“Bien sabemos los analistas que si Dios no existe, entonces ya nada está permitido. Los neuróticos nos lo demuestran todos los días”. Jacques Lacan

Se suele decir que el consumo de alcohol entre la gente joven alcanza niveles alarmantes. Es verdad. Como muestra, basta citar “la previa”, ese hito social que aglutina adolescentes en el ambiente reservado y protegido de un hogar, mientras se espera la salida propiamente dicha. Qué es lo que se espera y qué es lo que se prepara en la previa, bien puede brindarnos algunos rastros para elucidar un fenómeno a todas luces preocupante.

Por empezar, hoy los adultos que nos escandalizamos frente a la ingesta de los chicos, decimos: “Qué barbaridad, en nuestra época tomábamos pero jamás de esta manera”. Es cierto, pero el razonamiento omite que nuestros chicos beben en el momento previo a salir a un mundo que hemos construido nosotros. Sin dudas, desde siempre el encuentro con el Otro sexo supone el riesgo del rechazo –por algo, ya Freud vinculaba el alcohol con el desengaño amoroso-, pero ¿cuáles son las coordenadas que hoy hacen necesaria tanta “preparación”? El lenguaje nos brinda datos invalorables. En efecto, para hacer referencia a la diversión, los chicos suelen decir: vamos a descontrolar. Bien, pregunta obligada: ¿qué es lo que está tan controlado, entonces, que se hace tan necesaria la ingesta de una sustancia cuyos efectos se distinguen por la desinhibición?
Por empezar, vale la pena indagar si hay permiso para fracasar, o si más bien, la época que vivimos está signada por un imperativo de éxito que no admite traspiés ni vacilaciones; es decir: estar siempre bien, triunfar en todo, lucir joven, pleno… al palo, como se suele escuchar. ¿Quién no quiere ser el canchero, el langa, el cool, el winner, que las seduce a todas; ese que dice lo apropiado en el momento preciso y adecuado?

Propongo considerar, entonces, que la sobrecarga de alcohol está destinada a suavizar y aliviar este mandato de éxito. Esta suerte de todo o nada que aplasta la riqueza de los matices en toda experiencia. Alguien podría sostener que en los boliches pasa de todo, que los chicos se besan –o “transan”- de manera descontrolada. Quizás es cierto. Pero es que esa práctica compulsiva no es ningún encuentro, más bien se trata de una degradación erótica que rechaza el compromiso de la palabra, el arte de la seducción, el reconocimiento del semejante. Lo cierto es que en la clínica es harto común escuchar el testimonio de chicos preocupados porque no recuerdan con quién estuvieron la noche anterior…

Muchos son los abordajes o interpretaciones que este síntoma convoca. Por lo pronto, la desinhibición, por sí sola, no propicia encuentro alguno. Propongo rescatar un término no por casualidad en desuso. Me refiero al pudor, esa “única virtud” , según refiere Lacan. El pudor poco tiene que ver con una moralina mojigata. El pudor es el velo que protege y al mismo tiempo hace posible compartir nuestro más íntimo ser. Está muy cerca de la vergüenza, pero no es lo mismo. La vergüenza es hermana de la culpa, de la inhibición, de la soledad y del control; el pudor, en cambio, camina de la mano del deseo. Por eso, resulta ser un privilegiado articulador social, porque “el impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro”.

Se trata, entonces, de ese mohín que oculta sin dejar de insinuar. Esa barrera, vecina del “cuidado de sí” del que hablaban los griegos, y que Michel Foucault rescata en su texto sobre Tecnologías del yo . A partir del pudor bien podríamos preguntarnos cuál es el lugar que el campo propiamente femenino puede aportar en esta problemática relativa al consumo del alcohol. Pero, quizás, eso sea tema para todo otro artículo.

* Psicoanalista.