El campo de atracción que Alejandría

presentaba hacia los que había elegido

para ser sus símbolos vivientes…

 

Lawrence Durrell

Para Hugo

Un punto de vista realmente inspirador, para subvertir la tendencia tan agobiante como generalizada a “psicologizar” personas y relaciones, puede leerse en “Justine”, la novela que inicia la tetralogía de Lawrence Durrell “El cuarteto de Alejandría”. Lo fascinante es cuando un texto nos interpreta ejerciendo un efecto liberador hacia nuevas perspectivas de las relaciones humanas. Aporta; sobre todo a nuestra época actual necesitada de elaborar nuevas formas de vincularnos cuando los jóvenes se avejentan no pudiendo pensar el futuro y los viejos no encajan el presente desde su pasado.

Durrell escribe una evocación de sus vínculos en un momento determinado de su vida: “Retrocedo paso a paso en el camino del recuerdo para llegar a la ciudad donde vivimos todos en un lapso tan breve”. Los diálogos con su amante de entonces dicen de aquella relación volviéndolo a enamorar (¿Sólo en su memoria alucinada o surge recién ahora en él un amor real?); pinceladas de sus amigos los recuperan de otro modo, aquellas dudas los revelan ahora como víctimas de una incertidumbre sincera. Recuerdos obstinados lo llevan a darse cuenta de algo que en su momento no sospechó: La ciudad pasó a ser la que se sirvió de ellos como si fueran su flora, “la ciudad fue la que nos envolvió en conflictos que eran suyos y creímos equivocadamente nuestros”, dice. A través de la escritura comienza a ver que ninguno de ellos puede ser juzgado por lo que ocurrió entonces sino al contrario “es la ciudad la que debe ser juzgada, aunque seamos sus hijos los que pagamos el precio”.

“Yo he llegado a ser uno de esos pobres empleados de la conciencia, un ciudadano de Alejandría”. (No pude evitar automáticamente sustituirme a mí misma en la lectura de esa frase: “Yo he llegado a ser una de esas pobres empleadas de la conciencia, una ciudadana de Rosario”). Esta imagen inesperada es impactante; la ciudadanía degradada a pobre empleo de la conciencia, nos alerta de cuánto embotamiento y horas muertas se deberán al lazo con la ciudad que habitamos, cuánto se suscitará desde su atmósfera por su permeabilidad a nuestros humores y temperamentos ¡Y nosotros desgastándonos unos contra otros, unos con otros! Como si no fuéramos sólo partes de una cinética invisible y ciudadana desde la que iríamos armando espacialmente el acceso, no sólo hacia aquello de lo que seremos concientes sino a los sentimientos que se desprenderán de esa conciencia. Somos sus “símbolos vivientes”, escribe Durrell, agregándole el misterio de lo inconciente al empleo pobre y la figura del hijo como siendo el que paga en la palpitación confusa de la urbe incluso transitoriamente habitada. Al oír a su amante volver a pronunciar unos versos nos dice: “Sentí una vez más el poder extraño y equívoco de la ciudad –su paisaje, la llanura aluvial, su aire de extenuación- y comprendí que era una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”. Se asoma al balcón para distraerse de sus pensamientos, un movimiento insignificante de aquella ciudad puede increíblemente aliviar su pesado e imparable tráfico mental. Y ahí es cuando siente que ama esa ciudad.

Mediante la flexibilidad de la memoria humana, tal como lo relata Durrell, es posible alcanzar de nuevo por el pensamiento lo que podemos enriquecer hasta volver a darle vida. Sin embargo, aquí no se trata de recuerdos melancólicos ni nostalgia por lo perdido. La clave parece estar en el punto de fuga creado por sus reminiscencias, esa “Alejandría” que, como él mismo lo dice, “apenas existía en aquella época para ellos”, como si hubieran vivido fuera de un ambiente real “ocupados por ser nosotros mismos”. Su relato va logrando una transacción increíble entre todo lo que los ha herido y vencido en la vida cotidiana de aquél entonces pero, aclarando: “no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias”.

Hay un enigmático mensaje en la novela de Durrell acerca de las razones que nos llevan a perder posibilidades de cumplir de otra manera nuestra vida y la relación establecida, ignorada, creada, o no, con la ciudad que nos sigue. Un mensaje político tejido por la memoria de las relaciones más íntimas va desplazando aquellas acciones, de las cosas al final vanamente vividas, hacia la fundación del espacio donde realmente él ha vivido, pero ya no absorbido por ser él mismo sino alejado para siempre de ese ordinario destino.

Una ensambladura; une en su alejamiento de lo destinado (ser uno mismo) y parece haber surgido a raíz de lo que Durrell nombra como esta “primer gran ruptura de su madurez” donde siente que “los recuerdos dilatan prodigiosamente los límites tanto de su arte como de su vida”.

La idea de la madurez, como ruptura e inicio de un funcionamiento distinto de la memoria, cuestiona genialmente la importancia fácilmente otorgada a los años de juventud; en realidad, “prematuramente extenuados por la experiencia”, piensa Durrell.

 

¡El cansancio es de la época joven, no de los viejos, porque la experiencia conlleva su agotamiento! ¡Claro! Entonces, Durrell viene a decirnos que, no solamente haría falta otra vuelta, otra edad, más allá de los años jóvenes (porque en verdad éstos fueron consumidos y no vividos) para entender cómo ha sido verdaderamente la vida que hemos vivido, sino que el espacio de resonancia para que esto ocurra lo dará la ciudad revisitada.