Las historias tienen sus causas y azares, y la de Mateo Sujatovich no es una excepción. Hace dos años era un olímpico desconocido o, acaso, una promesa o un secreto a voces. Ahora, a los 29, llena Niceto como si fuera el living de la casa. Acaba de pautar un teatro Gran Rex para el 14 de mayo y las canciones de Cabildo y Juramento, segundo disco de su banda Conociendo Rusia, suman likes y rebotan por las pocas radios que pasan eso que aún se insiste en llamar “rock nacional”. Precisamente a eso remite la música de Conociendo Rusia –además de su banda, proyecto y amplio alter ego-, a rock argentino de noble cepa.

Pero antes, la historia. Las causas y azares. A su abuela la llamaban Pichona y fue docente de música, discípula de la célebre pedagoga tucumana Violeta Hemsy de Gainza, que le dio clases de piano a medio rock, empezando por Charly García; su padre, Leo Sujatovich, como se sabe, fue tecladista de Porsuigieco, Tantor y Spinetta Jade. De esas maderas estuvo hecha la cuna de Mateo. Concede que cuando su abuela le quiso enseñar la primera corchea huyó “despavorido” y que con su padre mantuvo una relación con bravos períodos de rebeldía. “Pero los genes son los genes”, dice. El linaje se expresó en todo su esplendor en Madrid, a los 13 años. “Mi viejo decidió probar suerte en España y hacia allá fuimos todos, papá, mamá y mi hermana Luna, que es una genia de la música y está a punto de sacar un disco. Yo no me quería ir. Lo quería matar a papá, lo puteé en cuatro idiomas y recién dejé de putearlo cuando volvimos. Aquí tenía mi mundo, mis amigos, los partidos de fútbol. Estaba enojado, mal. En el medio del enojo, allá empecé a tomar clases de guitarra con Claudio Gabis. Y me gustaban los viajes familiares que hacíamos en auto por toda España, sobre todo porque con Luna íbamos gastando cds en el estéreo. Papá había traído discos de rock nacional de los ‘70. En las rutas de España descubrí La Máquina de Hacer Pájaros, Invisible. Fue flashear y flashear, un poco influido por la nostalgia de no estar en la Argentina. Recién ahí descubrí a Jade, donde había tocado papá. De niño nunca le había dado pelota. Igual, seguía enojado”, se ríe Mateo, mirada intensa y una mezcla en su actitud y discurso de desdén de rock star, timidez y humildad.

Foto: Xavier Martín

Leo Sujatovich manda un mail y completa aquel panorama ibérico de principios de milenio, clave en la educación sentimental del crío. “Me quería matar. Yo medio que lo convencí de hacer el viaje diciéndole que lo iba a llevar a probar al Real Madrid… Siempre fue bueno jugando al fútbol. Muy bueno. Al final se probó, pero no conocía a nadie, extrañaba a los amigos, y dejó”. Retoma Mateo: “Jugaba bien, es verdad. De enganche, zurdo… siempre me sentí seguro en una cancha de futbol. Pero me rompí los ligamentos, y fue. Esa seguridad es la que misma que sentí con la guitarra. Las primeras dos clases con Claudio Gabis me movieron algo nuevo en el cuerpo, muy emocionante, explosivo. Me conecté con ser guitarrista. Hasta Conociendo Rusia siempre me sentí un violero, alguien que acompaña”.

En Madrid, además del rock de los ‘70, empezó a tener noticias transoceánicas de las bandas que tallaban en la escena del rock más cancionero. “Tenía tantas ganas de estar en la Argentina, que me escuchaba todo. Había cosas muy buenas y una escena que desde allá se veía fuerte. Con toda la saudade a cuestas, para mí discos de bandas como Los Tipitos, Turf, Viejas locas, Bersuit, La Mancha de Rolando, eran una forma de reconectar con mi país”.

Esa ensalada de “puro rock nacional” es aquí una ensalada rusa y se advierte en Cabildo y Juramento. Abre con el tema que titula el álbum –una hermosa y groovera canción urbana en clave millenial- y se desliza por un pop beatle con anclaje en la tradición pop/rock que une a Los Gatos con Estelares, a los Enanitos Verdes con Andrés Calamaro. Sorprende la factura de los temas, y gratifica: letras con carácter y gracia, una redondez adhesiva, estribillos inapelables, precisos arreglos de vientos a cargo de Leo Sujatovich y la producción de Nico Cotton. El concepto gira en torno de la cosmogonía imaginaria de la esquina donde late el corazón de Belgrano. Así lo muestra el clip que acompaña las nueve canciones del disco, una suerte de corto en blanco y negro de 36 minutos dirigido por Iván Pierotti, en verdad un extendido plano secuencia nocturno que persigue a Mateo Sujatovich en plan de rufián melancólico, ataviado como un varón algo anacrónico y perplejo que deambula desde Cabildo y Juramento hacia las calles laterales desiertas. “Te pido la cuenta, por favor/ Hay tanto silencio en la calle vacía/ En el cine hay una de terror/ pero a mí me asusta lo que veo en el día/ Y me gusta pensar que nos vamos a encontrar / en la esquina de Cabildo y Juramento…”, comienza la canción. De las ocho restantes destacan “30 años” (casi una cita a los Enanitos Verdes), la irresistiblemente beatle “Otra oportunidad”, “Quiero que me llames” y “En todos los lugares”, dentro de un nivel alto y parejo. Mateo canta, toca la guitarra y la armónica, y es autor de todas las canciones. “Para algunas letras me junté con el Cuino Scornik”, cuenta, y agrega que quiere indagar cada vez más en la poesía y en la prosa para, dice, “ampliar mi horizonte”.

Foto: Xavier Martin

EL OTRO, EL MISMO 

“Para mí fue importante ponerme al frente de este proyecto. Una cosa es tocar la guitarra y otra tener una idea y realizarla. En eso siento que también me parezco a mi viejo: la convicción de que se precisa concentración y esfuerzo para producirse a uno mismo. Conociendo Rusia es mi primer proyecto y me pide dedicación total. Y acá estoy. Pongo todo. Si bien inventé un personaje llamado el Ruso, también es cierto que siempre me llamaron así, de chiquito. Hay una mezcla constante de ficción y realidad. A pesar de que desde los 20 años vivo en Saavedra, toda mi adolescencia la pase con mis amigos en Belgrano, en los alrededores de Cabildo y Juramento. Era el punto de encuentro”.

Habla en el sillón de un patio luminoso y amable, parte del estudio que comparte con su padre, ubicado en la frontera entre Villa Crespo y Palermo: una verdadera usina creativa que todo lo cubre. Aquí padre e hijo componen y producen bandas de sonido, músicas para audiovisuales, para la televisión, para publicidades, discos propios. “Laburamos juntos. Aprendo mucho de mi viejo… Aprendo todo lo que no es rock and roll. El rock and roll pertenece al Ruso”, ríe.

¿Por qué necesitaste jugar con un personaje?

-Es que cuando subo a un escenario todo cobra otra dimensión. Por ejemplo, yo soy de Boca, pero el Ruso puede subir con una camiseta de Atlanta. Y toma vodka. Es un juego: el Ruso, Conociendo Rusia y Mateo Sujatovich es, finalmente, lo mismo. La gente decide qué toma. A mí me sirvió para destrabarme y para conectarme con una parte lúdica, más volada. Me interesa la fantasía del pop. Lo auténtico es la creación. Yo me visto de determinada manera arriba del escenario porque creo que cuando uno mira un show no quiere ver algo cotidiano. En un escenario todo se exagera.

Muchas canciones son en primera persona y suenan autorreferenciales.

-Sí. Tal vez parto de una frase verdadera, como “tengo casi 30 años”, y después invento una historia. Juego con los bordes. Y me gusta, creo que en el borde está el filo. Estoy buscando… Por eso quiero leer más. Pero bueno, me limito a la canción. Me siento fuerte. Mi escuela son Los Beatles, una vara alta.

Y se nota.

-En casa se escuchaban Los Beatles, mi abuela escuchaba a Los Beatles, había libros de Los Beatles por todos lados. Pasa el tiempo, me siguen gustando y siguen siendo entre muchas otras cosas el ejemplo del buen gusto. Sé que la música popular ahora parece que avanza hacia otro lugar, pero yo prefiero ese formato.

¿Hacía dónde decís que avanza?

-Tal vez hacia una música más desconectada de la armonía. El trap, el reggaetón… No requieren vuelo armónico. No digo que esté mal, es así. Cada género tiene lo que tiene que tener. El blues son tres tonos, y está bien que sea así. Yo siempre extraño la riqueza beatle. Pero respeto todo porque me interesa todo. Todo ¿eh? Conozco a Paco Amoroso, a Wos, los siento mis contemporáneos. Está bueno que por fin los jóvenes escuchen músicas de jóvenes. Pero yo vibro en otra frecuencia.

¿En qué frecuencia?

- Mi vibración tiene que ver con el rock argentino. Es evidente.

¿No te molesta que sea, precisamente, tan evidente?

- No. Al contrario. Me interesa sentirme contaminado. Me gusta advertir en los músicos que admiro qué es lo que estuvieron escuchando. A mí me gusta Lenny Kravitz, y el tipo es una licuadora: depende del disco, podés escuchar ahí a los Stones, a Hendrix, a Prince… de pronto te sorprendés y decís: ‘Mirá, ¡ahí mandó Bowie!’. Me atrae eso, lo veo como muestras de amor hacia otras músicas. Igual no soy necio: hay gente que crea prácticamente de la nada y otros que son como una continuidad. Oasis son Los Beatles en otro tiempo, pero, no sé, Björk siempre sonó a algo completamente nuevo. No se advierten referencias. A mí me atraviesa más el procedimiento utilizado por Oasis. Me amigo con la influencias, no les temo.

¿Ahora en qué andás, cuál es tu marco de influencias?

-Bueno, siento que Cabildo y Juramento de alguna manera ya fue. Lo presenté en Niceto, lo vuelvo a presentar en mayo en el Gran Rex, y está buenísimo. Pero pienso en lo que vendrá, y hasta ahora no tengo ni puta idea. Sí te puedo decir que estoy escuchando mucho a Mark Knopfler. Pero esto recién empieza. Hay una exageración en poner la lupa en el presente, en el ahora. Yo creo más en el camino. Por eso me gustan Spinetta, Charly, Cerati.

¿Por qué?

-Mirá, si fuera por los que cortan tickets, todos tendríamos que hacer trap. Si se te mete una idea así en el bocho estás frito. A Spinetta le pasaron por el costado Palito Ortega, Britney Spears, todos… ¿te imaginás si él hubiera sido permeable a cada una de las modas? Lo mismo Soda, o Cerati solista. Distinto es tomar elementos, ser permeable a la inquietud que te depara cada época sin perder el temperamento. ¡Cerati no hizo rap cuando apareció Eminem! Y sin embargo, nunca dejó de sonar contemporáneo.

De niño que es muy amigo de Vera Spinetta y recuerda con mucho placer las tardes que iba a jugar a la casa de Patricia Salazar o a la de Luis Alberto. “Es muy loco, porque los viejos en un momento se reencontraron por nosotros, esos llamados del tipo ‘cuándo lo venís a buscar, ¿se puede quedar a cenar?’, así. Estaba mucho con Verita, y era hermoso quedarse en lo de Luis. Tenía un trato muy cariñoso conmigo, me tocaba cosas en la guitarra, cantaba”.

Sostiene que está un poco harto de las redes sociales, que hay mucha conexión y poca comunicación, que todos parecen felices, que no sabe “qué hacer con esa herramienta”. “Estoy harto de lo instantáneo”, dice. Pregunta por escritores, por novelas, habla de La uruguaya de Pedro Mairal. Comenta que lo del Gran Rex es un terrible desafío y parafrasea a Charly García: “Es bravo. No existe una escuela que te enseñe a enfrentar un Gran Rex”. Enseguida descontractura, ríe: “Al fin, es cuestión del Ruso”. Y pregunta: “¿Qué importa más, la foto o la película? Yo creo que la película. Ahora siento que después del segundo disco se formó un agujero enorme. No sé cómo lo voy a llenar. Ya veré. Hay caminos que se me harían fáciles de transitar”, dice, y concluye, entre la altanería y la incertidumbre ante lo desconocido: “Ninguno de esos caminos me interesa”.