. Hay un silencio considerable, de muchos segundos. “Él sabía que existía”, emite el rojo. “¿Qué cosa?”, emite el azul, intrigado. “Esa idea. La muerte de Dios”, explica. El lunfa se mantiene aparte, sin emitir nada. 

Ahora aparece, emitiendo como desde otro mundo: “Ahí fue donde metió la pata”, emite. “Una apuesta simple. Eligió a Friedrich, el pobre hombre, un gil que se creía crack. Era el que más la difundía”. “Sí”, suena casi perdida la emisión del ángel rojo, como si estuviera abstraído. Y repite: “Sí”. “Lo peor”, sigue el lunfa, “era que sabía que Él era Dios”. Ningún ángel emite nada durante casi un minuto. “Omnipotente al mango”, sigue el lunfa. “¿Y qué se le ocurre como desafío a este infeliz, este señorito?”. Hace una pausa, como dando espacio para cualquier cosa que quieran decir los otros ángeles. “Desafiarse al extremo. Darle a Friedrich, a diferencia de cualquier otro hombre, libre albedrío total. Y Él, morir”.

En el cansancio de las emisiones se advierte con claridad que vienen rebotando en los mismos temas desde hace más de un siglo. Vueltas y vueltas y vueltas y vueltas. “Y el tipo lo tomó al pie de la letra. Lo mató, él creía que sólo en los libros. Pero a esa altura, por su negativa a intervenir, él mismo se había debilitado. Fíjense en lo de los panes. Así que al final…”, se queda en un silencio total, sin decir la palabra, el verbo. “Se murió”, emite al fin gravemente, casi imposible de captar, el rojo. “No se lo esperaba. Pero pasó eso. No pudo volver”. Silencio, silencio, silencio en el ámbito ya lleno de silencio de la piedra, del paisaje sin fin, de los falsos acantilados blancos de Dover.

“No habló más”, emite el azul. “Desde entonces no habló más”. “Y para junar qué pasaría con semejante estupidez fanfarrona”, emite el ángel lunfa, “la de un Él omnipotente que lo sería incluso en su decisión de desaparecer, sin vuelta, bastaba con fijarse en cómo terminaría Friedrich: loco como un plumero, abrazándose a un caballo en una plaza, mirándole el ojo equino grande, curvo, con su propio ojo más pequeño, extraviado”. “¿Y nosotros qué?”, sigue el tono agresivo del ángel lunfa. “Tanto que lo bancamos, en las buenas y en las malas, y ahora nos deja, nos jode, se va: quedamos solos, rebotando como bolas sin manija”.

No podemos dejar de sentirnos impresionados ante la catarata de nuevos datos. Se nos ocurre que ahora entendemos muchas cosas cuando en realidad, la verdad sea dicha, seguimos sin entender casi nada. Para nosotros fue un shock, para los tres ángeles es y seguirá siendo el tema repetido hasta el hartazgo desde hace tanto tiempo. Así que van desgranando las consecuencias como en una cantilena apropiadamente religiosa, alternándose: “El objetivismo, el psicoanálisis, la primera Gran Guerra, la Segunda, el rock and roll, Hanoi, los autos pequeños y casi iguales entre sí, el consumo…” Siguen, siguen y siguen. De pronto se detienen, como si eligieran no repetir todo hasta el final.

“Lo peor”, emite el rojo, “fue dónde terminó Él mismo”. “Eso”, dice el lunfa. “Eso”, repite el azul. “En la única oquedad de este paisaje sin final”. Estamos por preguntarnos, desorientados, qué es una oquedad, cuando el ángel rojo, al darse cuenta, emite una definición prolija, detallada: “Espacio que en un cuerpo sólido queda vacío, natural o artificialmente”. “Pensar que en otra época este Pelotudo podía entrar y salir de cualquier oquedad cuando se le daban las pelotas”, emite el lunfa, furioso. “Bueno”, lo ataja el azul. “Ya está. Ya está. Ahora está ahí, sin emitir nada, desde 1880 y pico, sin que nosotros mismos, sus ángeles, podamos entrar ni salir en ese lugar”. “Muerto”, emite el rojo, impávido. 

“Muerto, muerto”, dicen los otros dos, casi como si fuera el final de un aria de ópera, no al unísono, sino en cadena.

Y de pronto no hay en el interior de piedra ninguna emisión, incluso ninguna presencia, nos damos cuenta. Sin esfuerzo, sin desearlo siquiera, estamos afuera, donde el paisaje más se asemeja a unos infinitos acantilados blancos de Dover. Tampoco afuera hay nada, nadie. Después de ese tiempo sin tiempo en que seguimos lo que emitían los ángeles, nos volvemos sobre nosotros. 

Yo mismo, el que narra, apenas uno de los tantos que llegamos aquí, ahora no nos acordamos cómo, también vuelvo sobre mí. Me doy cuenta de que pronto volveremos todos, apoyaremos los pies sobre el suelo, estaremos en nuestro propio lugar, ni más ni mucho menos sabios que antes de enterarnos de todo esto.

Paseo la mirada por última vez por la piedra que se proyecta hacia el horizonte, esa línea que retrocedería sin fin si avanzáramos. No se ven insectos, no se ven perros, no se ven hombres ni mujeres. Sólo piedra, al parecer intocada, como si por aquí no hubiera pasado nadie nada nunca.