“Allí, en la isla de Ellis, los inmigrantes pasaban casi todo el día haciendo cola a la espera de ser interrogados por agentes y someterse al examen de los médicos. Joseph permaneció con los demás, sumamente inquieto mientras representantes del Ministerio de Sanidad de Estados Unidos se turnaban para examinar los ojos en busca de tracomas, el pelo en busca de piojos, el cuello, los brazos y las manos en busca de llagas, lunares o cualquier otro posible indicio insalubre. Unos aparatos médicos los exploraban en busca de tuberculosis, problemas cardíacos y trastornos nerviosos. Joseph había oído que algunos recién llegados a veces no pasaban esas pruebas, y eran devueltos al barco, deportados, separados de los familiares que los habían acompañado en el viaje. Pero aquel día, Joseph y los demás pasajeros del ferry avanzaban de un puesto médico al otro sin que nadie les pusiera ninguna objeción; a nadie le anotaron con tiza, en la espalda de su chaqueta, una de esas letras blancas que significaban posibles dolencias que exigían más exámenes médicos y la eventual deportación; en estos casos, el costo del viaje era asumido por la compañía de navegación que había contratado el pasaje”. 

Joseph era Joseph Talese, un inmigrante italiano nacido en el pueblo calabrés de Maida. Uno de los seis expresamente homenajeados por su integración al nuevo mundo cuando Ellis Island reabrió sus puertas, ya convertida en museo, en 1990. La evocación de sus años como joven sastre recién llegado a Nueva York la cuenta, en su libro Unto the sons, su hijo Gay (Gaetano) Talese, uno de los padres del “nuevo periodismo” y autor de un largo retrato emotivo que sintetiza en una sola biografía las vidas de los millones de personas que cruzaron las puertas de Ellis Island entre 1892 y 1954. Ese año la isla dejó de funcionar para la recepción de los inmigrantes, cuyo número había disminuido sensiblemente ya pasadas las grandes guerras en Europa.

Graciela Cutuli
La entrada del museo de Ellis Island, acceso a Nueva York para millones de inmigrantes.

EN FERRY HACIA LA ISLA Si los antiguos inmigrantes llegaban desde el Atlántico en grandes paquebotes que los cargaban en tercera clase, los visitantes de Ellis Island acceden hoy desde la punta sur de Nueva York en el mismo ferry que realiza el recorrido turístico hacia la Estatua de la Libertad. La primera visión de ese monumento –ahora un icono turístico repetido hasta el cansancio en fotos y souvenirs– quedaba grabada para siempre en la memoria de aquellos extranjeros para quienes representaba el final de un largo viaje y un nuevo comienzo en un país del que generalmente desconocían las costumbres y el idioma. De los doce millones que pasaron por Ellis Island en sus años de funcionamiento, solo un dos por ciento fue deportado y no pudo entrar en Estados Unidos, generalmente por razones legales o médicas: los demás son los antepasados de unos cien millones de estadounidenses que tienen sus raíces en las más remotas partes del mundo y son la personificación del famoso “crisol de razas” que ahora muchos quieren negar cerrando las puertas a las nuevas olas migratorias.

La restauración de Ellis Island abarca en realidad solo la parte norte de la isla, donde hoy está el museo (que resultó dañado durante el paso del huracán Sandy en 2012), en tanto en el lado sur el antiguo hospital está en proceso de recuperación (y solo se lo puede conocer mediante visitas especiales ya que no fue abierto al público como el resto del complejo). Pero la sola parte restaurada es una visita imprescindible en Nueva York, porque relata una parte esencial en la vida de una ciudad que forjó su identidad gracias a la inmigración: basta recordar que antes de su entrada en funcionamiento, otros ocho millones de personas ya habían ingresado por las instalaciones precedentes (sin olvidar que mientras tanto a través de Angel Island, en la bahía de San Francisco, entraron otros millones de migrantes, sobre todo de China, Japón y la India).

Graciela Cutuli
El gran hall de admisión donde se apiñaban los extranjeros recién bajados de los barcos.

AL NUEVO MUNDO Lo primero que se construyó en Ellis Island fue un edificio de tres pisos que recibió en su primer día tres barcos y a unas 450.000 personas en sus primeros tres años de funcionamiento, hasta que fue destruido por un incendio en 1897. En 1900 volvió a abrir la estación migratoria con el edificio que se ve hoy: desde entonces llegaría un flujo incesante –solo en 1907 pasaron por aquí más de un millón de personas– de inmigrantes procedentes de lugares tan diversos como Europa occidental, Armenia, Siria o África. Las fotografías y citas de algunos testigos dan cuenta de la multiplicidad de pueblos que se encontraron un día parados en este gran hall, muchos de ellos sin otra ropa más que su traje tradicional, sin otro idioma más que el nativo, que los funcionarios de la isla –entre ellos numerosos intérpretes de lenguas remotas– debían esforzarse en comprender o adivinar. Uno de ellos era Fiorello La Guardia, futuro alcalde de Nueva York, que quedó impresionado por “una adolescente de las montañas del norte de Italia que llegó a Ellis Island. Nadie entendía demasiado bien su particular dialecto, y debido a sus dudas al responder preguntas que no comprendía, fue enviada al hospital para observación. Me pude imaginar cuál habrá sido el efecto en esa niña, que siempre había sido cuidadosamente protegida sin que nunca se le permitiera estar sola en compañía de un hombre, cuando un doctor súbitamente le dio golpes en las rodillas, miró en sus ojos, la dio vuelta y examinó su columna para ver sus reflejos. La niña se rebeló ¡y cómo!”. Ese incesante flujo de personas, países, idiomas, costumbres y culturas revela también el ingente esfuerzo estadounidense por integrar a los recién llegados, enseñarles su lengua y convertirlos en ciudadanos, muchas veces buscando también hacerles dejar atrás las reivindicaciones políticas, laborales y sindicales que venían con ellos. Y no siempre este esfuerzo se realizaba con viento a favor: los afiches del Tío Sam amenazado por una ola de inmigrantes llegados del mar, difundidos por quienes veían en los nuevos estadounidenses una simple amenaza a su estabilidad y trabajo, se exhiben en la colección de Ellis Island como prueba de que los discursos xenofóbicos de hoy distan de ser nuevos.

Graciela Cutuli
Una audioguía permite seguir los paneles del museo con explicaciones en castellano.

AL NUEVO MUNDO El registro de los recién llegados, desde luego, no era tan sencillo. Andrjuljáwierjus, Grzyszczyszn o Koutsoghianopoulos –recuerda un panel del museo– eran algunos de los apellidos que los inspectores tenían que descifrar a partir de documentos manuscritos. “La primera tarea del inspector era preguntar a los recién llegados para verificar la información ya registrada en los barcos; sin embargos, muchos inmigrantes relataban que en el proceso sus nombres eran confundidos o simplificados. Estos cambios nunca fueron documentados, pero las historias de inmigrantes que recibían nuevos nombres mientras estaban parados junto al escritorio de un inspector en Ellis Island son parte de la tradición oral norteamericana”. En El Padrino II, Francis Ford Coppola incluye algunas escenas en Ellis Island y recrea la situación: allí, por obra de un funcionario que trastoca su pueblo natal con su apellido, Vito Andolini deviene Vito Corleone. Mientras tanto, también entre los inmigrantes era imprescindible cierta flexibilidad en las declaraciones, en pos de lograr atravesar las puertas de América: “¿Veinticinco dólares? No los tenía. Les dije que sí -contó 60 años después de su desembarco el inmigrante sueco Charles Anderson- pero no los tenía. Ya había tenido que gastarlo. No tenía ni un centavo en el bolsillo cuando llegué en ese barco. No lo comprobaron. Solo dijo algo como: ¿tiene 25 dólares? Así que dije que sí, y eso fue todo. No tenía nada. Eso fue algo en que los engañé”. Pero era solo una vez pasadas las preguntas, los exámenes médicos, los interrogatorios y los sellos de ingreso que empezaba, para los muchos Anderson, Talese o  Grzyszczyszn llegados en los barcos, el misterio y el desafío de una nueva vida: el sueño –y también la gran incógnita– americana.