Mi conocimiento de Hugo Urquijo fue casi natural y no en los que fueron sus trabajos habituales, en los que descolló siempre. No como psicoanalista, director de teatro, actor, escritor, esposo de esa talentosa actriz que es Graciela Dufau. Lo conocí como militante en los confusos momentos de la crisis del 2001-2002, y como militante de algo que nos angustiaba en primera instancia a los argentinos de entonces (y de ahora) preocupados sobre todo por la desocupación, la pobreza, la indigencia, la represión policial, la confiscación de sus ahorros.

Lo conocí por un movimiento que surgió casi espontáneamente, sin padrinos políticos, en defensa y reivindicación de nuestra cultura, un movimiento que vino como una gran ola desde el mar, mojó y rodeó nuestros cuerpos que sólo pudieron nadar en él, furiosos, resplandecientes como peces, orgullosos de defender lo que nos habían arrebatado en las arenas podridas de una democracia que no era tal.

Fuimos en un principio unos pocos mosqueteros, reunidos por el azar de amistades o reconocimientos, y entre ellos María Seoane; la querida Silvia Bleichmar, la primera que se nos fue; Roberto Cossa; Luis Felipe Noé; Aníbal Cedrón (que también se nos fue hace poco); Luis Quesada, Alejandra Boero y él, Hugo Urquijo, con su elegante apariencia y su pensamiento profundo que podía explicar lo inexplicable con el entusiasmo de un niño grande que se traducía en los escenarios y en las personas que lo rodeaban. Yo era un mosquetero más, entonces sólo un economista, que había bebido la cultura en libros de poesía y novelas más que en la vida.

Era Hugo el que nos guiaba, esgrimía sus espadas como remos, para empujar nuestra barca en esos ríos y mares revueltos. Era Hugo el que popularizó nuestras ideas en grandes espectáculos que llegaban al corazón de la gente para decirnos que la cultura robada la recobraríamos, en las calles y los escenarios (la calle fue también para él un escenario). Veníamos de disciplinas y experiencias políticas diferentes, de vidas atravesadas por pasiones e historias distintas pero que confluyeron en el medio de ese remolino que bautizamos justamente con el nombre de M.A.R.: Movimiento Argentina Resiste, que sin medios materiales y casi de la nada convocó a miles de intelectuales, científicos, artistas y trabajadores de la cultura en defensa de un único objetivo. Fuera de todo encuadre político queríamos defender el mayor patrimonio de nuestros sentimientos y nuestro país, sin ningún beneficio personal o público. Queríamos mantener el acerbo de una gran cultura nacional y latinoamericana, burbujeante, mestiza, que unía lo de adentro y lo de afuera, con la misma fuerza y sentimiento de San Martín cuando cruzó los Andes casi en una camilla.

 

Quiero recordar a Hugo como aquello que seguramente fue toda su vida y que surgió ante mis ojos cuando lo conocí en ese mar embravecido. Un capitán frente a las olas de un país que se desintegraba, no sólo por los dólares o los ahorros perdidos. A Hugo le importaba, sobre todo, ese nuevo escenario natural de la militancia, el gran teatro de una Argentina que resurgía nuevamente en nuestros corazones y en nuestras mentes.