A partir del asesinato de Fernando Báez Sosa ocurrido en Villa Gesell, me llamó la atención que en el tratamiento del tema se abordara el lugar de los hombres en el entorno del rugby, pero no el de la mujer. Quizás analizando ese lugar podremos también entender otra arista del problema de la afirmación y promoción de un tipo de masculinidad que en algo pudo haber irrumpido en el momento del crimen.

¿Qué lugar ocupa históricamente la mujer en los clubes de rugby de la Argentina? ¿Es un lugar meramente nulo, vaciado, ornamental? El modelo de femineidad predominante que se reproduce hacia dentro de esos clubes, es –por contraposición al tipo de masculinidad– el de la madre abnegada, incondicional que acompaña el domingo al jugador hijo macho a los entrenamientos y partido; o el de la novia espectadora o sus amigas cual si fueran una suerte de "porrista", "groupies” o "fans" obnubiladas ante la demostración de fuerza que los hombres exponen ante su vista.

La mujer ha sido relegada a espectadora. Un rol que ha sido forzado por la violencia masculina. Es el rol pasivo. Rol sumiso ante un espectáculo de machos que no le da o permite otro espacio. Es una reducción a objeto. Esa incondicionalidad de la mujer del macho fuerte y gladiador, es también la construcción en el contexto del juego, no pertenece a lo que ocurre adentro de la cancha, donde la masculinidad parece ponerse a prueba, frente a la femineidad expectante que, más tarde, cura las heridas.

Las reglas del juego del rugby en nada tienen que ver con lo que pasa fuera de la cancha. Se trata en todo caso de un estereotipo social construido por fuera, un ritual que por oposición binaria macho-hembra en el que la masculinidad se devora todo el espacio femenino posible y lo transforma en mera subordinación: se es madre, hermana, novia, pretendiente, espectadora y –por qué no– puta. Ningún lugar de la mujer para la dirigencia. Ningún lugar de decisión.

Las "mamis" del rugby fueron acompañadoras-espectadoras pasivas. La mujer expulsada, y reducida a esos casilleros, como mera superficialidad del macho para sentir goce al ser mirado en el momento de la acción. Este tipo de dominación masculina sobre el espacio de un deporte, ha llevado a la construcción de instituciones gobernadas por la afirmación masculina de una violencia simbólica entre pares y pertenencias, donde el resaltar esa masculinidad –para pertenecer– puede incluir el sadismo hacia dentro, como también hacia afuera. También a la negación de lo popular o a aquellos elementos políticos disruptivos.

Pero insisto, yo no culparía al juego (la pelota no se mancha), sino a las reglas sociales históricas de su entorno que lo han compuesto de dominaciones y prejuicios. Desde que se iniciaron las primeras experiencias interesantísimas de rugby femenino y su auge actual, estas cosas comenzaron de a poco a romperse (el seleccionado de Rugby femenino de los Pumas es un ejemplo); pero no ha sido suficiente, pues el rugby femenino es aún esporádico o circunstancial en algunos clubes, y tampoco percibo sea alentado por la dirigencia patriarcal de la UAR.

Estos días leía a la gran Luciana Peker decir que "… en Argentina hay 5.176 mujeres que juegan sin que la pelota sea redonda, según la UAR. Pero entre noventa clubes, de la Unión de Rugby de Buenos Aires, solo veinte tienen rugby femenino". Poner en disputa el lugar de la mujer implica no solo entrar al juego, sino también darle una voz y voto en la dirigencia de los clubes. Participación activa. Conozco a muchas mujeres que quieren tener otro rol y no se les permite salir del estereotipo que históricamente los machos les asignan. Implica generar espacios dentro de esos clubes (crear áreas de género) para incidir con políticas concretas, promover la educación sexual integra y participar en todas las instancias de organización. Salir de lo discursivo, perforar las prácticas y habitus de clase, que hacen al entorno de juego que sigue siendo maravilloso.

(*) ex jugador de rugby, poeta y abogado.