A la luz de la reciente alianza entre grupos heterogéneos de mujeres en la lucha por el reconocimiento del derecho al aborto legal, seguro y gratuito, puede sorprender la escalada de violencia que se generó hace mucho en torno al tema de la prostitución. El campo feminista se polarizó entre dos posturas que impactan cada vez más fuerte en los cuerpos y en las vidas de mujeres que hace ya décadas decidieron reconocerse como parte del mundo del trabajo para exigir derechos en la Argentina y en otros países.

Para una historiadora lo sorprendente es que la división fundamental entre estas dos formas de concebir la prostitución se exprese en palabras como abolicionismo y reglamentarismo. Popularizadas a fines del siglo XIX, empezaron a ser usadas en un mundo en el que no existía la penicilina, las mujeres no votaban en ningún país y las jerarquías raciales eran lugar común en el pensamiento científico más avanzado. Su uso, por entonces, estaba asociado a varias disputas. Entre ellas, qué tipo de vigilancia moral debería recaer sobre la sexualidad femenina; quién debería ejercerla; cómo debería definirse la gestión, los usos y los sentidos de los espacios urbanos; cómo separar inmigrantes deseables de los indeseables; qué iniciativas deberían adoptar los poderes públicos para combatir las enfermedades sexuales.

A fines del siglo XIX, el lenguaje de la reglamentación de la prostitución se refería a novedosas formas de intervención de los poderes públicos, principalmente municipales, para organizar el comercio sexual en las ciudades. La obligación impuesta a mujeres identificadas como prostitutas de someterse a exámenes médicos periódicos se volvió la forma más famosa de reglamentación. Conocida como el “sistema francés”, suponía que ciertas prácticas de comercio sexual podían ser toleradas en circunstancias bien controladas.

En contra de estas iniciativas médicas, de vigilancia policial y de administración del espacio urbano, se levantaron muchas voces, entre ellas las de un grupo de mujeres británicas que a lo largo del siglo XIX habían participado de la campaña por la abolición de la esclavitud africana en las colonias y en el continente americano. Hijas de tradiciones puritanas, ellas también combatían el consumo de alcohol, defendían el auto-control de la sexualidad y los derechos de las mujeres. La lucha contra la esclavitud africana las llevó a reconocerse como abolicionistas y hablar en nombre de un ideal humanitario y noble. Este abolicionismo les permitió legitimar y expandir su acción política. Fue así que bajo la misma denominación pasaron a combatir también la intervención de los poderes públicos en la organización del comercio sexual a fines del siglo XIX. El obituario de la sufragista escocesa Eliza Wigham en 1899 sugiere cómo ellas concebían este movimiento: “para ella fue natural la transición de la lucha contra la esclavitud negra en las indias occidentales y en la América del Sur a la lucha contra el intento de esclavización de las mujeres en una vida de vicio” -J. Walkowitz, Prostitution and prejudice-.

Éste fue un instante de una compleja historia de la relación entre la lucha contra la esclavitud y la emancipación de las mujeres. Durante el siglo XIX, los sentidos de moralidad y humanitarismo de la lucha contra la esclavitud sirvieron a grupos diversos, como esas mujeres blancas ilustradas, y también trabajadores asalariados que empezaban a organizarse como movimiento obrero. Para todos, este gran paraguas permitió la emergencia de voces públicas que denunciaban sistemas injustos y que dieron forma a una idea de emancipación: de los esclavos, de las mujeres, de la clase obrera. Pero este sentido humanitario no se tradujo en un acercamiento entre todos. Algunos grupos de mujeres blancas, por ejemplo, recurrieron a nociones de superioridad racial y moral para rescatar y tutelar otros grupos feminizados – fuesen africanos, pobres, prostitutas – e incluso hablar por elles.

Sin embargo, el campo del feminismo se construyó con muchas y diversas voces. En 1910, Emma Goldman, una inmigrante rusa instalada en Nueva York, partidaria del anarquismo, denunció una de las tantas “cruzadas morales” de combate a la “trata de esclavas blancas”. Como otras feministas y anarquistas, ella se oponía a la prostitución, pero no a las prostitutas. Para Emma, no había duda de que esas iniciativas moralizantes servían para estigmatizar y violentar mujeres de la clase trabajadora, incluso las prostitutas, así como inmigrantes, en particular judíos. Ella entendía que la prostitución era resultado de la combinación de factores económicos – la explotación capitalista, las pésimas condiciones de las trabajadoras domésticas, “que no tienen derechos sobre sí mismas” – con lo que llamaba de “cuestión sexual”, que no era otra cosa que la vieja doble moral. Advertía que los resultados de esa confluencia eran nefastos para todas las mujeres, que terminaban presas de ignorancia y prejuicios sobre sus cuerpos y su sexualidad. Peor aún: dividía las mujeres entre aquellas que se preocupaban en mostrarse “buenas y puras” y que se consideraban moralmente superiores (better-than-thou) a sus hermanas proletarias.

Foto: Sebastián Freire


Si para las activistas británicas del siglo XIX las analogías entre prostitución y esclavitud legitimaban su accionar como grupo político, para Goldman, a comienzos del XX, servían para denunciar la explotación del trabajo asalariado – en línea con lo que el movimiento obrero empezaba a hacer en muchas partes del mundo – y las consecuencias opresivas del capitalismo sobre las mujeres.

Sus palabras sugieren algo que historiadores comprobaron en las últimas décadas: esa división entre reglamentaristas y abolicionistas parece no ser la mejor manera de pensar sobre la prostitución si lo que queremos es combatir desigualdades. No lo era en 1910, tampoco lo es hoy. Reglamentaristas justificaban la extorsión de las prostitutas para enriquecer los cofres públicos con multas, licencias y patentes. A su vez, los cruzados moralistas contra la trata y el proxenetismo ignoraban aquellos que se beneficiaban regularmente de las ganancias de las prostitutas, inspectores municipales, agentes policiales y especuladores inmobiliarios. Para Emma Goldman, ellos eran esos los verdaderos parásitos de la prostitución.

Hace algunas décadas que la historia social de la prostitución en distintas partes del globo mostró que en la práctica nunca hubo una frontera absoluta que separara sistemas “reglamentaristas” y “no reglamentaristas”. Ya sea en distintos puntos del imperio británico, en Moscú, Río de Janeiro o Buenos Aires, lo más habitual fue la convivencia entre diferentes estilos de intervención de los poderes públicos en la organización del mercado sexual. Podían venir bajo el rótulo de reglamentarista o abolicionista, definir radios de concentración de prostitutas o dispersarlas, establecer exámenes médicos obligatorios o adoptar iniciativas sanitaristas y educativas, atribuir funciones de control al poder municipal o a la policía, considerar delito la prostitución de menores o penalizar a aquellos que se beneficiaban de la prostitución también de mujeres adultas. En general, un poco de todo eso se intentó en muchos lados entre los siglos XIX y XX. Pero ninguna de esas prácticas apuntó a reconocer los derechos de las prostitutas.

La historia social depende de registros habitualmente producidos por terceros, inclusive por aquellos a los que Goldman calificó de parásitos. Gracias a sus escritos, podemos saber cómo vivían, trabajaban, amaban, viajaban y ahorraban las prostitutas de otros tiempos. A partir de ahí, también podemos saber cómo prostitutas y sus parejas, proxenetas, compañeras y madamas desarrollaron estrategias particulares para sortear las dificultades que presentaban marcos legales abolicionistas, reglamentaristas, así como las muchas “cruzadas morales” anti-trata.

Las historias de esas iniciativas de control de la prostitución son también la historia de las complejas relaciones entre mujeres que ejercen trabajos sexuales y mujeres que quieren hablar sobre y por ellas. Mucho antes que las prostitutas se organizaran en sindicatos, esas historias nos muestran mujeres que se las ingeniaron para garantizar sus derechos fundamentales en condiciones muy desfavorables. No son historias celebratorias ni vienen con moralejas. Pero quizás sirvan para volver a pensar. ¿Por qué se genera tanta molestia cuando algunas prostitutas dicen alto y fuerte qué quieren? ¿El campo feminista, que nos educó a todes en la importancia del respeto y la escucha, podrá oírlas? ¿Seremos capaces de pensar a la prostitución en el campo de los derechos laborales, sin tapujos moralistas y racistas? ¿Podremos reconocernos en esas historias, en nuestras posiciones simultáneas de privilegio y de opresión?

*Historiadora. CONICET – IDAES/UNSAM