Aunque suene pretencioso, en este rato de palabras enseguida vamos a demostrarnos que el mentado Dios no existe. A ver: ¿con qué argumento voy a sostener tamaña impertinencia? Por favor, paciencia.

Por estos días conocimos, a través de la crónica de Ailín Bullentini, el testimonio de Analía Kalinec , hija de Eduardo Kalinec. Este señor, condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad, es un reverendo torturador. Analía pertenece al colectivo de hijos e hijas de torturadores, hijos e hijas que tienen el inconmensurable coraje de revelarse contra sus padres, seres humanos que desnucaron la condición humana. Analía dice: “Si mi padre hoy tuviese una picana no dudaría en llevarme a un centro clandestino y suministrarme corriente eléctrica”.

Hace un par de años, Ana Rita Pretti gestionó ante tribunales para arrancarse el apellido paterno, de raíz. ¿Por qué? Porque hace años sabe que su padre, Valentín Pretti, trabajó de torturador durante aquella atroz dictadura, cuando se afanaban criaturas desde la placenta. Pretti, alias “Saracho”, fue eficiente empleado del general Camps. Cerca del sitio donde torturaba, “Saracho” Pretti llevaba a sus hijos a tomar helados. A los 13 años Ana Rita tuvo su primera discusión con papá torturador. Este escapó a la justicia, cruzó al Paraguay. Murió a los 68. Y que en paz descanse. Su hija ahora declara: “No puedo perdonarle que nos haya acariciado cuando volvía de matar”. Ana Rita se arrancó el Pretti paterno; ahora se llama Ana Rita Vagliati.

Antes de seguir, un paréntesis. Vivimos anestesiados por los eufemismos. La historia podría ser contada eslabonando eufemismos. Los norteamericanos acaban de acuñar un eufemismo que está en el podio de la infamia. A la tortura ahora la denominan “interrogatorio exigente”. La madrequelosparió. Y el padre.

¿Es posible que los torturadores vengan de vientres de madres? Me hice esta pregunta cuando escribí el libro Madre argentina hay una sola. Ahora la pregunta se agrava: ¿cómo se hace para ser hijo de un torturador profesional?

La respuesta, desgarradora, nos llega a través de hijas como Analía y Ana Rita. Cuesta pronunciarlo: los torturadores, ¿tienen madre? Sí, los torturadores, ésos que desnudan y patean cuerpos indefensos, ésos que desuñan y castigan de a varios y gargajean, ésos que a los desnudos les picanean las encías, los genitales, ésos que ultrajan los cuerpos aterrados, ésos que se violan a la vida y se violan a la muerte... Ay, los torturadores, cada uno de ellos, ¿viene de madre?

Debiera ser posible responder que un torturador nunca tuvo madre. Pero no es posible el consuelo de esa negación. Alguna vez un chino escribió: “Perdonadle, que él también es hijo de alguien”.

No hay caso, el perdón se niega a perdonar. Otra pregunta nos agarra de los güevos y de las güevas. Sí, el torturador tiene madre. Pero, ¿qué sentirá una madre al saber que su hijo es un torturador? ¿Qué hará con su hijo esa madre que lo parió? ¿Qué hará esa madre, argentina o del país que fuese?

En la ciénaga de esta pregunta insoportable me estaba ahogando cuando se me cruzó un relato que escribió el obrero Alexéi Maximovich Péshkov, más conocido como Máximo Gorki. Su cuento se detiene en la madre de un traidor a la patria, y la reencarno en una madre argentina.

Imaginemos lo inimaginable... Ahí está ella, la madre. Ya sabe que el amado hijo anidado por su vientre es un traidor a la patria suprema: la condición humana. Ya sabe ella que él trabaja de flagelador de desnudos cuerpos indefensos, que es un reverendo hijodeputa, un torturador. Nos sucede el invierno de 1976. La madre conversa con el hijo, acaban de cenar. Él está fatigado, le cuenta: “Mucho trabajo últimamente; hay que ver la cantidad de judíos y de zurdos y de putos que hay que hacer cantar”.

El torturador bosteza largamente. La madre le susurra:

--Acercate, vení conmigo, apoyá la cabeza en mi pecho, descansá, recordá lo alegre y bueno que eras de niño... Cuánto, pero cuánto te querían todos.

El torturador se reclina sobre el tibio regazo de su madre, cierra los ojos; te adoro, vieja, le dice. Ella le pregunta:

--Hijo, ¿amás a alguna mujer?

--Las mujeres me sobran. Pero me empalagan pronto: todas son dulces.

--¿Y no pensás tener hijos?

--¿Hijos? Nooo. Vieja, en una de ésas me sale puto o drogadicto o bolche o judío o latinoamericano. Mejor no: más seguro, cero hijos.

--Sos buenmozo, pero infecundo como el rayo.

Él murmura la palabra rayo y así se adormece sobre el pecho de la madre; es un niño grande.

Entonces ella, la madre, le cubre despacio el rostro con la cálida manta que tiene en su espalda. Y ya le clava un cuchillo en el corazón. Él apenas se estremece y muere al instante pues ella, la madre, sabe dónde late el corazón del hijo.

Después ella lo baja de sus rodillas, y dice:

--Más no puedo hacer como madre. Me voy con mi hijo. Ya es tarde para parir otro. Mi vida no es necesaria.

Y retoma el cuchillo mojado aún por la sangre del hijo y con mano firme se lo clava a sí misma. Y acierta la madre con el centro de su corazón, pues cuando éste duele, es muy fácil acertar con él”.

Posdata

La madre del relato de la ficción y las hijas de nuestra realidad se encuentran en un punto. ¿Se están abrazando? Pobrecitas ellas, en carne viva. Pobrecita la siempre inexplicable condición humana.

A la madre del torturador imaginado y a las hijas de los torturadores derechos y humanos, Dios ahora los debe estar mirando. En silencio. Porque se ha quedado sin palabras, dios, y se le ha caído la mayúscula. La mayúscula indebida.

Seguimos sin saber todavía si Dios existe, y sin saber si Dios anida corazón. No, no puede ser que Dios exista. Porque, ¿cómo haría Dios para justificar su corazón con las atrocidades que le suceden a la Vida de este mundo?

Lo prometido es deuda, no le demos más vueltas al eterno asunto. Desde lo más recóndito de mi organismo vomito en el abismo del cielo. Terminemos con la eterna discusión:

--Si es cierto que existe la tortura, imposible que exista Dios.

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