A finales del invierno de 1998, Joaquín Sabina estaba en Madrid, tratando de ver cómo rematar, y olvidar, la fallida experiencia con Fito Páez, escribiendo nuevas canciones, pensando en un nuevo disco y, fiel a sus hábitos, viviendo de noche y durmiendo de día. Es el periodo en el que su casa es una combinación de bar, pensión, oficina y taller de canciones. Un tiempo magnificado por los medios y rodeado de cierta leyenda: fiestas hasta el amanecer, desfile de personajes de toda condición —músicos, escritores, periodistas, actores, toreros, modelos, camellos, prostitutas, anónimos visitantes—, consumo masivo de cocaína, marihuana y alcohol y, en general, lugar de esparcimiento y desparrames diversos. Al preguntarle a Joaquín si todo lo que se cuenta es verdad, no puede evitar que la mirada se nuble por un instante de cierta nostalgia y en los labios se dibuje una leve sonrisa cómplice y satisfecha —quizá la correspondiente al deber cumplido: aquello había que hacerlo, y se hizo. Había que vivirlo, y se vivió—, mientras responde sin dudar: “Sí, todo es cierto, esa fue la época más enloquecida”.

Entre los habituales de la casa estaban los críticos de cine Carlos Boyero y Antonio Gasset, el músico Caco Senante, el productor de cine Antonio Oliver, el periodista deportivo Nacho Lewin, el vecino Pablo Milanés, todos con llave, como tantos otros. Alejo Stivel al respecto, guarda una anécdota: “Joaquín me ofreció las llaves de la casa, pero nunca las acepté. Varias veces me dijo “Te doy las llaves, así tú vienes cuando quieras”. Y le respondí, “no, Joaquín, si vengo como mínimo te llamo por teléfono”, algo que era imposible porque no contestaba al teléfono, “pero por lo menos te toco el timbre, porque igual no te apetece recibirme”. Y él me replicaba: “No, no, aquí las tienes”. Me las daba, me las ponía en la mano: ‘Toma las llaves, esta es tu casa, cuando quieras vienes y abres’. Y no, nunca las acepté”.

Preguntado Joaquín por cuál es el fetiche de su vida en el documental de Ramón Gieling 19 días y 500 noches (que pese a su título no guarda relación con el disco), responde que es, precisamente, una llave: “Es la que tuve en Granada, que fue el primer sitio donde huí. No sé por qué, porque mi infancia no fue infeliz, aunque yo creo que me he inventado una infancia infeliz literaria, no fue infeliz. Pero sí sabía que ese mundo gris, polvoriento, en blanco y negro, posfascista de mi pueblo, me era irrespirable. No sabía lo que había para respirar fuera, pero sí sabía que quería irme de ahí. Mi primera ida fue a Granada, llegué una tarde a una pensión, se llamaba La Casa de las Cortinas, y esa noche me dieron la llave, y esa llave significaba que yo podía volver a la hora que quisiera, sin darle explicaciones a nadie. Bendita llave, nunca la olvidaré. La llave”. Quizá por ello decidió que la llave de su casa sería la que abriría la puerta de la libertad de sus amigos, el lugar donde podrían hallar refugio sin que nadie hiciera preguntas.

En esas reuniones charlaban, cantaban, los había que escribían en algún rincón los textos que debían entregar al día siguiente en sus diarios. A ratos podían estar juntos, a ratos, dadas las dimensiones de la casa, cada uno compartiendo su propia soledad. Fueron meses, desde marzo hasta el otoño, en los que Sabina se volcó en la escritura de las canciones que debían dar lugar a 19 días y 500 noches, manteniéndose en pie a base —ha comentado en ocasiones— de whisky, coca y café. Aunque hoy rebaja un poco el estereotipo que se le atribuye de peligroso inconsciente: “Nunca escribo completamente solo, escribía con un amigo mío maravilloso que se murió, que firma conmigo en el disco, Antonio Oliver, y entonces me di cuenta de que él se tomaba un gramo de coca mientras yo me tomaba dos rayas. Visto ahora, en retrospectiva, tal vez me cuidé mucho más de lo que pensaba y de lo que la gente pensaba que me cuidaba. Pertenezco a toda la época del ácido y la heroína, y sin embargo nunca he probado la heroína, y me he tomado creo que un ácido en mi vida, y no me hizo nada. He sido mucho más moderado de lo que dice mi leyenda”. ¿Supo, por tanto, contra lo que se asegura, guardar la ropa? “Sí, muy probablemente por cobardía [risas]. Y he llegado a los setenta años, que se dice pronto”. Pero no duda en afirmar que la escritura del disco sí tuvo mucho que ver con ese régimen de estimulantes y días durmiendo lo justo: “Ahora sería incapaz de estar dos meses o tres solo escribiendo. Es que me dormía con el cuaderno en la mano, me dormía muy tarde, y cuando me despertaba iba directamente al cuaderno. Era capaz de estar dos o tres horas con un cuarteto o con un verso solo, corrigiendo”. Confiesa que, sin cocaína, 19 días y 500 noches no habría sido el mismo disco: “No, absolutamente no. Ese punto de concentración obsesiva que da la coca es imposible de encontrar de otra manera. Durante unos años es una cosa estupenda para escribir canciones, luego no”. Y explica sin ambages que “el disco es un disco de coca, completamente”.

Foto de la contratapa del dsico original, realizada por Jorge Represa

A LO GOYENECHE

Componer canciones. Ese era el objetivo o prácticamente la obsesión. Algunas estaban ya escritas, aunque en continuo estado de transformación, como la misma “19 días y 500 noches”, o “Dieguitos y Mafaldas”, surgida en febrero, en Buenos Aires, mientras trabajaba en Enemigos íntimos. Permanecía en constante estado de alerta, escribiendo, pergeñando nuevos temas. Fue entonces cuando Alejo Stivel reapareció en su vida: “Recuerdo ir a su casa a pasar la noche, a acampar, digamos. Aquello era divertido, Joaquín estaba en una etapa en la que todo ocurría en su casa, no era llegar de un boliche a las mil con treinta personas. Solía haber gente, pero a veces no, a veces estábamos solos. Por entonces él ya estaba semienclaustrado. Allí se hablaba, se reía, se cantaban canciones, se charlaba de todo lo que se puede charlar, de música, de política. Se bebía, se seguían todo tipo de costumbres tóxicas”. Lo llamativo es que para entonces Alejo hacía tiempo que había abandonado por completo las drogas y el alcohol —“era un monje”, apunta Joaquín—, totalmente abstemio: “En un momento abandoné toda la toxicidad, porque me pasé de vueltas, me pasé cuatro pueblos y tuve que volver al pueblo de origen… Curiosamente, convivía con toda esa locura de su casa y el desmadre, pero lo acompañaba desde mi sitio, desde mi posición de abstemio”. Entre los habituales de la casa, Alejo comenta que “veía mucho a Caco Senante, a Pablo Milanés cuando venía por España, obviamente, porque vivía abajo. Antonio Oliver estaba siempre allí, todas las noches. También estaba Cristina, su novia”. Y revela una curiosidad: ¿qué repertorio atacaba Sabina con su guitarra en esas noches con amigos? “Cantaba canciones de Georges Brassens, de Leonard Cohen, de Dylan, algún tango. Repertorio internacional, por así decir”.

Oírlo cantar en esas condiciones, fue la clave que lo llevaría a la producción de 19 días y 500 noches: “Lo veía cantar en su casa, totalmente desprejuiciado, por decirlo de alguna manera, con la voz rota, a las tantas de la mañana, y le decía: ‘¿Por qué no cantas así en los discos?’. Creo que eso fue lo que le provocó para llamarme a producir. Me parece que ese fue el disparador”. Algo que corrobora Sabina: “Alejo empezó a venir a casa por las noches, y yo por las noches cogía la guitarra y cantaba. Me decía que tenía que hacer un disco así, sin maquillar la voz, dejando salir todo, y que no tenía que contar con mi equipo médico habitual, con Pancho y Antonio. La verdad que eso me sirvió mucho para no autocensurarme ni autocortarme”. Alejo abunda en ello: “No sé si fue un comentario concreto o varios que se fueron sumando. Tampoco es que yo fuera todas las noches, no era un habitual, de los fijos, yo caía por ahí. En total igual fui cinco o seis veces, no recuerdo bien. Pero cada vez que lo oía cantar y decir con ese tono goyenechesco, desde otro lugar, me flipaba. Siempre pensé que era un error intentar lo que hacían en sus discos anteriores, que era ponerle mucha reverb, mucho efecto, tratar de hacerlo cantar bien, intentar que la voz suene limpia y que parezca un cantante, cuando creo que él es más un decidor. Y le comentaba: ‘Este es tu lado. Esto es, además, lo que más tiene que ver con tus letras, con tu personaje, con tu manera de ser’. Y lo extiendo no solo a la voz, sino también a lo que es la producción. Realmente yo no tenía los discos de Joaquín, no los había oído nunca, había oído las canciones que habían sonado en la radio, digamos, los singles: ‘Princesa’, ‘Calle Melancolía’, ‘Pongamos que hablo de Madrid’ y algunas más. No era un experto en Sabina, pero cuando lo oía por la radio notaba eso, guitarras muy procesadas, pasadas por muchos efectos. Un sonido como muy procesado todo. Su voz, las guitarras, los teclados, la batería, como tratando de que todo suene bonito y suene bien, y yo le decía: ‘Esto no tiene nada que ver con tus canciones ni contigo’. Lo decía porque realmente lo pensaba, y cuando me llamó me sorprendí, porque a él lo veía como que tenía un equipo de gente habitual con el que trabajaba. Pero para nada fueron premeditados los comentarios que hacía, eran comentarios del que pasaba por ahí. Y bueno, gajes del oficio, quizá es un defecto mío, que opino de música, no puedo dejar de opinar, vivo un poco de eso, ese es un poco mi sino”.

Portada del libro de Puchades, editado en España y recién distribuido en Argentina

LETRA Y MÚSICA

Las palabras de Alejo no cayeron en saco roto, y Joaquín tomó una decisión que a todas luces parecía arriesgada, sobre todo viniendo de donde venía, de ese choque sin paliativos con Fito Páez y de lo que a él le parecía un disco fallido: confiar de nuevo en alguien ajeno a su núcleo duro. Pero apreció los comentarios —o consejos— de Alejo, su franqueza, le agradó lo que decía. Porque Sabina, al contrario que otras estrellas de la música que gustan vivir en una burbuja de halagos, es de los que prefiere la sinceridad, la crítica honesta, sabe escuchar y todo apunta a que reflexiona sobre lo que le dice la gente cuya opinión valora. Luego, como cualquiera, hace lo que cree más oportuno, pero con él las palabras no se las lleva el viento. Y muy probablemente Alejo pulsó las teclas más sensibles en el momento adecuado: cuando su vida era un torbellino —a todo lo expuesto, sumemos que la relación con Cristina Zubillaga estaba tocando a su fin—, en el horizonte próximo estaba alcanzar el siempre inquietante medio siglo de existencia y andaba necesitado de refrescar ideas musicales y afrontar el sonido de sus discos de otro modo. “El que la grabación fuera desnuda —argumenta Joaquín en la actualidad—, el que mi voz estuviera sin maquillar, el darme tiempo para sacar lo mejor cantando, eso es idea de Alejo. Y es una idea cojonuda, y se la agradezco muchísimo”.

Pero, además, Alejo, en otro golpe de atrevimiento, le animó a que se forzara a escribir él solo las letras y músicas de la próxima grabación: “Hasta ese momento, la canción suya que más me gustaba era ‘Y sin embargo’, y el día que me enteré de que la música era de él, le dije: ‘Coño, pero es que tú eres famoso por buen letrista y se supone que no por músico, y tu canción que más me gusta tiene música tuya. ¡¿Esta melodía la escribiste tú?!’. Y me decía ‘sí, sí, es mía’. ‘Pues, tío, ¡a componer melodías!’”. Joaquín lo corrobora: “Me convenció de que él veía a un tipo como yo haciendo letra y música, no contando con otros músicos, porque yo soy muy vago, y en cuanto tengo un proyecto de letras me junto con los músicos y digo ‘venga, a ver qué se os ocurre’. Él tuvo la idea de que lo tenía que hacer yo, en letra y música, y creo que fue una buena idea. Alejo influyó mucho en que compusiera yo. Fíjate, ahora me gustaría hacer otra vez lo mismo, pero sin coca y sin la juventud de entonces —a pesar de que tenía cincuenta años—, y lo encuentro muy difícil. De hecho, hay mucha gente —incluidos algunos músicos míos, como Antonio— que me dice que haga yo las letras y las músicas. Y sí, creo que es un buen consejo, ¡pero no cuentan con mi vaguería y mi vejez!”.

Ese momento fue crucial para Joaquín Sabina, que tomó la decisión de seguir el consejo recibido. Él mismo se encargaría de las letras y las músicas, por lo menos de la mayoría. Rompiendo con el sistema de composición habitual de los últimos quince años, el que poco a poco le había llevado a relegar cada vez más la parte musical de las canciones: “Tengo la sensación de que cuando decidí que lo iba a hacer sin Pancho y Antonio —reflexiona dos décadas más tarde—, que lo iba a hacer yo, y que las letras y las músicas iban a ser mías, y que nadie me iba a cortar por ningún lado, dejé salir el río que normalmente me salía y que siempre los músicos o alguien me cortaba. Alejo ahí estuvo bien, no me cortó en absoluto”. El río fue la colección de canciones más tremenda que había escrito hasta la fecha, con textos en los que, además, no se abstuvo en extenderse cuanto creyó oportuno. Las canciones eran todo lo que importaba, nada más. En 1999 aseguraba que se había pasado seis meses componiendo, a quince o veinte horas diarias. Si siempre fue a la búsqueda de “la canción más hermosa del mundo”, esta vez iba a poner todo de su parte para lograrlo.