Pensó en no ir. Tenía algunos artículos que escribir y podría haberse salteado la reunión semanal en la revista satírica en la que colaboraba desde hacía tiempo. Volvió sobre la idea mientras se vestía y justo después de chatear con su novia chilena. “Me subí a la bici y fue entonces, en los bulevares, a la altura del Monoprix en el que paré a comprar un yogur para beber, cuando decidí que primero iría a Charlie”, reconstruye el periodista y escritor francés Philippe Lançon en su libro El colgajo (Anagrama). Era 7 de enero de 2015 y a esa misma hora los hermanos Kouachi, integrantes de una rama de Al Qaeda, también se preparaban para llegar a la redacción de Charlie Hebdo. Sabían de la reunión y cargaban sus fusiles de asalto para liquidar a quienes participaban de ese encuentro rutinario. Lançon llegó cuando todos ya debatían. Los Kouachi, un rato después. Los disparos sonaron en el corazón de París: 11 personas fueron asesinada en esa redacción y una en la calle; otras tantas quedaron heridas. Aunque estaba ahí, aunque perdió media cara a causa de la balacera, aunque acumula una veintena de cirugías, Lançon no murió. No del todo.

En el ataque perdieron la vida un puñado de los nombres más relevantes de la sátira francesa del siglo XX: los dibujantes Cabu, Charb, Tignous, Georges Wolinski y Honoré, el economista Bernard Maris, y la columnista y psicoanalista Elsa Cayat. Minutos antes del primer estampido, todos ellos y los tres sobrevivientes debatían despreocupados sobre los valores literarios de la novela Sumisión, de Michel Houellebecq, que imagina un presidente islamista electo en la Francia del año 2022. El libro salía a la venta esa misma mañana precedido por una polémica afiebrada y todos parecían tener algo para decir. Incluso los que no lo habían leído. “Odiaba discutir de libros que había leído con gente que no lo había hecho. Y aún odiaba más, dicho sea de paso, la clase de literatura que me disponía a dar. Era una clase superflua, pues el objeto de debate no era el libro, sino las opiniones y provocaciones de su autor; su pedigrí, por así decirlo. Y ese pedigrí no dejaba lugar a muchas dudas: lo que Houellebecq atacaba casi de manera sistemática era justamente eso por lo que Charlie había luchado en los años setenta. La sociedad libertaria, permisiva, igualitaria, feminista, antirracista”, recupera Lançon en el libro.

Cinco años después del atentado, cuando ha pasado casi veinte veces por el quirófano para que su peroné logre transformarse en una nueva mandíbula, el periodista francés vuelve a ese debate previo y al contrapunto ideológico que entonces expresaban la irreverencia de Charlie Hebdo y las ideas provocadoras de Houellebecq: “Sigo pensando que Houellebecq es un gran novelista: siente muy bien el mundo en el que vive y desarrolla su imaginacion y su pesimismo dentro de esta realidad, con la ambigüedad, el humor y la libertad que sus historias necesitan –escribe por correo electrónico a Radar en un castellano correcto aprendido en España y en los poemas de Borges–. No creo que haya una contradicción entre el ideario de la revista y del autor de Sumision, sino una coincidencia absurda que se ha vuelto una burla negra y sangrienta, una mas, de la vida: Houellebecq ha escrito paginas muy duras contra la cultura “libertaria” de los años setenta, cultura que defendía Charlie en aquellos tiempos. Además, él mismo era el protagonista de la portada de la edición que estaba en la calle ese 7 de enero, representado como un mago deprimido con el titular "Las predicciones del mago Houellebecq: En 2015 perdí mis dientes y en 2022 haré el Ramadán”; y los dos que habíamos leído su libro y que defendimos sus méritos en aquella reunión –Bernard Maris y yo–, terminamos uno asesinado y el otro herido por los terroristas”.

UN LADO Y EL OTRO

No era el primer ataque al semanario. La desfachatez con la que retrataban todos los temas de la realidad francesa era intolerable para algunos. Tras la publicación de una tapa con una caricatura del profeta Mahoma diciendo “100 latigazos si no te mueres de risa”, la sede de la redacción –que entonces funcionaba en el XXe arrondissement parisino– fue atacada el 2 de noviembre de 2011 y su sitio web fue hackeado. Philippe Lançon lo recuerda así en El colgajo: “El más siniestro fue aquel, situado en un bulevar exterior, que se incendió en noviembre de 2011 de resultas del lanzamiento nocturno de un cóctel molotov. Una mañana fría y gris nos encontramos delante de lo que quedaba, después de que el agua de los bomberos terminara de destruir lo que el fuego había empezado. Los archivos se habían convertido en una pasta negra. Algunos lloraban. Estábamos abrumados por una violencia que no acabábamos de comprender y que la sociedad en su conjunto, exceptuando la extrema derecha, que lo hacía por motivos y con intenciones que no podían ser las nuestras, se negaba a ver. No se sabía quiénes eran los autores, pero teníamos pocas dudas acerca de sus motivaciones”.

Por eso, esa mañana de enero de 2015, el panorama no era bueno para el semanario satírico. “Charlie fue importante hasta el escándalo de las caricaturas de Mahoma. Aquel fue un momento crucial: la mayor parte de los periódicos, e incluso algunas figuras destacadas del dibujo, dejaron de solidarizarse con una revista que publicaba esas ilustraciones en nombre de la libertad de expresión. (…) Esta falta de solidaridad no era solamente una vergüenza profesional, moral. Al aislarlo, al señalarlo, también contribuyó a hacer de Charlie el blanco de los islamistas”. La sentencia, que el periodista francés anota en el tercer capítulo del libro, ese que dedica a la reunión justo hasta el momento casi irreal en el que irrumpen los asesinos, tuvo una enorme repercusión en el mundo: después de decenas de marchas por todo el planeta con carteles que expresaban “Je suis Charlie”, el sobreviviente les enrostraba que no, que no eran y sobre todo que no habían sido Charlie cuando era necesario serlo. “No creo que me hayan criticado mucho por esta idea. Supongo que mucha gente, sobre todo la izquierda, no estuvo de acuerdo con esto porque pensaban que la revista era, de alguna manera, responsable por su terrible destino –dice a Radar–. Pero, que yo sepa, en todo caso no lo dijeron abiertamente. Para mi, el asunto es sencillo. De un lado, tienes dibujantes que hacen caricaturas de casi todo para que la gente se ría (reírse de todo, de todos los tipos de poderes, y también de uno mismo, todo eso es parte de la experiencia democrática). Y del otro lado, tienes dos hombres que entran encapuchados, con armas y que matan a doce personas en dos minutos sin casi hablar, en nombre de un profeta”.

A las 11.25 del 7 de enero de 2015, Philippe Lançon se levantó de la silla que ocupaba al fondo de la sala de reuniones de la revista, se colocó la campera y recogió sus cosas para irse. Tenía un artículo que escribir en el diario Libération sobre una puesta de Noche de Reyes, de William Shakespeare que había visto en el teatro la noche anterior. Se distrajo unos minutos entre comentarios y bromas. Entonces, sonaron los primeros disparos.

¿Por qué nunca te ha interesado saber más sobre los atacantes?

Porque mi libro no es un libro de periodista. Es un libro de escritor: cuenta una experiencia interior, desde el punto de vista del hombre que lo ha vivido. ¿Y que vi yo de estos hombres? Apenas un par de piernas negras.

Hasta ese momento preciso, Lançon era escritor y periodista, colaborador en la sección cultural de Libération y cronista de Charlie Hebdo. Por su trabajo periodístico había recibido algunos premios (el Hennessy de Periodismo Literario en 2011 y el Jean-Luc Lagardère al Periodista del Año en 2013), y había publicado libros: Les Îles (2011) y L’Élan (2013). En El colgajo, sin embargo, queda claro que tras el ataque, ya no pudo volver a ser aquel que era. Ese se esfumó en cuestión de minutos, como las imágenes que desaparecen en un fundido que se demora en la pantalla. “Oía cada vez mejor el ruido seco de las balas, una a una, y después de haberme acurrucado, sin ver ya nada ni a nadie, arrinconado como en el fondo de un arcón, me arrodillé y me tumbé luego poco a poco, casi con cuidado, como si fuera un ensayo, pensando que no debía además –¿además de qué?– hacerme daño al caer. Seguramente fue en ese movimiento gradual hacia el suelo cuando recibí, al menos tres veces, el impacto de unas balas perdidas o disparadas directamente a corta distancia. Me creí ileso. No, ileso no. La idea de herida aún no se había abierto paso hasta mí. No hubo ráfagas. El que se movía hacia el fondo de la sala y hacia mí disparaba una bala y decía: Allahu Akbar! Disparaba otra bala y repetía: Allahu Akbar!”. Alá es grande. Eso decían como sentencia final.

Desde el piso, Lançon veía avanzar ese par de piernas vestidas con pantalones negros rematando de un tiro a los que, con seguridad, ya estaban muertos por los más de 50 disparos que sonaron en solo dos minutos. Al llegar al final de la mesa, el terrorista desistió de dispararle porque, supuso, no era necesario: la cabeza bañada en sangre y la quietud del cuerpo (paralizado por el terror) fueron un indulto inesperado. “Los muertos casi se cogían de la mano. El pie de uno tocaba la barriga del otro, cuyos dedos rozaban el rostro del tercero, que a su vez se inclinaba hacia la cadera del cuarto, que parecía mirar al techo, y todos, como nunca y para siempre, se convirtieron en esta disposición en mis compañeros. Podría haber sido una figura de una danza macabra (...). Yo era uno de ellos, pero no estaba muerto”. Aunque El colgajo narra la memoria del atentado, en verdad es la historia de una reconstrucción: la de la vida después de la (casi) muerte y la de un cuerpo desmembrado en un via crusis hospitalario. Además, el libro es un artefacto delicado e inclasificable: no es una novela aunque no le falta nada para serlo, no es una biografía aunque recorre la vida del protagonista, no es un ensayo a pesar de que no faltan los análisis y tampoco es una crónica, pero, de serlo, sería una notable.

“El periodista describe las cosas desde afuera, sin pasar directamente por su propia experiencia. Y cuando lo hace, como en el nuevo periodismo americano, a menudo me parece falso, histriónico –ensaya una definición desde Francia–. El escritor las hace vivir desde dentro, sea ficción o no, a través de una voz –la del narrador – o de voces. Para él, no hay hechos sin frases, sin tono. Para el periodista, los hechos existen en si”. El libro encontró su primera frase en la víspera del atentado: en medio de la función de Noche de Reyes y a oscuras desde la platea, el periodista garabateó en su libreta: “Nada de lo que es, es”. La caligrafía era confusa, intuitiva. Apenas unas letras amontonadas para capturar una idea. Para cuando volvió a escribir, habían pasado muchas cosas: “Las siguientes palabras están en español, en letras mucho más grandes y con un trazo no menos inseguro. Están escritas tres días más tarde en otro tipo de oscuridad, en el hospital. Están dirigidas a Gabriela, mi novia chilena, la mujer de la que estaba enamorado: ´Hablé con el médico. Un año para recuperar. ¡Paciencia!´ ¿Un año para recuperar? Nada de lo que te dicen es, cuando entras en un mundo en el que lo que es no puede en verdad decirse”, rememora en el libro.

Los disparos alcanzaron al periodista en la cara y le arrancaron todo lo que alguna vez existió por debajo de su labio superior: “El pelo, la frente, la mirada, la nariz, las mejillas, el labio superior, todo estaba en orden e intacto. Pero en lugar del mentón y de la parte derecha del labio inferior había no exactamente un agujero, sino un cráter de carne destrozada que colgaba y que parecía puesta allí por la mano de un pintor infantil, como un borrón de gouache sobre un cuadro. Lo que quedaba de encía y dentadura estaba al descubierto, y el conjunto –esta unión de un rostro de tres cuartos intactos y una parte destrozada– hacía de mí un monstruo”, se describe. Por momentos, el tono es de una crudeza difícil de seguir. Por momentos, el humor y su capacidad de reírse como acto ciudadano rescatan a quien lee. De los veinte capítulos de El colgajo, quince están dedicados a la recuperación y al nacimiento de un nuevo Philippe Lançon: desde la primera intervención para instalar en el agujero un collar de titanio que atrapara lo que quedaba de osamenta, hasta los injertos de hueso de peroné que construyeron la nueva mandíbula y las cirugías de reconstrucción del rostro. A fuerza de entradas y saludas del quirófano a lo largo de diez meses de internación, el escritor también fue rearmando su vida personal, sus lecturas, sus afectos y su manera de estar en el mundo.

LA SANGRE Y LA CARNE

Pero que quede claro antes de terminar: no, la literatura no sana ni Lançon escribe para curarse de nada. Su mirada escéptica y su música socarrona no se permitiría semejante lugar común: “El día en que empecé a escribir el libro la verdadera terapia, la de psicólogo, cirujano, amigos y amores, ya se había cerrado”, ha explicado en alguna de las entrevistas que ofreció a los medios españoles cuando fue publicada la traducción al castellano del libro que en Francia vendió 320 mil ejemplares en 18 meses y fue traducido al alemán, catalán, holandés, inglés, italiano, japonés, polaco y portugués. El título original es Le lambeau, que refiere a un jirón o al colgajo que queda tras una herida. El periodista lo tomó de un texto del dramaturgo Jean Racine: “Su sombra a mi lecho pareció descender; / y yo le tendía las manos para abrazarla. / Pero no hallé más que una horrible mezcla / de huesos rotos y carne magullada, arrastrados por el fango, / colgajos llenos de sangre, y miembros asquerosos / que los perros voraces se disputaban entre ellos”. Por eso, cuidó que en las traducciones la referencia fuera esa: la de la carne arrancada: “Después de salir del hospital, gente a la que no conocía, a menudo comerciantes, me preguntaba qué me había pasado. ´Un accidente´, respondía yo. Era demasiado vago para ellos. Muchos, creyendo que sabían la respuesta correcta, me decían: ´Le ha mordido un perro, ¿no?´. Les contestaba que sí. Contestaba siempre que sí a las hipótesis que me lanzaban, eso tranquilizaba a quien la hacía, pero la de los perros voraces terminó gustándome más que las otras, sobre todo porque era verosímil. La hipótesis correcta no apareció jamás”, apunta en el libro.

 ¿Cómo te encontrás ahora?

– Estoy mejor. La reconstrucción no terminó todavía, pero las operaciones que me quedan por delante son más suaves. Dicho eso, por supuesto, nunca tendré la facilidad y la comodidad para hablar, comer o besar, que tenía antes, ni tampoco volveré a sentir la misma energía. Vivo con dolores casi permanentes pero aguantables, no me puedo quejar. Me voy adaptando.

Aunque sea una marca invisible en la versión que edita Anagrama en Iberoamérica, el idioma castellano está muy presente en el libro y en la vida del autor. Su adhesión es tan entusiasta, que Lançon responde en español las preguntas que recibe en francés. Y lo hace con corrección, sin traicionar su estilo distante y formal al tiempo que irónico. “Pasé casi todos los veranos de mi infancia en la Costa Brava, en España –cuenta–. No era el paraíso, pero lo fue para mí. Y el idioma español, que no entendía entonces, formaba parte de ese paraíso. Esa relación, esa música, fue desapareciendo con el tiempo hasta que, en el año 1993, viajé a Cuba como reportero. Fue ahí que conocí a mi primera esposa, Marilyn, de quien hablo en el libro”. Cuenta el escritor que con ella fue aprendiendo las primeras palabras, en el intercambio con su familia política y con los amigos, y que las calles de La Habana fueron una inmejorable escuela. Además, estaba la poesía: “En 1995, cuando ella ya estaba viviendo en España, empecé a leer la obra de Borges en la edición de Emece. Si bien lo había leído en francés, creo que lo descubrí realmente en español, sobre todo sus poemas. De manera que el vínculo que tengo con este idioma siguió desarrollándose así, con el amor, con los amigos y con los escritores latinoamericanos y españoles que, como periodista, conocí a partir de fines de los años noventa”.

Así como el castellano, algunos objetos de su vida anterior al ataque fueron determinantes en los primeros momentos de su recuperación: su bolso al que se aferra en cuanto es capaz de sentarse en medio de una sala llena de muertos, su bicicleta que quedó semanas atada frente a la redacción de la revista y que le preocupaba recuperar, su tarjeta de identidad que entrega en la ambulancia que lo traslada para que puedan saber quién es... Pequeños elementos de una instrascendencia pasmosa a los que se aferró como el náufrago que era: “Me imagino que me vincularon con la vida, mi vida, en el momento en que casi la había perdido. La vida es así: empieza por los detalles, las cosas cotidianas, lo concreto y, de allí, va más allá. Este movimiento es el movimiento que hace vivir la literatura –explica por correo y agrega una anécdota–. A la semana siguiente del atentado, Charlie publicó una edición dedicada a los sobrevivientes. Era el 14 de enero de 2015 y el texto que eligieron entre los que yo había escrito es una crónica sobre la Argentina que había publicado un año antes, cuando visité en Rosario. Es una nota liviana, espero con una dosis de humor, sobre las palometas del río Paraná”.