No hay defensa del pasado. Ya lo dijo María Elena Walsh en Orquesta de Señoritas: “Quién no fue mujer ni trabajador piensa que el de ayer fue un tiempo mejor”. Es decir que no se trata de añorar otras épocas de los feminismos argentinos, que tan dificultosamente llegaron a su actual masividad, repleta de cuestionamientos y sujetas políticas que se replantean –y hacen replantear- todo. Vivan estos feminismos, aunque a veces cueste mucho entender la virulencia de los enfrentamientos.

La violencia de los intercambios –si se les puede decir así- entre las feministas abolicionistas y las que están por el reconocimiento del trabajo sexual inundaron las redes sociales durante la última semana. Y saltaron a medios de comunicación ávidos de decir: ¿Vieron? Estas son todas locas.

Las acusaciones más fuertes, los insultos sin tregua fueron contra las referentas de las trabajadoras sexuales. Cuesta incluso reproducirlas, de tan discriminadoras. Desde proxenetas, fiolas, hasta conocedoras de la suerte de las víctimas de trata, a las que no querrían liberar, las líderes de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina fueron objeto de calumnias mucho más allá del intercambio de pareceres: fue el simple y llano intento de aniquilación de la otra.

Georgina Orellano, secretaria general de una organización que tiene más de 3000 afiliadas en todo el país, debió mostrar una certificación de que no tiene antecedentes penales. Más tarde, el propietario del departamento que iba a alquilar para vivir con su hijo, se arrepintió, por temor a ser acusado de facilitar la prostitución. Hablemos de criminalización. Jimena Barón necesitó suspender todos sus shows, y hasta tomar medicación, para enfrentar todas las agresiones que recibió. ¿Es esa la forma de tratar a compañeras que, más allá y más acá de las diferencias, son parte del mismo movimiento popular que venimos construyendo como el más pujante de la Argentina?

Tratar de ignorante a una trabajadora del espectáculo que asume la defensa de una organización gremial es violencia. Siempre se puede argumentar en contra de las ideas, pero poner en el ojo de la tormenta a una persona, cuestionarle sus elecciones sentimentales, o la dificultad para aceptar la violencia que sufrió, es otra cosa. Se puede apuntar al sistema prostituyente sin agredir a quienes serían –en una lectura feminista- las víctimas de ese andamiaje que trata el cuerpo de las identidades feminizadas como mercancía. Como si en el neoliberalismo algo quedara por fuera de esa objetualización. Pero claro, se trata de la sexualidad, “lo más sagrado”, se escucha de boca de algunas.

“No les creo que sean felices haciendo eso”, se arrogan ante la argumentación de las trabajadoras sexuales organizadas. Pero ellas no hablan de felicidad –y qué bueno sería que además puedan ser felices- sino de elección consciente de mujeres mayores de 21 años que merecen derechos. ¿Consentir en que esos derechos son justos implica necesariamente la aceptación del patriarcado? Robo un argumento de María Pía López: es como decir que la organización de les trabajadores convalida el capitalismo.

Puta fue desde siempre un insulto, y en el sentido común está mucho más vinculado a la libertad sexual que al intercambio económico, porque, claro, el problema no era tanto el dinero, sino el sexo. Ahora, las putas organizadas decidieron hacer lo mismo que la comunidad LGTBI y recuperar ese insulto con orgullo. Se dicen putas porque de eso viven, porque así mantienen a sus familias. Eso dicen ellas, no hay por qué no creerles.

La disputa sobre los sentidos de feminismo no debería olvidar nunca los lugares de enunciación. Claro que todas, todes, podemos decir lo que pensamos sobre abolicionismo, trabajo sexual, patriarcado, igualdad salarial, techo de cristal, extractivismo, endeudamiento, entre tantos temas en debates. Pero lo que jamás deberíamos olvidar es el reconocimiento de los privilegios.

Enrostrar que una “gana como un hombre” o tiene más visibilidad que ellos en los diarios, deja al descubierto esos privilegios, sin cuestionarlos. Y si ese es un argumento para dejar el feminismo ¿Por qué lo eras? ¿Cómo victimizarte si lograste todo lo que otras mujeres no podrán siquiera soñar en su vida? La meritocracia y el feminismo no hacen buena dupla.

Una mujer blanca, de clase media o alta, ¿puede saber que una trabajadora sexual no elige, aunque ella diga lo contrario? Suena a caridad y asistencialismo, a tutelaje y desconocimiento de la subjetividad ajena.

Mientras tanto, las vidas concretas de muchas pasan por evitar los allanamientos en los departamentos que bancan con sus compañeras, en encontrar la forma de gambetear la criminalización. Porque la ley de trata vigente no contempla el consentimiento, y considera que cualquier situación de prostitución es explotación sexual. La Argentina es un país abolicionista, dicen y repiten, pero eso debería significar, justamente, que las criminalizadas no son las mujeres, trans, travestis. Sí, los feminismos argentinos tienen tradición abolicionista. Pero eso no debería ser sinónimo de encarcelar putas.

La experiencia, siempre, es un lugar de reconocimiento en la acción. Una mujer que se define como sobreviviente del sistema prostituyente tiene para contar su vida, y ante sus palabras, lo mejor es escuchar. Lo mismo pasa con quienes se definen como trabajadoras sexuales. La pregunta es si hay espacio para esa escucha hoy, entre el ruido, los gritos y las salidas altisonantes que reproducen las redes sociales y los medios de comunicación. Muchos se regodean en la recién descubierta grieta en los feminismos. Que antes no la conocieran, no quiere decir que no existiera.

En 2006, Lohana Berkins y Claudia Korol compilaron un libro que se llamó: “Diálogo: prostitución / trabajo sexual: las protagonistas hablan”, y nació de una Iniciativa del Programa para América Latina y El Caribe, de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos IGLHRC-LAC, el Grupo de Trabajo Latinoamericano sobre Derechos Sexuales (MULABI) y la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual (ALITT). Tanto a través de un debate presencial como con entrevistas posteriores, se escucharon las voces de personas que se definían como trabajadoras sexuales y las de abolicionistas. La traviarca Lohana Berkins era abolicionista, contaba con todo detalle por qué, para ella, las travestis no habían tenido ninguna posibilidad de elegir. Y sin embargo, en esa charla, fue capaz de decir lo siguiente: “. El hecho de que nosotras asumamos la postura de personas en situación de prostitución, para nada significa que no convalidamos las posturas de quienes se llamen trabajadoras sexuales. Si bien acá en este salón estamos en espacios separados, sabemos que en las esquinas estamos bien juntas la una y la otra. Esto lo quiero aclarar, porque sería desconocer el mundo de lo que es la prostitución. No es que ellas son nuestras enemigas, porque nosotras no asumamos esa postura. Tampoco estamos en veredas opuestas. Sí puede ser en definiciones, pero en las esquinas estamos todas juntas. Eso es muy importante aclarar”. Se extrañan voces lúcidas que en lugar de ubicar enemigas, tiendan puentes.