Las plantas sagradas tuvieron una década convulsionada fuera de la selva. Fueron perseguidas, incautadas y liberadas. Sus raíces crecieron desde cientos de espacios terapéuticos enquistados en las junglas de cemento de toda América y Europa. Sus esencias fueron observadas y analizadas en tubos de ensayo alrededor del mundo. Florecieron y coparon los servicios de streaming en el nuevo despertar del siglo XXI. Y su sabor espeso y amargo dejó una pregunta dando vueltas en el paladar de Occidente: ante nuestra turbulenta realidad digitalizada, ¿qué vienen a decirnos la ayahuasca, el cactus San Pedro y el peyote?

Desde hace casi 60 años, las plantas sagradas –llamadas así por los pueblos originarios de América debido al aura de conexión espiritual que las envuelve– viven en la clandestinidad. Y los resabios de ese prohibicionismo se extienden hasta nuestros días. En mayo de 2010, 500 plantas de ellas (entre cactus, lianas y efedras) fueron secuestradas por la Policía Federal en Olavarría, provincia de Buenos Aires. En mayo de 2016, el “Operativo Kambó” –por el nombre del veneno que destila la rana amazónica “Mono grande”, usado para activar una purga corporal– decomisó el “mayor lote de drogas psicodélicas en la historia del narcotráfico argentino”, según esgrimió la ex ministra de Seguridad Patricia Bullrich, que además pretendía establecer una ligazón entre esas plantas y las raves que se hacían en la ciudad.

Ambos casos fueron desestimados en pocos meses y todos los acusados liberados sin cargos… y sin sus plantas. La ofensiva estatal chocó una y otra vez con su desconocimiento: era imposible llevar esas plantas milenarias al terreno del narcotráfico. Lo único que pudieron hacer fue quitárselas a sus propietarios, que con mucho trabajo volvieron a hacerlas crecer.

En los últimos años, el relato oficial instalado por el prohibicionismo empezó a resquebrajarse. A la par de las persecuciones, en plena ciudad de Buenos Aires –al igual que en las principales ciudades del continente– brotaron decenas de centros terapéuticos que ofrecen rituales de plantas sagradas para trabajar adicciones pesadas, depresiones agudas, estrés cíclico, trastornos obsesivos, heridas emocionales. Las historias de sanación de las personas que atravesaron esas experiencias, ramificadas por todos los medios de comunicación y las redes sociales, fueron socavando el miedo. Eran miles que no hablaban de “volverse adictos” ni de “darse vuelta”, ni siquiera de “divertirse”, sino de ser convidados en ceremonias donde buscaban una expansión de la conciencia que diluya las trabas personales y vuelva a equilibrar el cuerpo. Las plantas nunca pudieron ser condenadas por eso. Y comenzaron a ser investigadas por la ciencia.

En la década que abandonamos se multiplicaron los estudios que intentaron desentrañar las conexiones inesperadas que se disparan en nuestro cerebro al ingerir y vincularnos con las plantas sagradas. Para los pueblos originarios se trata, desde hace siglos, de un diálogo entre dos seres vivos: uno repleto de dudas y temores, el otro ancestral y lleno de sabiduría. Para occidente, las revelaciones necesitaron la aprobación de la razón. En ese camino, las investigaciones científicas descubrieron que los compuestos químicos de las plantas sagradas (con el DMT como molécula protagonista) ya se encuentran en nuestro cuerpo, que incluso hay una explosión de ellos cuando nacemos y otra cuando morimos.

Todo lo que abren las plantas, en parte, ya está dentro nuestro: las visiones geométricas, la posibilidad de resignificar nuestras vivencias guiados por una voz firme y maternal, la sensación de diluirnos en un océano galáctico sin fronteras, la necesidad de vomitar todo lo que está lastimando nuestro cuerpo, la chance de borrar el relato dañino que hicimos de nosotros mismos para escribir uno nuevo. Lo que desconocemos es hasta dónde podemos llegar a partir de ahí.

El posible uso de plantas sagradas como tratamientos para casos en los que la medicina tradicional no tiene respuestas fue la punta de lanza para abrir un nuevo paradigma, en el que también acechan los peligros. Así como durante la explosión del hipismo el LSD circulaba a la par de la desinformación, las plantas sagradas se enfrentan al mismo escenario. Para poder realizar una toma es necesario respetar una dieta estricta (sin alcohol, sexo ni drogas durante al menos una semana), hacerlo en el marco de una ceremonia con el cuidado de un chamán que nos guíe y nos proteja con sus ícaros (los cantos en forma de mantra que nos sostienen a cada momento) y llevar hasta allí una intención de sanación. Desconocer esa información puede convertir el viaje en una horrible pesadilla.

 

Las consecuencias negativas de entender las plantas sagradas como un pasatiempo hizo aparecer, en esta última década, un espacio inesperado por el que circula la información: el streaming. Hace apenas unos meses, Netflix incluyó el capítulo Alucinógenos dentro de la serie Explained (En pocas palabras) , donde se cuentan las experiencias terapéuticas del LSD y las plantas sagradas. Mucho más allá fue el gobierno holandés, que a través del canal de Youtube Drugslab (con más de un millón de seguidores desde 2016, y auspiciado por su Ministerio de Educación, Cultura y Ciencia) sube programas donde pibes y pibas testean todas las drogas existentes, monitoreados y en un espacio de contención, con el fin de dar a conocer los usos, riesgos y efectos. Además del DMT, probaron marihuana, cocaína, éxtasis, speed, peyote y salvia.

La década que se abre para las plantas sagradas puede significar el comienzo de un encuentro armónico con Occidente. Luego de años de desconocimiento y prohibicionismo, una ventana de contacto parece estar abierta. Una ventana que no está armada por los viajes a la selva amazónica en busca de ayahuasca o hacia México profundo al encuentro del peyote, sino por la llegada de las plantas sagradas a nuestras puertas.