La familia Kim vive en una estrecha y apiñada morada subterránea, aunque no exactamente aislada del mundo exterior. La suya es una típica casa en un barrio de clase trabajadora de Seúl, aunque su particular disposición bajo el nivel de la calzada sólo permite que la luz exterior ingrese por una ventana ubicada justo sobre la vereda. La primera imagen de Parasite, el nuevo largometraje del realizador surcoreano Bong Joon-ho, es precisamente un plano desde el interior del hogar de los Kim a través de ese ventiluz, posición desde la cual puede verse la actividad de la callejuela, incluidos los borrachines que utilizan periódicamente el recodo para orinar de urgencia. Para hacer las necesidades fisiológicas en casa, el diseñador de interiores parece haberse quedado sin espacio y el inodoro luce en una posición imposible, casi como si se tratara de una instalación artística. La casa de los Park es muy diferente, enorme y confortable, y su diseño fue pensado y llevado a cabo por un famoso arquitecto. Un pequeño edificio de varias plantas con gran parque interior que detrás de su delicado uso de los espacios, comunicados por amplios pasillos que no parecen serlo, esconde un secreto laberíntico, oculto a la vista por la belleza de las estructuras más llamativas, incluido un enorme ventanal con conexión directa a la naturaleza. Toda la estructura visual de la película está construida a partir de los diferentes niveles y alturas de esos refugios hogareños, ligados férreamente a la descripción de las diferentes clases sociales y culturales de los personajes, elemento de representación de índole universal que, al mismo tiempo, no deja de reflejar características particulares de la sociedad coreana. Algo que Bong viene explorando desde los tiempos de su ópera prima, Barking Dogs Never Bite (2000). El realizador nacido en 1969 en Daegu, en el sureste de la península, podrá entregarse en sus largometrajes a una elaboración personal de géneros como el policial, el cine de terror o la ciencia ficción, pero nunca ha dejado de lado su carácter de alumno aplicado de la sátira social. La carrera artística y comercial de Parasite comenzó el pasado mes de mayo en el Festival de Cannes, donde obtuvo el premio mayor de la Competencia Oficial, la Palma de Oro. Ocho meses y decenas de los más diversos galardones después, la película acaba de ser nominada al imponente número de seis premios Oscar (incluidos Mejor Película, Mejor Director y Mejor Película en Idioma Extranjero), todo un récord para una cinematografía como la surcoreana, y tendrá su estreno en Argentina este jueves, a la espera de un público local que no siempre ha sabido apreciar las virtudes del cine producido en el país asiático.

En Barking Dogs Never Bite, un edificio de departamentos del tipo “pajarera” es el hábitat natural de un grupo de seres humanos y perrunos. Entre otros, un joven ambicioso y futuro padre que no duda en considerar la opción de entregar una suma de dinero para convencer al decano de la universidad de elegirlo para el rol de profesor adjunto (todo un tema en la sociedad coreana: el estatus que traen aparejados los títulos educativos, íntimamente ligados a la posibilidad de una mejora económica). El muchacho también está obsesionado con otro tema, la constante molestia de los ladridos de las mascotas de sus vecinos. También hay una chica, testigo –como en una película de Hitchcock o de De Palma– del horrible sacrificio de un can desde la terraza del complejo (la gran Doona Bae, reconocida en todo el mundo por sus apariciones en películas como Cloud Atlas y series como Sense8, aquí en uno de sus primeros papeles). Finalmente, los subsuelos del edificio albergan la existencia de habitantes marginales, que utilizan de manera oculta los pasillos y cuartos de las calderas para vivir, dormir y comer. Sí, en Barking Dogs… Bong Joon-ho utiliza ese tabú culinario que suele relacionarse de manera automática con la cultura coreana –costumbre en desuso que, sin embargo, tuvo recaídas en los tiempos duros de la guerra civil– para comentar con acidez sobre las actitudes depredadoras de los protagonistas del relato. 

La película tuvo su primera exhibición por estos pagos en la tercera edición del Bafici, en 2001, el año del gran desembarco del boom coreano en la Argentina: junto a la película de Bong se presentaron otra decena de largometrajes de ese origen, incluidos títulos de Hong Sang-soo, Lee Chang-dong y Kim Ki-duk, compañeros de viaje de la renovación del cine surcoreano que comenzó a batir récords domésticos e internacionales hace ya dos décadas. En ciertos pasajes, el debut bongiano –con sus ascensos y descensos y la vivisección de una clase media aspiracional rodeada de angustias y tentaciones– parece un borrador de los temas que atraviesan Parasite (película que, a pesar de su título, no incluye ningún elemento sobrenatural o de horror físico). ¿O acaso los Kim, siempre relegados en términos sociales, grandes confabuladores y artistas de la estafa sofisticada, no son primos lejanos de ese muchacho que odia a los perros, especialmente a aquellos que por su traza y raza se transforman en sinónimo de estatus? No casualmente, los Park también son dueños de mascotas, tres perros que responden a los nombres de Zoonie, Berry y Foofoo y cuya imagen enmarcada descansa, orgullosa, justo encima del súper moderno portero eléctrico de la mansión.

INVASIÓN

La invasión de Parasite no es como la Viridiana, súbita e inesperada, aunque aquí también el festín se termina dando alrededor de una mesa (de diseño). La invasión de la casa de los Park es silenciosa, realizada mediante engaños, calculada al milímetro. El primero de los Kim llega bajo la forma de un profesor particular de inglés y, con ese torreón ya tomado, otros roles de la casa comienzan a ser usurpados por el resto del clan. Antes de que eso ocurra, un breve prólogo en el que Papá Ki-taek, Mamá Chung-sook, su hijo Woo-sik y la hija So-dam se reúnen en medio del pequeño living para doblar a velocidad crucero cajas de pizza para una empresa de delivery. Un trabajo tan noble como pesado. Un trabajo como cualquier otro. Como esos stands de comida que con esfuerzo lograron abrir al público y que debieron cerrar apresuradamente, consecuencia de las deudas impagables y la falta de clientela (¿los locales de bollitos dulces serán los parripollos y canchas de paddle de Corea?). 

Una familia de sobrevivientes, orgullosos de serlo. ¿Los villanos o los héroes de la película? ¿Los parásitos o aquellos que sirven de receptáculo vital? Un diálogo en apariencia menor, durante el banquete prohibido con whiskies single malt y delicatessen de todo tipo, parece señalar en una dirección posible. “No es que sean ricos y, a pesar de ello, amables. Son amables porque son ricos. Si nosotros tuviéramos todo este dinero… yo también sería amable. El dinero es como una plancha: deja lisas todas las arrugas”. Son los juegos que propone el realizador en su última película, que a pesar de los premios y alabanzas generales también ha tenido (y seguramente seguirá teniendo) sus detractores, usualmente enfocados en cuestiones de fondo, temáticas o ideológicas, y casi nunca formales. En una entrevista reciente con la revista Vulture, Bong fue muy claro respecto de su visión del mundo -en cuanto a la economía global, la brecha entre ricos y pobres e incluso el cambio climático– y de todo aquello que quiso reflejar, en forma de comedia oscurísima, en el film. “Usualmente, mis películas tienen tres componentes: el miedo, la ansiedad y el sentido del humor. El humor viene de la ansiedad, también. Al menos, cuando nos reímos existe la sensación de que estamos sobreponiéndonos a una especie de horror. El verdadero horror y miedo de Parasite no es sólo aquel que se relaciona con la situación actual, sino el hecho de que continúa empeorando. Ese es mi miedo más personal. Tengo cincuenta años y voy a morir en unos 30. Mi hijo tiene 23. Cuando llegue a mi edad, luego de que yo muera, ¿habrá posibilidades de que haya una mejoría? No lo sé. Pero no tengo muchas esperanzas. Sin embargo, hay que intentar vivir siendo felices. No podemos llorar todos los días”.

En el caso de Parasite la obsesión por el spoiler está justificada. Es mejor no detallar absolutamente nada de lo que ocurre luego de que el plan maestro de los Kim ya está en marcha. Por dos razones: el placer de los giros que la trama mantiene en estado de latencia y la posibilidad de que estos vengan acompañados de una nueva mirada sobre lo ya observado. Una segunda visión de la película permite apreciar mejor sus virtudes más evidentes, como el trabajo obsesivo, aunque nunca ostentoso, con la disposición de los elementos en el plano (los personajes, desde luego, pero también los objetos, los muebles y las paredes) y el trabajo de dirección actoral, que aquí, como en todas las películas previas del realizador, basculan entre lo milimétricamente sutil y la hipérbole más desfachatada. 

El rol de Papá Kim, en su cuarta colaboración con Bong, recayó en Song Kang-ho, la mayor estrella del cine coreano de las últimas dos décadas, cuyo debut en la pantalla se produjo, curiosamente, en la ópera prima de Hong Sang-soo, The Day a Pig Fell Into the Well (1996), un cineasta cuyo estilo parece estar, en más de un sentido, en las antípodas del de Bong. En esas cuatro colaboraciones, a pesar de las diferencias, Song ha interpretado versiones alternas de una misma tipología de personaje: un hombre común, irresistiblemente entrador, de clase media trabajadora o bien completamente “lumpenizado”, empujado por razones externas o actos propios a tomar decisiones y acciones extraordinarias. Detective de pueblo chico en Memories or Murder (2003) –la obra maestra indiscutible en la filmografía de Bong–, un hombre ocupado en tapar su propia torpeza, además de fiel representante de la burocracia policial de la Corea dictatorial de los años 80; padre de familia enfrentado a un bicho gigantesco y mortal que anda merodeando en el río Han en The Host (2006); sobreviviente del apocalipsis en Snowpiercer (2013), hombre de palabra y coraje dispuesto a avanzar desde las clases menos cómodas hasta los coches vip de un tren infernal. En la adaptación de la novela gráfica francesa Le Transperceneige, Bong Joon-ho se enfrentó por primera vez al doble desafío de rodar en idioma inglés y trabajar con un presupuesto mayor al acostumbrado, además de mantener una tirante relación con el productor, el ahora cancelado Harvey Weinstein. Antes de ser famoso por las incontables denuncias de abuso sexual en su contra, H.W. era conocido con el mote “Manos de tijera” por su habitual costumbre de editar a su antojo las películas. Caso sintomático el de Snowpiercer: Weinstein demandó en principio una serie de cortes que sumaban unos veinte minutos en total. Bong prometió que nunca más firmaría un contrato que le impidiera tener el montaje final de sus películas.

EL MUNDO SUBTERRÁNEO

“La gente que viaja en el subte tiene un olor particular, muy fuerte”, afirma el padre de la familia Park sin utilizar el adjetivo “pobre”, en uno de los momentos de suspenso –siempre teñidos por el sentido del humor– de Parasite. Otra escena marcada por dos niveles verticales de pertenencia, aunque en este caso contiguos, al punto del rozamiento. En el poco visto cortometraje Influenza, producido por el Festival de Jeonju hace quince años, Bong Jong-hoo creaba una seria de viñetas aparentemente tomadas por cámaras de vigilancia. Su ubicación podía ser la de un estacionamiento, el apretado espacio de un cajero automático o una estación de subte. En todos los casos, y de manera creciente, la violencia estallaba entre dos o más ciudadanos, como si se tratara de una extraña enfermedad que comienza a contagiarse de manera epidémica. Sin llegar a ese tono apocalíptico, Parasite habilita la posibilidad de la violencia como válvula de escape para la encerrona de los personajes. Aunque, en un primer momento, el enfrentamiento no ocurre necesariamente entre los de arriba y los de abajo, sino entre los miembros de la cofradía subterránea y aquellos que todavía pueden sacar la cabeza por encima de la línea divisoria. La idea original de la historia tuvo su origen tiempo atrás, según confesó el realizador en una entrevista con la revista Movie Maker. “Un amigo muy cercano, que es actor de teatro, me preguntó hace varios años si estaba interesado en dirigir una obra teatral. De forma que todo comenzó, de alguna manera, con esa simple pregunta. ¿Cuál sería una buena idea para el teatro? Y como el escenario es un espacio limitado, pensé en dos casas, una rica y la otra pobre, y en dos familias con cuatro miembros cada una. Una idea que también tomó algo de mi experiencia personal. Cuando cursaba mis estudios universitarios trabajé como tutor para una familia muy rica, durante un par de meses, y luego me echaron. Pero me divertía mucho y tengo recuerdos muy interesantes de esa época, que de alguna manera están reflejados en la película”. Afortunadamente, no hay nada teatral en Parasite, pensada estrictamente en términos cinematográficos. Es decir, visuales, rítmicos.

“El coreano Bong Joon-Ho, muy apreciado por los seguidores del cine independiente pero desconocido para el público, es uno de los jurados en esta nueva edición del Festival de Mar del Plata”, escribió un reconocido periodista y crítico cinematográfico en noviembre de 2013, quejándose por la ausencia de figuras de la talla de Sophia Loren o Jacqueline Bisset. Seis años después de aquella visita, que fue acompañada por la exhibición de casi todas sus películas, Bong es un realizador no tan desconocido para el gran público. Una de las auténticas ventajas, para un realizador que no forma parte de la industria de Hollywood, de recibir premios y nominaciones a granel. Mientras tanto, en la pantalla, la lluvia arrecia, y si para unos la tormenta se transforma en el prólogo de un cambio de temperatura y humedad que permite la posibilidad de un picnic sofisticado, para otros no es otra cosa que el origen del desastre. Bajo tierra, sin que los de arriba lo sepan, se lleva a cabo un recambio generacional que vuelve a darle entidad a ese espacio creado con otro propósito: como refugio ante la paranoia y el miedo por las actitudes de los vecinos y no como búnker para el auto exilio. 

Tal vez la mayor virtud de Parasite resida en su descripción de un mundo descompuesto que, sin embargo, nunca termina de caer en la misantropía absoluta. Porque a pesar de las villanías cotidianas y extraordinarias, las pequeñas y las mayúsculas, la mirada de Bong permite que todos los personajes sean dueños de un atisbo de humanidad. Y porque después de la insania y el salvajismo no llega la represalia sino la más pura y terrible tristeza. En palabras de Bong: “En algún punto, Parasite es una historia de fantasmas. Los personajes tratan a una persona normal como si fuera un fantasma, por lo que puede afirmarse que se trata de un comentario social y, al mismo tiempo, de un elemento de género. Creo que en mis películas es difícil separar las dos cosas. Y siempre están basadas en alguna clase de equívoco: la audiencia sabe más que los personajes, que siempre tienen dificultades para comunicarse. Creo que la tristeza y la comicidad vienen de esa falta de comprensión mutua. Como cineasta, siempre intento que la mirada tenga empatía. No hay villanos en Parasite, porque a fin de cuentas se trata de un malentendido, la causa de que todos terminen lastimando al otro”.