El niño que fui se ataba la toalla al busto para ensayar frente al espejo, a escondidas, poses de actrices y mujeres fatales de la familia. Al niño que fui también le gustaba acunar en sus brazos a un hermano bebé. Una tía me observaba una tarde en lo que creía simulacro materno, con una pena hurtada a su cinismo, y me susurró para que no se oyese en la cocina: “me da mucha lástima verte, y sé que vas a sufrir mucho porque lo que te gustaría es ser una mujer ¿o me equivoco?” Lástima, la de esa custodia de la masculinidad, que era en realidad terror a que su sobrino varón se durmiera cada noche pidiéndole al Dios reparador despertar al día siguiente como nena en su bombacha (y debajo de esta el niño ni se había puesto a imaginar un cambio genital, tanto no imaginaba, y no sabía nada de los progresos de la cirugía). 

El adolescente en que mutó se creyó enfermo de una enfermedad inoculada por el padre y por la madre en el laboratorio edípico. Así le había informado el psicólogo. Ya en la primera sesión me confesó sin buscar atenuar el efecto de su “pensar en voz alta” que, cuando cerraba los ojos y me escuchaba hablar, le parecía que yo era demasiado afeminado, que tenía un grave problema de identificación con mi madre -o sea que la predicción de mi tía no estaba errada- y que si no quería que mi existencia fuera un desierto minado por la soledad tenía que repudiar esa identidad por falsa, por dañina, por patética. Sin saberlo, ese predicador del abuso creía en el devenir de las identidades, aunque en su ideología la única fuga admisible era hacia el centro que indicaba la tradición. Diagnóstico: alteración de la identidad sexual. Primeras prescripciones: tomar contacto con el cuerpo de las mujeres en los medios de transporte masivos, y elaborar una bitácora de los viajes urbanos donde constasen las sensaciones físicas obtenidas. La ciencia familiarista vuelve así sus instrumentos de medición a la zona anatómica donde el cuerpo se infla de sexo. Como en otros tiempos, la mano sacra del obispo metía la mano entre las cortinas de la cama del monarca, para constatar que había consumado el coito con la reina, y que además ella era virgen.

Pero el devenir de mi subjetividad se alejaba cada vez más del centro de gravedad de la hegemonía sexual, y si el cuerpo de las mujeres pasó a ser uno de los espejos donde mi fantasía habitaba a veces como en una casa de verano, la reacción de los machos acreditaba que yo estaba dando la espalda al Patriarca y su doctrina. Las instrucciones del psicólogo las cumplí pero al revés, y como criatura de la huida que fui, me perdía en itinerarios ferroviarios, en líneas de colectivos que iban hacia donde yo jamás precisaba ir. Mi apariencia infantil casi siempre fue un salvoconducto y, ay, una ventaja. El diario de la mariquita errante incluyó en unas de sus páginas dramáticas los golpes de puño de un homófobo. Cada una de las piñas en la cara, cada uno de los insultos (capado de mierda) me volvió más hembra todavía. No dejé de yirar, porque el deseo, cuando se impone en la carne (y solo se vive con afán), no admite otra sumisión que sus dictados. Solamente crecí como marica, como hembragay, en contra de la tía, del psicólogo y de los golpeadores.

Por cansancio, mi padre macho dejó en la banquina de su propia ruta correctiva al niño, niña, al adolescente afeminado: las salidas semanales entre padre e hijo al cine y a la cena “entre varones”, que no incluía el fútbol lamentablemente (vaya a saberse qué nuevas estampas de chongos hubiese sumado a mi bitácora), se fueron espaciando y luego se abandonaron, supongo que por inútiles.

Cada vez que leo ahora en los diarios y los portales, o escucho en el noticiero, que asesinan a “un hombre soltero”, que vive solo, y se agrega como al pasar “que en su dormitorio había lencería”, traduzco en automático el eufemismo: “mataron a una marica”. Y entonces las voces antiguas de la tía o el psicólogo regresan por sus fueros, no porque tuviesen sentido sus inmundas premisas, sino porque conocían el paño de sus colegas patriarcales, y entre ellos el de los asesinos. Porque en cada eclosión de microfascismo -y uso la lengua de Néstor Perlongher- cada vez que se mata a una marica con cartel de neón, se mata un devenir mujer. Como cuando se mata a una trans se mata, creyendo cumplir un mandato urgente, a una mujer que se creó a sí misma. O sea se mata en un mismo acto a la mujer según la biología, a la mujer autopercibida, a la mujer que nació por técnicas de partenogénesis o incluso -porqué no- a la mujer que, como en mi caso, habita desde niño en su espejo, sin disputar ahora su fisonomía visible. El espejo del devenir ante el cual el niño que fui oraba a Dios para que instruyese a la naturaleza y despertase hembra, y con el que convivo ya en paz (y eso no significa un privilegio, sino otra manera de devenir). Ese  niño, niña, hombre y mujer que experimenta demasiado a menudo angustia por la violencia y la injusticia machista o los crímenes de odio. He ahí que, habitando mi espíritu en la periferia bien próxima a las voces suyas más intensamente humilladas, mi carne sabe traducir a punto sangre la rabia colectiva de las mujeres.