Si el machismo va perdiendo la batalla cultural, sus prácticas implícitas mucho menos. El lenguaje inclusivo escandaliza a los conservadores puristas más que tener que caminar junto a una infancia metida en los containers de basura. Los irrita más que el habla del wachiturro, un excluido que no empuja la puerta de la gramática oficial, porque se caga en ella. O que las locuciones extranjeras importadas por la sociedad de consumo.

Los ofende que sean las mujeres jóvenes quienes hayan forjado mediante la militancia una revuelta contra el orden de la lengua castellana, cuando eran los adultos, y en especial los adultos machos con pretensión de alta cultura, los únicos autorizados a pasarle la lengua a las palabras. A estos qué les importa el padecimiento de identidades de género olvidadas por el orden gramatical, o un género no marcado que es el masculino y donde quedan secuestradas las mujeres (y obliga, en su rescate, al todos y todas, aunque a la RAE no le plazca), si nunca serán dolorosamente nombrados como dispone la real autocracia del “esto sí, esto no”. Son ellos los terratenientes del decir.

La primera vez que comprendí que el lenguaje es un hogar común que, no obstante, un saber puede transformar en cárcel de menores, mantra de exclusión o lugar de la injuria fue en el colegio de curas, durante la dictadura. Mi compañero Váquez pronunció unas palabras que estaban por entonces desaparecidas en el diccionario de ese claustro de clase media a la derecha: dijo “pobre” y dijo “villa”. Un silencio marca cadalso recorrió los pupitres y endureció la cara del profesor de teología, que venía discurriendo sobre la difusión de la palabra de Dios. ¡Y justo aquel pibe mencionó como destinatarios a los pobres de la villa, los predilectos de las bienaventuranzas! Sobrevoló el fantasma del padre Mugica, y alguien hasta mencionó con horror la Biblia Latinoamericana, que en ese ámbito era como el Justine de Sade. Ese día, sin decírselo, me enamoré de Vázquez, el zurdo marcado desde entonces con la x: género ideológico bajo sospecha. La marica y el terrorista.

Como familia y colegio sincronizaban valores, dejé de perfeccionar en público mis estupendas y no bienvenidas imitaciones a profesoras. Me limité a las esfera privada -privada de padres, quiero decir- junto a otras mariquitas enclosetadas que nos sentíamos recreadoras de lenguaje, porque éramos nosotras, en la soledad compartida del tubo de teléfono, las que nos nominábamos y, por tanto, nos sustraíamos a la dominación discursiva hétero adulta. Hasta que mi padre, el psiquiatra, se cansó de escuchar tras la puerta la voz amujerada de ese niño niña paria, transformada en voz colectiva, mediante identificaciones felices con otras maricas. Me tendieron para ser curado de la mariconería el divan de un profesional católico: las cosas, me dijo, por su nombre verdadero.

A principios de los años 90, cuando conocí a Karina Urbina -la primera transexual del país en formar una organización -TRANSDEVI- (es justicia recordar) definitivamente comprendí que el lenguaje es un campo de batalla por el reconocimiento a nominarse, y, a la vez, a no ser nominado como en Gran Hermano. Un tipo dijo no saber qué artículo gramatical utilizar con Karina, si el femenino o el masculino. Y optó con sorna por el masculino porque, en realidad, estuvo desde el principio comprometido con herir su identidad. Venía a poner la casa del género en orden. Como los cruzados contra el lenguaje inclusivo, para preservar el santuario.

Es que el verdadero terror radica en creer que el uso del lenguaje inclusivo es, como el matrimonio igualitario y el aborto libre, el síntoma indeseable de un mundo en proceso de feminización que sacrificará y enterrará los petates masculinos. Como escribió Leo Bersani, será el recto el que les oficiará de tumba. (¡Una remera que diga “en culo cerrado no entra lengua inclusiva”, por favor!). Creen que el motín contra el uso del género no marcado equivale a derrumbar el edificio edípico. Por eso tanta obstinación en decir la presidente en lugar de la presidenta, pero no se les ocurriria decir la sirviente. Por eso originan conflictos bizantinos, como lenguaje inclusivo contra lenguaje de señas, como si uno mereciera existir por sobre la imposibilidad del otro. La confusión intelectual también devasta twitter; alguien escribe: “El mejor lenguaje inclusivo es que todo niño desayunE, almuercE, cenE y estudiE. Y cuando sea grande trabajE”. Una boutade que prefiere ignorar que una sociedad incluye o excluye también por medio de artículos, pronombres y adjetivos: cierto uso de las vocales hace sufrir, como es en el caso de las personas trans.

Es cierto que modificar usos de la lengua no cambia per se las reales condiciones de existencia de los excluidos -esto sirve para hablar, también, de la exclusión inclusiva por parte de las instituciones- pero alivia el dolor provocado por los veredictos sociales. Como el insulto bastarda en otra época, un artículo gramatical opera en personas trans como el baldazo de sangre en Carrie. El camino de apropiación de la nominación injuriosa no siempre puede ser recorrido como hicieron Violette Leduc o Jean Genet. Así como no todes nacemos para mártires, no todes poseemos la fuerza para deshacernos de la injuria o la herida.

Es cierto: la lengua tiende a no complejizarse -el antiguo latín es un ejemplo- pero lo que funda este ensayo es una política a favor de algo que lo excede: la justicia por reparar lo siempre olvidado. Si la lengua, dicen, tiende a simplificarse, y sus academias a adocenarse, también los seres parlantes encontramos puntos de fuga, bucles de suburbios, y en esa errancia la lengua se transforma, aunque todavía no sepamos cómo. Y quizá debamos pasar por alto, por ahora, las innumerables objeciones que puede hacerse, y muchas veces con razón, desde la lingüistica o la lógica estructural del castellano.

En cuanto a los que celebramos una lengua viva, creo que debemos ser aliados políticos de esa transformación, si se produce. El lenguaje no se vende, pero se trasforma. No dejemos en soledad a las nuevas generaciones, al menos no definamos la batalla como hostil y ajena, a pesar de que uno -escritor formado en otra estructura- no pueda encarnar y disfrutar la nueva práctica. Yo quiero hacer del lenguaje inclusivo la habitación más nueva de mi casa, aunque no duerma todavía en ella, ni se si podré hacerlo. Pero observo feliz este intento, porque es hospitalario con la justicia más que con mis juicios, más allá del género no marcado.