Además del dengue, el otro gran problema de salud pública es el sarampión. Según el boletín epidemiológico que publica de manera periódica el Ministerio de Salud, desde inicios de septiembre del año pasado, el país registra la mayor incidencia de casos confirmados. El jueves, Ginés González García informó la muerte de una mujer de 50 años con un cuadro de encefalitis causado por el virus, que agravó su condición previa de inmunosupresión y trasplantes. Vivía en La Matanza y falleció, tras estar internada en el CEMIC de Recoleta.

Desde 1998 no sucedía un caso de muerte por sarampión. En el 2000, para orgullo de propios y ajenos, Argentina había eliminado la circulación endémica, situación certificado en 2016 por la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Todo parecía funcionar de maravillas pero no. Para comprender la gravedad de la situación, en lo que va del 2020, en Buenos Aires se han identificado 118 casos. Un problema que se creía solucionado causa dolor y, esta vez, el dolor es acompañado de bronca. ¿Por qué? Esta situación ofrece dos niveles de análisis.

El primero y más inmediato se refiere a la desidia del gobierno macrista. Daniel Gollan, ministro de Salud bonaerense, planteó la desregulación de las coberturas de las vacunas triple virales. Y, por otra parte, un conflicto de escalas globales: los movimientos antivacunas se despliegan en el mundo y cada vez cosechan más adeptos. ¿Debemos indignarnos o aprovechar para divulgar? Optemos por lo segundo, que posiblemente tenga mejores resultados. Hablamos mucho de dengue, coronavirus y sarampión pero no sabemos, en muchos casos, a lo que no estamos enfrentando. Veámoslo en sentido general. Los virus son parásitos que no hacen absolutamente nada y son incapaces de multiplicarse por su cuenta, ya que no tienen un metabolismo que les permita producir y almacenar energía. Por eso, necesitan de la maquinaria celular de algún ser vivo para poder actuar. Algunas veces se hospedan en los mosquitos, otras en mamíferos como los roedores, pero otras veces les toca a otros.

Una vez que ingresan a las células humanas, se multiplican y las dañan, hasta matarlas y ocasionar enfermedades. Tras un lapso, desarrollan una vía de escape que les permite dejar el huésped de ocasión y pasar a otro. Lo hacen sin descanso, como si fueran un imperio con sed de expansión. No obstante, más allá de las metáforas y las analogías que puedan emplearse para facilitar la divulgación, no hay que confundirse. Los virus no son ni buenos ni malos. Despojarlos de moralidad puede ser fundamental para poder comenzar a entender sus características y funcionamiento. De eso se encarga la ciencia.

Aunque los virus no discriminan a los organismos que colonizan, perjudican en gran medida a aquellos sectores sociales que habitan en urbes que detentan una alta densidad demográfica y condiciones sanitarias poco favorables. En el caso del dengue, la administración del agua en los hogares resulta fundamental. Esta se estanca en tachos para, en muchos casos, ser reutilizada y allí se acumula el aedes y, una vez que comienza a circular, las chances de infección se incrementan.

Las vacunas representan una de las mejores tecnologías --tal vez la mejor-- que ha inventado la humanidad para beneficiar las condiciones de su propia supervivencia. Si se revisaran las huellas de la historia sería muy fácil advertir que su contribución ha sido insoslayable en casos como la viruela o la polio. Sin embargo, a veces no parecen gozar del mismo prestigio que los medicamentos. Cuando una vacuna tiene éxito y previene la enfermedad no advertimos modificación alguna; nadie se entera porque el individuo continúa tan sano como antes. Los remedios llaman más la atención.

Resulta que según estimaciones de Unicef, la vacunación masiva salva las vidas de 3 millones de niños por año. Sin embargo, más allá de que la enorme mayoría de la humanidad ha comprendido los beneficios (eficacia y seguridad) de la vacunación para la erradicación de enfermedades gracias al aporte de evidencia científica (centinela de las causas justas), a veces se vuelve necesario revisar mensajes mediáticos que permean el sentido común e instalan falsas disyuntivas. Mitos, capas de discursos sedimentados que la ciencia está acostumbrada a derretir bajo el incansable sol del conocimiento.

En el caso de aquellas enfermedades que se contagian de persona a persona --como el sarampión-- si una persona se vacuna se protege a sí mismo, pero si lo hace el 95% de la población también se protege a los grupos más vulnerables como pueden ser los bebés, los adultos mayores, los pacientes inmunocomprometidos y trasplantados. Este mecanismo es conocido como “efecto rebaño”. Como el virus debe atravesarnos para llegar a otras personas, funcionamos como barreras y no lo transmitimos. Representa un acto de solidaridad porque redunda en un beneficio colectivo. La vacuna, por lo tanto, es un acto solidario.