Ángel Oliva (Rosario, 1970) publicó el año pasado un libro-manifiesto, es decir: un libro de poemas que ejemplifica en cada punto de la obra la posición estética expresada en cada uno de los pasajes autorreflexivos de la misma. Cortes de un montaje salió en 2019 en Rosario, en una elegante edición, por la colección Moor de la editorial Abend, cuyo editor Pablo Ascierto también es poeta y seguramente (a juzgar por la dedicatoria que se le dirige en una de las páginas del poemario) sea un interlocutor válido del autor. Que deben ser pocos, considerando la densa erudición que Oliva maneja con soltura.

Desde el título se alude al cine y a la vanguardia. Montaje es el armado de un film en la isla de edición, pero es también el procedimiento que artistas y poetas del siglo veinte usaron para modernizarse asumiendo en sus procesos productivos el hacer al modo de la máquina industrial. Y un corte puede ser muchas cosas, pero ante todo implica una interrupción. La mano sabia, escribía Blanchot, no es la que escribe sino la que detiene el lápiz. Cortes de un montaje se lee progresivamente, a lo largo de sus treinta cantos (que el autor nombra, justamente, como "cortes"), como un seminario sobre el artificio.

En el campo de sentido que con su rico espesor significante construyen los poemas, se va tramando una batalla entre estilos. Lo que enseña Oliva en esta obra poética es que existe un abismo irreductible entre el habla o la lengua, por un lado, y la escritura por el otro. Su tesis entre líneas podría formularse diciendo que ningún arte literario duradero se basa en continuidad natural alguna entre ambos términos. La escritura, ese puro artificio, no conserva de su materia verbal la calidad de material noble como no sea separándose del habla y de la lengua. Por el contrario, del fingir un habla escrita, del subordinar la escritura al "sueño de la lengua" (lo que hacen casi todos menos Oliva y unos pocos más) nace un verbo deleznable. "Habla" y "lengua" no son sinónimos de oralidad sino del efímero código verbal que cada lugar y época articula en torno a lo oral. Según esta tesis, el coloquialismo poético está condenado a morir con su época. 

Lo que enseña Oliva en esta obra poética es que existe un abismo irreductible entre el habla o la lengua, por un lado, y la escritura por el otro. 

Que el padre del poeta, poeta también él (Aldo Oliva), haya resistido en la vereda de enfrente de los coloquialistas del siglo pasado, no debería empañar la nueva obra de su hijo, que excede las internas locales aunque tampoco ahorre ironías y parodias. Estos dardos ingeniosos no bajan de las polémicas sobre la forma, no caen en lo personal, no pegan bajo la cintura. En el Corte XVIII, Ángel se inscribe explícitamente (a través de la cita en cursiva) en la rancia tradición de la esgrima literaria entre Quevado y Góngora ("Gongorilla, docto en pullas"). La inmodestia del gesto se atempera cuando él se ríe de sí mismo. Su rara opción por "el síndrome de la escritura desusada" se opone al "yoyeo" de la poesía en boga, "redondamente comunicativa/ y tan, tan, tan narrativesca y tan, tan/ fresca y lucrativa; untuosamente tan/ folletinesca, que el idioma cae sólo/ al que le llega, espectador, oyente, a la clientela, / como un baldazo de agua y hielo, tan fresco..."

Cuando no les pega a los "objetivos de los objetivistas" ni al "linaje de Gelman", Ángel Oliva despliega arqueología y virtuosismo. Cada texto compone un campo semántico específico, donde estructura vanguardista y lenguaje modernista se unen para explorar los restos diurnos de la fiesta moderna. Nada es nuevo; por lo tanto, casi todo puede ser usado. Las referencias van desde el "Lunario sentimental" de Lugones y el cuervo de Edgar Allan Poe (posado sobre el busto de Palas en un poema inverosímil pero famoso) hasta los mundos inventados por Borges. Este tren de asociaciones libérrimas pasa por la ciencia ficción rusa y por las letras de la Bersuit, abarcando en su kitsch consciente nombres de políticos revolucionarios, canciones de bandas de culto (¿Quién más podría nombrar en un poema "Scarlet Begonias", de The Grateful Dead?) y marcas registradas de productos industriales tan vintage como el tónico anticaspa Double Danderine o tan codiciados y distinguidos como el gin Tanqueray. Cultismos, arcaísmos, alusiones a la mitología clásica, recursos como el súper superlativo de Violeta Parra ("Hernán Cortés conquistadórico"), onomatopeyas futuristas, frases que se comprimen en una sola palabra, neologismos humorísticos ("argentinosaurio") y adjetivaciones sorprendentes ("simpatía colosal") desfilan en un barroco carnaval cuya música es la del ritmo y la rima.

"Ahora, la guirnalda color miel, que circunvala la gloriosa/ diadema central del universo; de donde se difunden/ las órbitas destinales de los seres del mandala, se inflama. / Una tupida pedrería de alabastros fosfénicos se abate/ contra la corteza de la tierra (...) creando gigantes cafetos y bambúes/ naranjas y turquesas, coronados de fractales de materia marina/ adornados de orquídeas policromas, secundadas de ondinas, / anémonas y manatíes con glifos de polifan nacarados" (Corte XXVII). Así escribe Ángel Oliva, haciendo del exceso una vía para recobrar la fantasía, el humor la belleza y el espíritu de juego serio que la poesía había perdido en la era del yo. Ángel Oliva también ha publicado los poemarios "Salud" (2005) y "En la zona de Selene" (2011). Un prefacio de autor en la contraportada menos pensada y un espacio final para notas de lectura completan esta obra generosa, fascinante y política, para leer con el buscador a mano.