Isha Escribano una vez escribió que aunque su transición haya comenzado hace poco le gustaba subirse a los tacos “desde siempre”. “No es casual, de hecho, que mi primer recuerdo se remonte a un bañito ‘de servicio’, donde extasiada y con tan solo 3 años de edad, me montaba clandestinamente a unas botas marrones de caña alta”, contó.

En el último año compartió públicamente capítulos del proceso. El 3 de enero de 2019, inició el camino para convertirse plenamente en quien hoy recibe su nuevo DNI en la Casa de Gobierno. En redes sociales mostró los rastros de la primera operación; contó cómo dio con su nuevo nombre (ella lo soñó; a la mañana siguiente, la hija de una amiga le propuso ese mismo nombre, sin saber del sueño); compartió cuando le resultó difícil volver a la calle y cómo le hizo bien llegar en bici al Barrio Chino; también detalló cuando le elogiaron aviesamente unos tacos altos que para ella son conquista y no sacrificio. Contó que va a escribir un libro; que empezó a brindar charlas de diversidad e inclusión para empresas. 

¿El privilegio puede ser una cárcel? Pensado desde la vereda de enfrente, desde la precariedad, desde las estadísticas que dicen que las personas trans en Argentina tienen una expectativa de vida que no supera los 40 años, la respuesta es no. Pero la infancia de la clase también es una cárcel, tanto como lo son esos privilegios (una buena salud, buena alimentación, un techo, una escuela a la que ir) que terminan haciendo encajar el cuerpo en ciertas normas y no otras. A Isha, que cumple 51 en marzo, le llevó 50 años dejar de responder a las expectativas de su mundo natal, un espacio social donde los mandatos se imparten hacia los demás (hacia las otras clases), los márgenes quedan lejos y la identidad trans se cuenta como algo ajeno, impensable en la vida cotidiana de misas semanales, profesiones liberales y roles de género rígidos.

En toda vida hay una hora cero y en la de ella, dicen, había una plaza. Ya estaba la decisión de transicionar, ya llevaba más de 40 años viviendo una vida durante la cual, escribió poco después, había invertido “muchísimo tiempo, recursos y energía en ser normal”. Había estudiado medicina (se recibió con medalla de oro) pero desistido de ejercer; se había dedicado al periodismo (con todo el peso de ese apellido en la historia del periodismo local) para cambiarlo o, al menos, buscarle una vuelta a su manera, pero tampoco era eso lo que quería. Se dedicó, en cambio, a la música y al mundo de la espiritualidad, a la meditación. Esos caminos alternativos tampoco alcanzaban.

Entonces, en la hora cero, en esa plaza, lo explicó al padre. Que su vida tenía que ser otra y no podía seguir así, que había tomado la decisión de convertirse en quien quería ser.

Dicen que el padre no dijo una palabra, se levantó y se fue.

Después empezó la transición.

Canceló esa etapa, ese nombre. “Fueron los peores años de mi vida. Todo eso ya pasó”, escribió. A gente como Isha el privilegio le evita la muerte joven, el cuerpo roto, la violencia de ciertos contextos. Pero no la salva de todo. Por eso es conmovedor cómo, desde esa presunta comodidad eligió mostrar(se) y contar. En octubre, cuando todavía no tenía su nuevo documento, votó como mujer; agradeció a los fiscales por el respeto. Hace poco, se reencontró con su madre. Todo lo compartió con desconocides, con paciencia pedagógica, con conceptos de identidad, género.

Isha está en Spotify, en Instagram, en un blog que llevaba de a ratos. En todos está, también, como quien fue hasta antes de la transición, hasta antes del nuevo documento. No borra los rastros de desde dónde transicionó para llegar a hoy, a este mediodía, en el que se convierte en un número increíble. Porque los números son aburridos salvo cuando son hermosos. Hoy, el 9 mil muestra la normalización creciente de un mundo nuevo, ese en el que el Estado (sin dejar de lado su afán taxonómico, porque entonces qué sería), nombra y numera a las personas pero reconociendo lo que las personas quieren ser.