Los monstruos de la Universal han seducido a generaciones con esa extraña mezcla de miedo y fascinación. La imponente aparición del Drácula de Bela Lugosi, engominado al pie de una inmensa escalera filmada por Tod Browning en 1931, fue el preludio de esa imaginería construida alrededor de la sangre en los colmillos y la sensualidad de la noche eterna. Lo mismo ocurrió con el monstruo imaginado por Mary Shelley y presentado en sociedad por James Whale ese mismo año, con ese espíritu camp e irreverente que agitaba los cielos con destellos de ciencia y ambición de creación. Después llegaron el mito del Hombre Lobo y su irrefrenable bestialidad en las noches de luna llena, y la resurrección de la Momia en plena efervescencia de la egiptomanía gracias a los descubrimientos de la tumba de Tutankamon y los secretos de las pirámides. Los años 30 dieron los mejores monstruos de la galería del terror, los que asediaron las pesadillas de los niños que se convirtieron en escritores como Ray Bradbury, de los nerds que juntaron máscaras, figuritas y muñecos de goma como los tesoros más preciados, de los artistas que ingresaron al cine de la mano de esos placeres embriagados de oscuridad.

Los años 50 fueron diferentes. Era la era de la ciencia ficción, la paranoia anticomunista y los gélidos vientos de la Guerra Fría. Ya no había sangre y sensualidad nacida de la Antigüedad, sino la angustia por el futuro, la lenta invasión de lo extranjero, de aquello que venía del espacio exterior, de ese mundo más allá de las fronteras y la normalidad, con los ojos fríos y secos del temido socialismo. En ese reino de criaturas metálicas, naves espaciales y alertas contra imperceptibles mutaciones, la Universal renacía con nuevos bríos. Después de un tiempo de dedicarse a películas serias y compromisos con sus nuevos inversores, redescubría el poder de aquel desfile de monstruosidades que lo habían convertido en el estudio del Horror. De todas las invenciones de esa década hubo una que prevaleció, que ocupó un inesperado asiento en el podio reservado a las viejas glorias del terror, que fascinó a los espectadores y dejó una impronta inolvidable en las generaciones venideras. Era la criatura de El monstruo de la laguna negra, presentada al mundo en 1954 bajo la dirección de Jack Arnold, con esa apariencia de anfibio prehistórico que emergía de las aguas para conquistar a la mujer amada. Allí estaba, con esa apostura única, inquietante y al mismo tiempo desgarradora.

¿Quién fue el artífice de aquella fascinante criatura? ¿Quién había diseñado, en el grueso papel de la usina creativa de la Universal, ese cuerpo con escamas, erguido entre la espesa vegetación de un Amazonas de estudio? Esas preguntas intrigaron a Mallory O’Meara, una jovencísima productora de una modesta compañía dedicada al cine de terror en Hollywood, que había soñado con la criatura desde sus años adolescentes. Convertida en improvisada detective e impulsada por esa pasión de la que solo son capaces los devotos, rastreó el origen de aquel nuevo monstruo hasta los días de gloria de la Universal, surfeando artículos en internet, revistas de la época, programas de televisión de los 80 y el sesudo testimonio de los nerds que se escurren por los sótanos más oscuros del fanatismo. Allí descubrió que el genio oculto detrás del diseño de El monstruo de la laguna negra era una mujer. Milicent Patrick, una pionera del género fantástico cuyo nombre había sido borrado por las envidias y el poder de los varones. Allí había una historia que merecía ser contada.

LA BELLA Y LA BESTIA

Las fotos de Milicent Patrick abrazada a la cabeza de su creación aparecen una y otra vez en el libro de O’Meara. También se la ve sentada frente a un tablero dibujando, mirándose al espejo con la máscara de Mr. Hyde que diseñó para la película Abott y Costello contra el hombre y el monstruo (1953), radiante en los registros del tour de promoción de El monstruo de la laguna negra, sonriente con los bocetos del mutante del planeta Metaluna creado para Más allá de la Tierra (1955), su última colaboración en la Universal. Esas dispersas fotografías fueron los más claros indicios de años de trabajo que impulsaron a O’Meara a iniciar su paciente investigación, a imaginar que esa historia secreta no solo podía ser un libro atractivo para los fanáticos del género sino un descubrimiento importantísimo para la historia del cine. Había que desempolvar ese legado oculto bajo años de indiferencia y anonimato, descubrir la verdadera talla de aquella mujer visionaria cuya inventiva dio al cine de la Universal de los 50 su distintiva personalidad, cuyas creaciones inspiraron a artistas posteriores como Steven Spielberg en Encuentros cercanos del tercer tipo o a Guillermo del Toro en La forma del agua, cuyo aporte al fantástico es todavía hoy imperecedero.

Publicado el año pasado, el libro The Lady From The Black Lagoon: Hollywood Monsters and the Lost Legacy of Milicent Patrick tiene una larga historia detrás. Primero fue la obsesión de O’Meara por demostrar que Milicent Patrick era la responsable del monstruo que había marcado su infancia, el que había convertido ese fanatismo infantil en una vocación artística. Pero luego también asumió la tarea de contar la verdad detrás de la ausencia de Patrick en los créditos de la película, al igual que en la historia escrita sobre los pioneros de la Universal. Bud Westmore, un hombre con poder en la industria, portador de un apellido ilustre en el maquillaje cinematográfico, pieza fundamental del engranaje del estudio, fue quien la borró del proyecto, la obligó a renunciar a su firma como la creadora del monstruo, y luego la expulsó de la Universal y de la industria. Fue entonces cuando la curiosidad de O’Meara se convirtió en una misión, en un deber con quien había sido su maestra e inspiración sin saberlo, cuya imagen se había tatuado como recuerdo definitivo de su admiración, cuya historia reclamaba la definitiva vindicación.

El libro se apoya en la convicción de la primera persona, en la decisión de acercarse a la historia de Milicent a partir de una voz íntima, que encuentra ecos de su presente laboral en aquel pasado en la industria, que detiene el relato para expresar sus emociones, para sumergirnos en ellas, para adherirnos a ese fervor que se vislumbra en su escritura. Ya en la introducción, cuando hace el recuento de los monstruos de la Universal y su importancia histórica, cuando señala lo que significó la aparición de la criatura de la laguna negra como un nuevo integrante del panteón, establece la distinción de Milicent. “Ninguna mujer había diseñado un monstruo para una película de un gran estudio”. Milicent estaba haciendo historia, pero la decisión de Bud Westmore de apropiarse de su trabajo borró su nombre. Nunca más diseñó otro monstruo en el cine y su figura se perdió en la oscuridad del anonimato. La pesquisa de O’Meara era reencontrarla. Averiguar si estaba viva, qué había sido de su vida desde entonces, reinstalar su nombre en el lugar que le habían arrebatado. Pero también ser la delegada de todas las mujeres que, como ella, amaron a los monstruos y que hoy pueden encontrar en Milicent un temprano espejo en el que reflejarse.

EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

La figura de Milicent Patrick es elusiva desde el comienzo, sobre todo porque fue cambiando su nombre a lo largo de la vida. Nació como Mildred Elisabeth Fulvia Rossi, luego de su primer matrimonio se llamó Mil Fitzpatrick, después Mil Patrick, hasta que encontró en Milicent Patrick el nombre definitivo, nacido de la secreta admiración por Millicent Wilson, la mujer de William Randolph Hearst a quien conoció en su infancia. Esos cambios de identidad hicieron ardua la búsqueda de O’Meara, que fue sorteando cada callejón sin salida. Rastrear el derrotero de Patrick desde su nacimiento en 1915 hasta su muerte en 1998 es también el eje del libro y una historia que enriquece el enigma del monstruo, que abre al personaje a esa vida de rodeos y turbulencias, de un ingenio asombroso para reinventarse, para subsistir en un mundo de prejuicios y condenas morales, para ser un poco el monstruo que trasunta debajo de las máscaras de sus criaturas.

Su padre fue un ingeniero napolitano de fuerte personalidad y rígidos valores morales, un hombre emprendedor que comenzó como arquitecto en San Francisco, en esa ciudad que se había vuelto pujante desde los tiempos de la fiebre del oro, que sucumbió al terremoto de 1906 y luego resurgió de sus cenizas. Allí Camille Rossi y Elise Bill se casaron y tuvieron a sus hijos –Milicent fue la segunda de los tres de la pareja-, pero antes Camille fue a buscar fortuna a México, luego pasó un tiempo en Texas y finalmente –ya después del matrimonio y los primeros nacimientos- se instaló en Perú. Sus aventuras con Pancho Villa, su gusto por los animales salvajes, su ambición de construir una monumental represa en Chihuahua, su mudanza a la árida región de Oroya para trabajar en las minas forjaron su carácter e inspiraron los deseos de libertad de su segunda hija. Pero todo lo que Camille creía que estaba bien para él, varón de cepa italiana, era prohibido para una mujer. Fue esa rigidez que modeló los años juveniles de Milicent la que ella decidió derribar con arrojo y voluntad cuando se aventuró al mundo.

Antes de ello llegaría un nuevo estadio en su vida. La mansión de Hearst en California. Después del periplo peruano, el padre de Milicent encontró trabajo bajo la égida del magnate del periodismo sensacionalista, aquel que inspiró la ópera prima de Orson Welles con la que se ganó la gloria y más de un dolor de cabeza. Camille Rossi fue contratado como ingeniero por Julia Morgan, una arquitecta de vanguardia que trabajó junto a Hearst en el diseño de varios de sus emprendimientos. El más arriesgado y delirante de todos fue el Castillo de San Simeon, imaginado como una especie de paraíso de fin de semana, poblado de animales salvajes y vegetación frondosa, con una construcción imponente que recordaba a los palacios medievales. De repente, Milicent iba a vivir su infancia como Alicia en el País de las Maravillas, rodeada de una fantasía prestada pero que resultaba real mientras la vivía. Allí no solo cimentó su admiración por la mujer de Hearst, también despojada de aquel reinado cuando fue sustituida por Marion Davies, sino que ese mundo de cuento de hadas impregnó su imaginación, la sembró de criaturas fantásticas, epitomes de las bestias que deambulaban por los jardines con la misma fuerza que en su imaginación infantil.

Pero como ocurre con los tiempos de felicidad, la estancia en aquel paraíso llegó a su fin. El irascible temperamento de su padre lo llevó a serios enfrentamientos con Morgan, mujer a la que despreciaba justamente por su posición de poder. En esa disputa, O’Meara vislumbra el germen del desprecio de Camille por la posterior independencia de su hija, que desafió los mandatos paternos para forjarse un camino de autodeterminación. Así, el regreso a la vida mundana en la soleada Glendale, luego de varios años en la bahía de San Simeon, vinculó a Milicent con el mundo de las artes. El ingreso al Instituto de Arte Chouinard fue una puerta a otro mundo, alejado de las restricciones del hogar y guiado por estímulos y ambiciones. Milicent ganó becas todos los años y se convirtió en una excelsa discípula de Nelbert Chouinard, la fundadora y directora de la academia, quien difundía ideas de vanguardia en la enseñanza y se había convertido en una gran influencia en la incipiente industria de la animación. En esos años 30, los del perfeccionamiento de Patrick en las técnicas del dibujo para la acción, el final del camino le anunciaba su próximo destino: Disney.

 

 

REALIDAD Y FANTASÍAS

Milicent Patrick fue una de las primeras mujeres dedicadas al cine de animación. Su mayor aporte fue en la película Fantasia (1940), para la que diseñó el monstruo Chernabog, una deidad eslava que anima el pasaje más conmovedor de aquella celebrada antología. La clave de su contratación por el exigente equipo de Walt Disney tuvo que ver con su evidente talento para el dibujo vinculado al movimiento, que no era algo frecuente en todos los dibujantes de Chouinard. Patrick pasó por las mismas aulas que Mary Blair, Chuck Jones, Ed Ruscha y Edith Head, y llegó a Disney como parte del equipo de Tinta y Pintura, para luego ser transferida al departamento de Animación y Efectos. Allí no solo trabajó en el diseño de Chernabog sino que fue parte del proyecto de Dumbo (1941), simultáneo al ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. No eran tiempos tranquilos para el mundo ni tampoco para Milicent. El affaire que había iniciado con un compañero de trabajo salió a luz en el medio de las crecientes tensiones gremiales que afectaron al estudio y en septiembre de 1941 fue despedida.

Su salida de Disney fue apenas el preludio de nuevas tormentas. El inicio de su relación con Paul Fitzpatrick, quien estaba casado y esperaba un hijo, se vio signado por una doble tragedia: el suicidio de la esposa de Paul y el repudio de la familia de Milicent. El peso de la culpa y la condena social resultó decisivo para el fracaso de su breve matrimonio con Fitzpatrick. Por ese tiempo, Milicent comenzó a trabajar como modelo publicitaria y luego probó suerte como actriz en Hollywood. Su belleza le abría las puertas que le cerraban los prejuicios de su familia de sangre. En esos años 40 y comienzos de los 50, forjó su lugar como artista. Hubo en su vida amistades duraderas, como la que mantuvo con el actor George Tobias hasta su muerte, nuevos matrimonios tumultuosos, una vida social llena de anécdotas curiosas, la invención de un pasado nobiliario, el reencuentro con su sobrina años después de la muerte del severo Camille, tareas de caridad y viajes a lugares recónditos. Esa caja de sorpresas que resultó del pasado rastreado por Mallory O’Meara ofrece recodos inesperados en cada página de su libro, hallazgos que explican esa pasión por lo secreto que alimentó a cada uno de los monstruos imaginados.

La llegada a la Universal fue tan fortuita como el recorrido de sus caminos anteriores. Había comenzado como actriz figurante en varias películas del estudio hasta que se hizo un lugar en el equipo de maquillaje de Bud Westmore. El reino del maquillaje ya había tenido dueño en la Universal con Jack Peirce, quien había creado la imagen del monstruo de Frankenstein en el rostro de Boris Karloff y era el mimado de todos los fans. Los vientos de las compras corporativas habían llevado a la Universal a otras manos y otros monarcas. Westmore llegó con la soberbia de un legado que no era propio sino de su familia, y reemplazó en los 50 a su hermano Ern, impuntual y algo borrachín. Su estilo era hosco y tirano, y se caracterizaba por apropiarse del trabajo de todos sus colaboradores. Milicent no fue la excepción. Mientras seguía con participaciones esporádicas como actriz, descubrió que la tarea de diseñar la apariencia de las nuevas películas de ciencia ficción le proponía todo un desafío. ¿Cómo lucían los extraterrestres? ¿Como gigantes verdes con antenas? ¿Como hombres serios de traje y corbata salidos de una nave que anuncia el fin de la Galaxia? Milicent presentó a Westmore sus bocetos y dio un nuevo rostro al fantástico.

Además de sus trabajos de maquillaje, que incluyeron películas como Contra todas las banderas (1952), Atila frente a Roma (1954) y El patriota (1955) –estas dos últimas dirigidas por Douglas Sirk-, Milicent Patrick comenzó a diseñar las criaturas que alimentaron el miedo de aquellos paranoicos años 50. Su primera creación fue el viajante amorfo de Llegaron de otro mundo (1953), dirigida por Jack Arnold y escrita por Ray Bradbury. Las descripciones del guion señalan al extraterrestre como “una tela de araña que sopla en el viento, algo blanco como la leche, oscuro y terrible, algo como una medusa, que brilla suavemente, con el movimiento de una serpiente”. Los ejecutivos de la Universal no sabían ni por dónde empezar, docenas de bocetos se apilaban en sus oficinas, con diversas variaciones de un brócoli con ojos amenazantes, todas imposibles de llevar al celuloide. Hasta que Milicent descubrió un diseño original, una especie de forma jurásica con un solo globo ocular, amenazante en su presencia y permeable a todos los sentidos de lo extraño que se pudieran imaginar.

Los testimonios del trabajo de Milicent Patrick en la Universal son numerosos. Fotografías de producción, imágenes con sus bocetos, cintas de promoción vestida con las máscaras creadas para sus adorados monstruos. Pero el más emblemático de todos fue el registro fotográfico y audiovisual de la gira realizada por varias ciudades de Estados Unidos para promocionar el inminente estreno de El monstruo de la laguna negra. Ella había sido artífice del diseño del hombre vestido de escamas, con sus ojos arrugados bajo una forma híbrida entre anfibia y terrenal, que perseguía a la bella científica interpretada por Julie Adams. Lo original del diseño y la confianza ciega de los productores en las virtudes de la película afirmaron la idea de la gira de promoción bajo el auspicioso título “La bella que creó a la bestia”. Fue en ese momento cuando los radares de Westmore estallaron: primero exigió un cambio en el título de la gira que desterrara la palabra creación asociada a Milicent, luego comenzó su campaña para borrar su nombre de los créditos, intentó minimizar el resultado de su trabajo, y finalmente logró expulsarla del departamento de maquillaje. Milicent se fue de la Universal y nunca recordó con rencor aquel episodio. Siguió trabajando como actriz, volvió a casarse, y nunca más dibujó a ningún monstruo para la pantalla.

El libro de O’Meara encuentra su publicación en el tiempo propicio. El descubrimiento del trabajo de una mujer silenciado por el ego de un varón resuena como un breve acto de justicia tanto tiempo postergado. Pero además de encontrar en esa singular figura el origen de todo un legado que perdura hasta hoy, Milicent resulta un personaje fascinante. Una mujer capaz de ofrecer su inagotable imaginación a ese universo de otredades que el cine de la era macartista imaginó como repugnante, y vestirlo de una irrenunciable empatía. En ese ánimo estaba el germen de la reescritura del final de El monstruo de la laguna negra que imaginó Guillermo del Toro cuando soñó con La forma del agua por primera vez. Un monstruo marginal, nacido de esa cruza impensada entre un cuerpo anfibio y un corazón enamorado, un King Kong de los mares, una bestia de las profundidades, convertido en el héroe de una película muchos años después, merecedor de aplausos y de varios Oscars.

Ese imprevisto recorrido de la criatura podía no ser parte del imaginario de Milicent Patrick cuando entró en la Universal como actriz figurante, cuando se animó a presentarle sus primeros diseños al hombre que luego intentó borrarla de la Historia, pero hoy sí descubre su verdadero origen, su punto de partida. La autoría de Milicent Patrick finalmente emerge de las profundidades y mantiene su vigor en la pasión de todos los que celebran sus creaciones, los que ven en sus monstruos sus propios rostros. Hoy, gracias al libro de Mallory O’Meara, en cada espectador fanático del terror, que guarda las figuritas de la laguna negra, que limpia celosamente su galería de criaturas, que conserva en la memoria cada dato y cada anécdota, el nombre de Milicent Patrick tiene el lugar que le corresponde.