De los miles de videos que escupe Internet al poner en Google Villa 31, 31 - 31 Bis, Barrio Padre Mugica, Villa Retiro o términos afines, el más original quizás sea aquel titulado Esto pasa adentro . Lo hizo Alex Express, un youtuber que entró al asentamiento más viejo de Buenos Aires por el sendero peatonal entre la calle Esperanza y la Terminal de Micros, luego bordeó la legendaria feria del barrio Güemes, después atravesó el pasillo de la Calle de los Inmigrantes donde se suceden (en una especie de mercado abierto) puestitos de comida, peluquerías, ferreterías y tienditas de ropa y, finalmente, llegó al Playón Oeste tras pasar por debajo de la Autopista Illia, límite –concreto y de concreto– entre la 31 y la 31bis.

 

A casa paso, Alex saludaba a algún conocido-desconocido y gritaba emocionado. ¿Por qué? Porque, al igual que muchos de los aproximadamente 50 mil habitantes de la 31-31bis, él también es paraguayo. Entre yerba mate Curupí, caña Tres Leones, jugos Caricia, tereré y yuyos varios, el youtuber sintonizó con el sentido cultural y la pertenencia territorial que nunca terminan de conectar la sobrenarración afectada y clasemediera de los informes televisivos urgentes y las crónica escritas en primera persona con mezclas de moralina, sensiblería y un regodeo pendular entre el prejuicio de clase y la romantización disque progresista.

La zona del Playón Oeste es clave también para explicar muchas de las tensiones y plusvalías de la villa: debajo de la autopista que divide la 31 de la 31bis se construyen casas, se estacionan autos, se venden zapatillas, bebidas y vicios, pasan policías y habitantes, patrulleros y bicicletas, motitos con garrafas y carritos con cartones, se juega al piki-vóley, discurren aguas servidas, la música suena fuerte y cada tanto también se amasijan bandas guarecidas en algunos guetos intrapasillos. Además hay pintadas en los costados de la Illia que refieren a distintas organizaciones sociales o que recuerdan a la última dictadura, época en la que la barriada resistió la exfoliación planeada por el genocidio urbanista.

Playón Oeste, el corazón bicameral de la 31 y la 31bis

Entrar al Playón es tan fácil como entrar a la villa, o al menos mucho más fácil que entrar a otras y –ni hablar– que vivir en cualquiera de ellas. Y recuerda una de las primeras escenas de la película Scarface: aquella en la que inmigrantes escuchan música de su tierra, practican algún deporte y se ríen sintiéndose locales e incluso libres, a pesar de que quizás no terminan de ser ni una cosa ni la otra. Pasa con Tony Montana jugando al básquet con otros cubanos mientras suena Vamos a bailar de Conchita Alonso, en esos campamentos de exiliados bajo las autopistas de Miami (aunque fue filmado en Los Ángeles); y pasa también con los paraguayos que a un costado de la AU-Illia practican piki-vóley al ritmo de unas polcas.

El Playón es el corazón de la 31, su Obelisco, la postal que ningún secretario de Turismo se animaría a promocionar. Es que eso significaría legitimar lo que justamente se busca combatir a través de estos planes de “urbanización” que llenan la 31-31bis de canchas de fútbol y plazas, aunque unas son con césped sintético y otras de cemento estético. Para buscar pasto de verdad habría que cruzar Avenida de Libertador y montar la barranca hasta llegar a la Plaza San Martín, el kilómetro cero de la Avenida Santa Fé. Pero ya estamos hablando de Retiro o de Recoleta. De otros barrios, no de la Villa.

 

Más allá de los espejos de aguas servidas que se amontonan en los desniveles de cemento, la humedad redoblada en los días de calor entre pasillos y concreto y el olor espeso a azufre que se eleva por el aire, aparece la modernidad disfrazada de latas y colores, comidas chatarra y cajeros automáticos. Al lado de un Banco Santander aparece un Mc Donald's (el comediante Guille Aquino ya lo había predicho cuando aquello era apenas un rumor) que aspira a desterrar del barrio las sopas paraguayas, el ceviche, la huancaína y el asadito con sus hamburguesas prefabricadas. Ambos están sobre Carlos Perette casi esquina Rodolfo Walsh, a espaldas del COTO. Ya no estamos hablando del Playón Oeste ni de las tripas de la Villa, sino de sus periferias.

Perette traza una especie de diagonal hacia el norte es uno de los límites laterales de todo el polígono de la 31-31bis, tal como también lo hace en paralelo hacia el sur la calle Padre Mugica, por donde transita ese colectivo sin línea ni número que conecta las terminales de trenes con el misterioso puente peatonal que nace a espaldas de la Facultad de Derecho y penetra en la 31bis. Ambas fungen de portales al más allá, solo que la Mugica avanza en línea recta, rodeada de vías y galpones ferroviarios, y Perette pretende ser la puerta hacia esta zona de nueva urbanidad.

Misterios y ministerios de la 31

Antes de orillar cajeros automáticos, comidas rápidas multinacionales e hipermercados, Perette ya era célebre por ser la arteria que une a los micros de larga distancia entre la Terminal de Retiro y la Avenida Antártida Argentina (donde ahora pasa también el Paseo del Bajo), bordeando en el medio la legendaria feria de la 31 sobre la Walsh. Pero desde hace unos meses es también la calle que conecta “el afuera” con el Ministerio de Educación, para lo cual el Gobierno de la Ciudad puso un billetón con el propósito de emprolijar esa breve traza para que los funcionarios porteños no tuvieran miedo de caminar esos 300 metros de distancia.

Ahora hay bicisenda, una estación de eco-bici, mejoras cosméticas de la cancha de fútbol Güemes (donde cada fin de semana juegan los equipos de la 31) y cartelería que repite una y otra vez la frase “Un barrio que se integra, una Ciudad (SIC) que se une”, más un letrerito en mayúscula que remata: “POR FIN”. El Ministerio de Educación exhibe paredes robustas, varios pisos y amplios espacios internos. Aunque en su frente tiene cristales espejados que permiten ver de adentro hacia afuera pero no al revés. Una integración a medias: para los villeros, esa construcción inaugurada en enero es un vecino extraño que no se deja ver, salvo que te autoricen a ingresar.

La otra mitad, curiosamente, se complementa con su efecto invertido exactamente al lado, en el microbarrio levantado donde antes funcionaba un kilométrico depósito que ahora pretende erigirse como el nuevo horizonte de quienes hasta entonces vivían en las casitas levantadas por su propia inventiva albañil a fuerza de bolas de cal, mezcla de cemento y ladrillo hueco. A este sector se lo conoce como La Containera no solo porque ahí hubo durante décadas containers traídos en barcos desde el vecino puerto, sino también porque las nuevas casas se les parecen bastante. La arquitectura de esta “modernidad urbana” –un decir– es por cierto extraña: las construcciones están igual de amontonadas y limitadas que las que pretende reemplazar para mejorar, aunque de afuera luzcan simétricas y sus paredes de chapa brillen con la engañosa estética de colores intensos como el azul.

Al revés de lo que ocurre con el Ministerio y sus vidrios tipo Cámara Gesell, los edificios son mejor vistos desde afuera que desde adentro, donde el sofisticado laterío pierde su valor estético-público para convertirse en un receptáculo de calor-privado. Una pinta entre soviética y portuaria, plateada y azulada, brillante y premoldeada. Moderna pero echa en serie. Algo así como un “Seguirán siendo pobres, pero ahora en colores”. Que poco tiene que ver con el metabolismo cultural y territorial de gente que en gran parte habita el lugar hace generaciones y generaciones. Y que tampoco queda claro si eso implica alguna mejora o beneficio.