Pasaron cinco años desde la época en que que Hanna Horvath, el personaje que interpreta Lena Dunham en Girls, era una veinteañera convencida de que su jefe quería coger con ella, básicamente por ser demasiado literal al interpretar una serie de señales, roces, manoseos, que el hombre dedicaba a todas sus empleadas y al mismo tiempo que eran, claramente, abuso, tenían que ver más con marcar el territorio y jugar con el límite de lo que podía o no hacer que con la intención de concretar una relación sexual. La serie de las chicas llegó a su sexta temporada y quizás el gran desafío sea hacer notar de alguna manera que los años pasaron para Hannah y sus amigas, que sienten la cercanía de los 30 y del momento en que las cosas van necesitando concretarse –en oposición a la amplitud de posibilidades de los 25– aunque no dejen de ser un puñado de chicas contradictorias, llenas de defectos, espléndidas y malcriadas. En el medio el movimiento de mujeres hizo eclosión, las calles se llenaron de gorros rosados y los medios, de discusiones sobre violencia de género. 

En el tercer capítulo de esta última temporada –que tiene un título inmejorable: “American bitch”–, Lena Dunham y su socia Jenni Konner eligieron casi dejar de lado a Hannah por un rato y dedicarle una extensa conversación a la chica que quiere ser escritora y el escritor consagrado del que otras chicas publicaron historias sexuales donde ellas consideran que hubo abuso. Digo dejar de lado a Hannah porque al ver el episodio, que es tremendamente serio y reflexivo comparado con el tono general de la serie, se tiene la sensación de que es un paréntesis en el que Dunham está poniendo en escena una discusión que bien podría haber tomado la forma de un ensayo en su newsletter feminista Lennyletter, pero que solo la ficción podría tirarnos en la cara de ese modo, como un cross a la mandíbula.

En “American bitch”, el escritor consagrado vive en un departamento que parece el museo de su consagración: premios enmarcados, títulos, una foto con Toni Morrison para dejar en claro que es amigo de las minorías y una de Woody Allen, el genio al que ninguna acusación de abuso sexual de parte de su hija Dylan logró mancillar. El escritor consagrado cita a la chica que quiere consagrarse para discutir una nota que ella escribió haciéndose eco de esos relatos de abuso, y durante media hora va a tratar de convencerla de su inocencia, no defendiéndose directamente de eso que para él no es más que rumores sino mostrándose como un tipo solo, incomprendido, que reconoce que no es perfecto pero también tiene su lado de la historia para contar. Por un momento no importan los varones, ni lo que puedan pensar al respecto: “American bitch” propone una conversación entre mujeres, no le interesa decidir o resaltar que el escritor sea un forro (lo es) sino poner en escena, lenta y detalladamente, el gran truco, esa especie de hechizo en el que Hannah se desliza con comodidad porque ya lo vivió y le resulta familiar: la sensación de bienestar potente, casi hipnótica, que produce en ciertas mujeres el elogio de un varón, ese brillo del que parece revestir a una chica cada vez que le dice persuasivo que ella es más inteligente, que además de ser linda escribe bien, que es especial.

Hay una especie de decepción en Chuck Palmer, el escritor consagrado, con respecto a Hannah, cuando le dice algo así como “¿¡Vos también!?”, ese fastidio del tipo que descubre que la chica de turno también cuestiona sus privilegios masculinos, también está en diálogo con otras chicas con las que se cuentan historias sobre varones como él, en ese asunto vulgar de juntarse con otras mujeres para levantar la voz o salir a la calle. O sustraída, porque puede ver el panorama y no solo el detalle, de creer que lo que se juega en un encuentro de alcoba es solamente quién propone y quién dispone, quién se baja los pantalones y quién se arrodilla ante el deseo ajeno.