EL CUENTO POR SU AUTOR

La ficción siempre es autobiográfica. César Fiore (cuyo nombre real no es César Fiore, por supuesto) es un personaje que me dio vueltas en la cabeza durante casi treinta años. Intuía que a partir de contar de un modo minimalista su historia (o mejor dicho: el breve capítulo de la vida de César Fiore del que fui testigo) podía rozar otras cosas del mundo que siempre me han desvelado: la injusticia, la exclusión, la indolencia. Pero sentía que no iba a lograr hacerlo como César Fiore se merecía.

Hasta que un día viví algo muy parecido a la escena con la que empieza el texto. Al día siguiente me puse y escribí el relato de un solo tirón. El resultado fue un cuento más de la saga de Maru, una serie sobre distintos grupos y familias narrados por una suerte de alter ego mía que integran el libro Cuentos Blancos.

Pero “César Fiore” es posterior: hasta aparecer aquí, estaba inédito.

Ojalá que el verdadero César Fiore lo lea y lo acepte como una disculpa tardía por no haber sabido reconocer ese momento crucial en el que deberíamos haber hecho mucho más por él.


CÉSAR FIORE

Con un gesto, Juanpi le pide al mozo una segunda cerveza para todos, y dice que al que se cruzó hace mil años es a César Fiore.

En un taxi, se lo cruzó.

Y después, agrega: “¿No es una locura? César Fiore, justo él, manejando un taxi. Y ni siquiera era el dueño, me dijo que lo alquilaba”.

Un grupito de ex compañeros de secundaria que se junta después de casi treinta años en una cervecería del conurbano. “Qué cliché”, viene pensando Maru desde que la contactaron por Facebook.

Pero ahora Juanpi acaba de decir “César Fiore, justo él, manejando un taxi”.

Entonces Maru mira el tránsito de la avenida, y la vista se le nubla a pesar de los anteojos, y le parece verlo: César Fiore apoyado en una de las barandas de la escalera del colegio. De madera barnizada, las barandas; lo único mínimamente amable en aquel edificio racionalista que los militares habían mandado a construir y a pintar de verde seco unos años antes de que ellos empezaran Primer año.

Pero la imagen (o la estampa, ése es un mejor sinónimo de lo que le viene a Maru a la cabeza cuando se acuerda de César Fiore: “estampa”) no es de Primer año, cuando andaban por los pasillos del colegio pegados a las paredes para no llamar la atención, sufriendo el final abrupto de la infancia que había implicado empezar a ser sólo un apellido entre cuarenta y cinco. La dictadura había terminado apenas unos años antes, y paradójicamente, a la vez que algunos pibes mayores se animaban a ir en ojotas o se dejaban crecer la barba, o iban con la camiseta de su cuadro de fútbol, en los primeros años los profesores se aferraban a ciertas costumbres que estaban naturalizadas: tratarlos de usted, hacerlos alinear los pupitres, mandar a lavarse la cara a toda alumna que se hubiera puesto un poco de base o de rubor, sancionar a toda parejita en la que se evidenciara algún impulso sexual. Y, sobre todo: hacer que pasara de año sólo el veinte por ciento del alumnado. No parecían registrar que al colegio se había empezado a entrar por sorteo: seguían exigiendo de los alumnos el nivel que, durante décadas, había marcado un estricto examen de ingreso.

No es de ese Primer Año frío la estampa de César Fiore que impregna los ojos de Maru.

No.

Es de cuando estaban promediando Quinto y se sentían los reyes del colegio. Todavía no se habían ido a Bariloche, y eso producía una euforia grupal que explotaba en batucadas espontáneas para impedirle a la de Psicología Social que diera clase, o se canalizaba en que alguno se subiera al pupitre para recitar algo, algo como la letra de la flamante “Filosofía barata y zapatos de goma” de Charly, por ejemplo, en el medio de una hora perdida en hacer como que contestaban un cuestionario de Historia.

Es de Quinto la estampa de César Fiore que le viene a la cabeza a Maru.

De Quinto, y de un recreo.

Dos años antes, César Fiore había elegido la orientación de bachillerato que le parecía mejor, “el Científico”, mientras Maru y los demás amigos que habían sobrevivido al ciclo común eligieron “el Social”, más por seguir todos en la misma división que por algún interés académico. En eso también César Fiore era una rara avis.

De Quinto, de un recreo, y de esos meses en los que se sentían felices, quizás la última vez que se sintieron verdaderamente felices (después de Bariloche todo fue cansancio, peleas y despedidas), el último año antes de perderse en lo que suponían iba a ser “la carrera” de cada uno (“¿qué carrera vas a seguir?”, era la pregunta de los adultos).

De esos meses es la estampa de César Fiore que Maru tiene grabada detrás de los ojos: el pelo grueso mal crecido hasta los hombros y el gesto permanente de correrse un mechón que le caía sobre los ojos, unos ojos marrones y sagaces, unos ojos que aunque nunca se lo haya dicho a nadie, a Maru la atraían: los ojos de César Fiore ya eran los de un hombre entre tanto varón en plena edad del pavo; en la estampa después viene un torso que se adivina musculoso debajo de una remera que dice “Patricio Rey”.

César Fiore era pobre.

Aunque ni Maru ni ninguno de sus amigos sabía cuán pobre. Porque nadie había ido nunca a su casa.

O quizás no es que no lo supieran, si no que no lo decían.

Una vez César Fiore contó que la madre había ido a la salita y le habían encontrado un tampón puesto más de un mes antes. A Maru la anécdota la impresionó por la cuestión médica, pero más la alarmó la sospecha sobre el estado mental de una mujer para olvidarse un tampón puesto. (Hace pocos años a Maru le pasó algo parecido: fue a ponerse un tampón, y tenía puesto otro, y no tenía era la certeza de desde cuándo. Por suerte pudo sacárselo sin asistencia. Eso le hizo cambiar el concepto sobre la madre de César Fiore. Lo que no dejó de pensar era que si la mujer había ido a “la salita”, en lugar de a una clínica o a un sanatorio, los Fiore eran pobres; al menos más pobres que la mayoría de los pibes que iban al colegio.)

La estampa de César Fiore que a Maru le viene a los ojos, habla. Y dice cosas mucho más interesantes que el resto de sus amigos. Porque a los diecisiete años César Fiore –y Maru no sabe dónde conseguía tantos libros– ya leyó el diario del Che en Bolivia, conoce las vicisitudes de la biografía de Trotsky, usa conceptos como “plusvalía” o “lumpenproletariado”, cita frases de Confucio, mira y se indigna con el programa televisivo Tiempo Nuevo y –de esto Maru se dio cuenta años después– seguramente al menos hojeó El manual de conducción o La Comunidad Organizada, porque la estampa de César Fiore está tratando de hacerle entender que Menem es mejor opción que Angeloz. Le dice que hay que mirar quién está con los sectores populares; sin cansarla ni hacerla reaccionar, con la resignación que Maru supone debía sentir ese protomilitante ante una piba de clase media que de historia sólo conocía el relato mitrista que les habían hecho repetir durante doce años de escolarización; un relato lleno de omisiones y normalizaciones ideológicas, como el recuadro sobre las medidas económicas de la “Revolución Libertadora” del manual de Tercero, o aquellas palabras inolvidables de la profesora de Educación Cívica de Segundo: “los militares cometieron algunos errores, es cierto”. “Sí: treinta mil errores, señora”, había sido la respuesta de César Fiore desde el último banco, y también en aquella ocasión su tono había sido de resignación, como si en medio del clima de esperanza democrática que se vivía, él ya intuyera las leyes de Alfonsín, los indultos, y, algo que para Maru resulta aún más asombroso en un pibe de dieciséis años, supiera que derrotar a los fascistas para siempre es imposible.

Juanpi acaba de decir “¿No es una locura? Cesar Fiore, justo él, manejando un taxi”, porque todos supieron siempre que César Fiore era el mejor de todos.

El más brillante.

El más brillante, y el más rebelde.

Por eso, de Primero a Tercero se llevó todas las materias, incluidas Plástica, Música y Educación Física, siempre aprobó las necesarias entre diciembre y marzo, y al final, pasó a Quinto sin ninguna previa.

Por eso también, en la estampa, César Fiore está a cinco amonestaciones de que lo echen del colegio.

Por eso también, como faltan un par de meses para llegar a fin de año, y por insistencia de amigos como Maru, César Fiore se viene portando como un santo. Esta charla con Maru sobre las elecciones presidenciales es lo más cerca que está de un conflicto después de que sorprendió a la de Biología con un baldecito lleno de bollos de papel sobre la puerta del aula. La broma resultó físicamente inofensiva, tal como la había planeado él, molesto por el alegato contra el aborto que había hecho la mujer con la excusa de la Unidad sobre los aparatos urinario y reproductivo. Pero la de Biología se había sentido muy herida en su orgullo (las carcajadas de todos los del Científico seguramente colaboraron en eso), y además, tenía a César Fiore entre ceja y ceja desde Segundo. Por eso se había atrincherado en la rectoría hasta lograr que el parte de amonestaciones fuera importante.

Y Cesar Fiore había llegado a las veinte amonestaciones.

En la estampa de los ojos de Maru, César Fiore es un futuro egresado más, a meses de perderse en “su carrera”. César Fiore va a estudiar Medicina. Lo suyo será el sanitarismo, y va a dedicarse a salvar a los más necesitados. Va a tener que trabajar mucho para costearse los estudios. Pero el esfuerzo valdrá la pena. César Fiore lo sabe, y lo transmite con la misma paciencia con la que está repitiéndole a Maru que siempre hay que mirar dónde está el verdadero enemigo.

Pero los días siguen pasando y los del Científico se tornan aún más eufóricos que los del Social, porque les faltan sólo dos días para Bariloche, aunque no vayan a viajar todos: hay un par de evangelistas a los que ni siquiera convocaron a la primera reunión con las empresas, una piba que al final no quiso separarse del novio veinteañero durante una semana, otra a la que no la dejaron los padres, y César Fiore. A César Fiore le ofrecieron un liberado entero pero no quiso saber nada y se cansó de repetir que no era por la guita. Maru le creyó: César Fiore estaba más para la libertad de una mochila a dedo que para aceptar cualquier diversión controlada por coordinadores.

Los del Científico se vuelven una olla a presión que explota una mañana cuando el vicerrector les pide a los varones que colaboren para bajar unos pupitres viejos desde el primer piso.

Maru los mira hacer desde la baranda del tercero porque la de Estudios Sociales Contemporáneos faltó otra vez.

Al segundo viaje, un pibe alto, flaquito y un poco acomplejado, del que Maru no recuerda el nombre, y Suarez, el crack de handball, sin querer, sueltan la carga en mitad de la escalera. Por un segundo, el pupitre mantiene el equilibrio en el filo de un escalón. Después cae, cae y cae hasta dar contra las baldosas anaranjadas del patio cubierto. Los varones del Científico se miran con un gesto que es de sorpresa, de susto, pero sobre todo de excitación. Entonces el flaquito acomplejado aúlla, se golpea el pecho y corre a empujar un segundo pupitre. Casi todos los varones se suman. Para cuando por un pasillo aparece el vicerrector agarrándose la cabeza, los pupitres que han rodado escaleras abajo suman ocho, y hay varias baldosas partidas.

El vicerrector intuye que cualquier interrogatorio será inútil, y haberles pedido a los pibes que bajaran los bancos no suena del todo correcto, así que decide una medida que lo muestre como una autoridad pero que tampoco sea cuestionada por los padres. “Cinco amonestaciones colectivas para todos los varones”, dictamina. La medida es inocua. Los varones respiran aliviados. Hasta que se dan cuenta que se están olvidando de César Fiore, quien cuando salieron del aula se metió en el baño: sabía que tenía que portarse bien, pero ser mano de obra gratis para la dirección del colegio le resultaba demasiado insoportable.

En ese momento, a los del Científico les faltan sólo dos días para Bariloche. Y a la división de Maru, cuatro.

Una comisión con los mejores estudiantes de los quintos, de la que Maru forma parte, para intentar hablar con el rector que no los recibe, influenciado por el vicerrector que empieza a sentir que en el no ceder se juega su puesto, y por la de Biología, que ve la oportunidad de cobrarse todas las afrentas de los zurdos en la persona de ese muchachón impertinente que, además, la perturba de un modo inconfesable.

Una sentada en el patio al final de un recreo que dura hasta que los preceptores los arrean sin demasiado esfuerzo: todos están con la cabeza y las palabras en qué ropa es la mejor si les llega a nevar, y en argumentar sobre si es preferible tener las entradas incluidas para Grisú o para Cerebro.

A César Fiore lo echan a un mes y medio de graduarse.

Para cuando vuelven de Bariloche, ni los del Científico ni los amigos de Maru parecen recordarlo.

Las últimas semanas de la secundaria, en la memoria de Maru son una nebulosa en la que hace una cuadra de cola para inscribirse en la facultad, va a la fiesta de despedida que les organizan los de Cuarto, al acto oficial de entrega de diplomas, y a la fiesta de graduación en un boliche muy famoso en la que, eso sí lo recuerda, se emborrachó fuerte y terminó vomitando al pie de una palmera.

Después pasan casi treinta años en los que Maru se acuerda alguna que otra vez de César Fiore: por algún alumno que se le parece, porque empieza a interesarse en política y entiende de golpe las cosas que él decía, porque cada vez que se entera que tocan Los Redondos, y años después El Indio, le viene a la cabeza aquella remera.

Cada vez que se acuerda de César Fiore, Maru se convence de que tiene que haber recursado Quinto o rendido libre al año siguiente. En su peor versión tardó unos años en volver al sistema educativo y terminó en una nocturna. En su película, César Fiore ha hecho “una carrera” en la salud pública: está segura de que cualquier día lo verá en algún noticiero como director de un hospital en protesta o en algún canal internacional denunciando el hacinamiento en un campamento de migrantes.

Pero ahora, en la mesa de la vereda de esta cervecería del conurbano, Juanpi acaba de decir “César Fiore, justo él, manejando un taxi”.

Y Maru no sólo acuerda con que es una locura, sino que siente ganas de gritar.

Gritar y gritar.

Gritar hasta quedarse sin voz y perder la cordura del todo.