Cuando Bruce Chatwin era chico, su abuela le mostró un pedazo de piel de brontosaurio, que se convirtió en un objeto fetiche para él. Lo había mandado el primo Charley desde la Patagonia, adonde se fue a vivir después de una vida entera surcando los mares del mundo. Cuando la abuela murió, el pequeño Bruce preguntó a su madre si le podían dar aquel pedazo de brontosaurio. “¿Ese cuero viejo? Me temo que lo tiramos a la basura, querido”.

Es leyenda la manera en que llegó Chatwin a la Patagonia: en los años 60 trabajaba como tasador de obras de arte en Sotheby’s, era la estrella y el benjamín del equipo, cuando se quedó ciego de golpe. Los médicos le dijeron que era nervioso: “Demasiado mirar de cerca”, diagnosticaron. Para curarse, debía renunciar a su don más preciado. El joven Chatwin se autorrecetó los caminos del mundo: perder la mirada en el paisaje hasta recuperarla. Su telegrama de renuncia a Sotheby’s decía: “Me fui a la Patagonia”. Antes de subirse al avión en Heathrow ya había empezado a recuperar la vista.

Esta es la versión que contó él mismo en sus libros y, como todos sabemos hoy, Chatwin era un mentiroso formidable. Hasta eso es parte de su leyenda: primero fue la fascinación universal por su libro sobre la Patagonia; después, casi como contrapartida de la fascinación infecciosa que despertaban su figura y sus asombrosos libros posteriores, vinieron los cuestionamientos: que mentía, que inventaba demasiado en esos libros, que engañaba. Acusación insólita, pero sigamos. Vino entonces la novela de su muerte, prematura, en el pico de su fama, en 1988: según él, se había infectado por aspirar un hongo en China, en una visita clandestina que hizo a la recámara subterránea donde se hallaron los milenarios soldados de terracota imperial. En realidad tenía sida, se supo después de su muerte. Y una cosa era mentir un poco sobre la Patagonia o los desiertos de Australia en sus libros, y otra cosa era no animarse a salir del closet, ocultarle al mundo su homosexualidad. La fama de Chatwin empezó a apagarse desde entonces y hoy a lo sumo produce un déjà-vu fugaz y descartable entre los practicantes estrella del género estrella de nuestros días: la crónica. No importa: son todos hijos de él, aunque no lo sepan.

Yo empecé a leer a Chatwin tarde y por la puerta de atrás: por su primer libro de piezas sueltas, el formidable Qué hago yo aquí, que se publicó póstumo en 1989 pero él se había encargado de ordenar y corregir en sus últimos meses de vida. Se suele considerar menores a esa clase de libros: miscelánea, les dicen mezquinamente en el gremio editorial y el periodístico. A mí me voló la cabeza precisamente por su variedad asombrosa. El motor de Qué hago yo aquí es por supuesto la curiosidad, esa curiosidad omnímoda que es la característica central de los grandes amantes de la vida: los que ven la unión invisible debajo de lo diverso. Cuando me cruzo escritores y escritoras así, devoro todo lo que escribieron, es como maná caído del cielo, y eso me pasó con Chatwin. Devoré cada uno de sus libros, su correspondencia, las biografías, las semblanzas hechas por amigos y enemigos, pero no podía entrarle a su obra maestra, su primera obra maestra: En la Patagonia (la otra es Los trazos de la canción, su libro sobre los nómades australianos). Lo tenía en inglés y en castellano, pero rebotaba cada vez que quería entrar: cuando lo empezaba en castellano sentía que me estaba perdiendo el inglés de Chatwin y cuando lo empezaba en inglés sentía en falta el clima, el fondo argentino del libro. Sí, una estupidez de mi parte, pero así fue, hasta que el otro día alguien me preguntó por qué no había escrito nunca sobre Chatwin. Abrí la boca para contestar pero la cerré sin decir nada, volví a casa, manoteé mis dos ejemplares de En la Patagonia y me senté a leer.

Entiendo el enojo de Bayer con Chatwin pero creo que esos anarquistas a quienes el gran Osvaldo rescató del olvido salen bien parados en el libro de Chatwin, a pesar de las distorsiones a las que los haya sometido. Quizás este pequeño ejemplo sirva para mostrar el respeto que sentía por las ideas y los ideales de Bayer: en un momento del libro llega una noche tarde a un caserío patagónico donde le dan un lugar para dormir. Cuando se levanta a la mañana siguiente para irse, pregunta cuánto debe. “Si no hubiera ocupado usted esa cama, nadie lo habría hecho”. ¿Y por la cena? “Cocinamos para nosotros y le dimos lo que sobró”. El mate, entonces, dice Chatwin. “Nadie paga por el mate”, le contestan. “Déjenme al menos pagar por este pan y el café”, insiste. Y le contestan: “El pan no se le niega a nadie, pero el café con leche es cosa de gringos, así que se lo cobro”.

Aunque disfrute como un pashá cuando duerme en casa de ricos (y ése parece ser, en el fondo, el problema con él), Chatwin jamás está del lado del imperio cuando escribe, desconfía especialmente cuando el imperio se hace pasar por la voz de la razón, como le pasa con Darwin. “Hay una debilidad entre los naturalistas viajeros: maravillarse ante la perfección de las especies raras animales o vegetales y espantarse, en cambio, ante los hombres que no son como ellos”, dice Chatwin, rebelándose ante aquel triste pasaje de Darwin en Tierra del Fuego cuando vio a los yámanas bailando y creyó encontrar el eslabón perdido entre nosotros y los primates. “He leído de punta a punta el único diccionario yagán que existe y puedo dar fe de que sus hablantes usaban tantas palabras como usó Shakespeare en sus obras”, dice Chatwin. Y, por si caben dudas, agrega: “Los yámanas se llamaban así a sí mismos porque yámana en yagán significa vivir, respirar, recuperarse de la enfermedad, estar en sus cabales”.

Además de aquel pedazo de cuero de brontosaurio, el primo Charley había enviado desde la Patagonia un libro que contaba la historia de Lucas Bridges y su padre Thomas, el primer hombre blanco que vivió con los yámanas, el autor de aquel diccionario único de yagán. Chatwin había leído mil veces ese libro en su infancia, en particular un capítulo en el que Lucas, que se había criado entre yámanas, encuentra gracias a ellos una senda secreta que une el canal de Beagle, donde estaba su casa, con el otro extremo de la isla. Chatwin había soñado toda su vida con hacer a pie ese camino. Eso le confiesa a la última descendiente de los Bridges. Ella le pregunta si necesita un mapa. Él dice que no: va a guiarse por aquel capítulo del libro, que se sabe de memoria. Parte por el sendero, cruza vertientes, se interna en el bosque. Recita para sí mientras marcha, tal como los aborígenes nómades australianos recorren el desierto cantando esa canción inmemorial que les enseñaron sus mayores y que cuenta su errancia por el inmenso territorio desde el principio de los tiempos. Chatwin dijo alguna vez: “Eres lo que te sucede. Mi religión es caminar. Si caminas mucho es probable que no necesites ningún otro dios”. Mírenlo perderse en bosque. Miren lo que puede hacer un pedazo de cuero viejo y un libro leído en la infancia.