¿Cómo no pensar en la Sociología durante estos días? Desde el aterrizaje del coronavirus, en todos los escenarios cotidianos se producen situaciones que servirían para completar los manuales de teoría con ejemplos alucinantes. 

Cuando me pidieron esta nota pensé en muchos otros conceptos: “prejuicio”, “discriminación”, “política pública”, “problema público”, “pánico moral”, “control social”, “globalización”, y en el menos conocido “estatus difuso”. Los otros días tuvimos un dramático ejemplo del último. Los protagonistas fueron un empleado de seguridad de un edificio en Olivos y un entrenador físico. “Entreno a runners, rugbiers, golfistas, polistas, tenistas, futbolistas y jugadoras de hockey, ayudándolos a reconocer sus debilidades y entrenarlas”, dice el perfil laboral del entrenador que trabajó en el Colegio Newman y en el Club Universitario de Buenos Aires (CUBA). El video está en Youtube. Es realmente escalofriante. Le dio 19 trompadas en 14 segundos al vigilante, luego de que éste le hubiera advertido que no debía burlar las normas de seguridad dispuestas por el gobierno (dos semanas de aislamiento) a quienes llegan desde el extranjero (Estados Unidos, en este caso).

La vida cotidiana se parece a una guerra fría, pensaba Erving Goffman. La gente suele no apreciarse y guardar desconfianza y recelo hacia los otros, en especial, cuando pertenecen a sectores sociales distintos. Aún así, durante las interacciones públicas, parece regir cierto nivel de igualdad. Esa igualdad ficticia es, hasta cierto punto, digerible. Sabemos que somos distintos pero nos tratamos por iguales… una especie de juego de las esconcidas políticamente re correcto que suele tener mal final.

Por ejemplo, en una cola el “orden de llegada” funciona como el elemento estructurador. No quedaría bien reclamar un privilegio. De eso trata, justamente, el estatus difuso: la aparente desaparición de las desigualdades. Sin embargo, pueden reaparecer en cualquier momento. Supongamos que observamos una cola en un banco e –infausta noticia- se cae el sistema: seguro que, dentro de esa cola, aflorarán jerarquías antes adormecidas para ver quiénes tendrían que ser los primeros en ser atendidos, es decir, quienes quedarían exceptuados del orden de llegada, que debiera ser un criterio válido para todos (salvo las excepciones que anuncian los carteles).

El recordatorio al entrenador de Olivos, lanzado por alguien de estatus social inferior, fue una ofensa para el agresor, quien no pudo admitir haber sido puesto en la misma lista de igualdad que suponen las disposiciones de un gobierno. Y es probable que, entonces, haya actuado en base a una intolerable autoimagen ultrajada: cada trompada desesperada parecía un intento de recobrar el estatus rebajado por parte del laburante. Si se lo hubiera dicho un par, tal vez la respuesta no hubiera sido la misma.

No nos bancamos la igualdad, por eso el estatus difuso tiene corta duración; al contrario, cada tanto, como para recordar quiénes y qué somos, requiere hacerse visible y taxativo. Sus portadores creen que existen estatus que, de suyo, implican un estado de excepción.

No fue el único caso. Otros turistas recién llegados, más algunas celebridades en los noticieros y los medios de comunicación, se han comportado de igual modo. Y también, aunque incomparable por la gravedad pero en el mismo sentido, podemos observar las colas de estos días en los supermercados y en las farmacias. Personas que aparecen con sonrisas de buenxs vecinxs igualitarixs a quienes, un momento después, les brotan como por generación espontánea motivos para reclamar la excepción y ser atendidos primero. El aire tiene olor a jerarquía social y pareciera que comenzará a manifestarse histéricamente a los gritos en menos de un minuto.

Entre corporativo e individualista, estos junto con otros reclamos de excepción se manifiestan en situaciones en las que alguna exterioridad (en este caso una pandemia) nos iguala a todxs y nos pide lo mismo. Y aquí entra a jugar otro concepto polenta: el de “diferenciación social”. Los sujetxs experimentan una doble necesidad: síntesis al mismo tiempo que distinción. Para atender ese requerimiento íntimo, viven fabricando fronteras que delinean y reproducen “comunidades imaginadas”, para traer la clásica expresión de Benedict Anderson. Por lo general, esas comunidades guardan relación con las múltiples desigualdades de la sociedades, reforzándolas de varias maneras. Y cuando el sentido de pertenecia prometido falla porque aparece una propuesta de pertenencia amplia e indiscriminada, lxs desesperadxs –por ejemplo, en medio de una pandemia cuyo combate se realiza con disposiciones generales- pueden recurrir a las trompadas, a los gritos degradantes y a medios aún peores para restablecer la tranquilidad de sus vidas en la pirámide.

Biblia y calefón: Foucault y Ginés García

Pero no todos los ejemplos de la realidad sirven para aplicar conceptos ni todos los conceptos se aplican tan facilmente a los hechos. Por estas semanas venimos escuchando varios conceptos de los ámbitos sociológicos que -estimo- son sometidos a usos un tanto pasados de rosca. Presento tres ejemplos. Primero: confundir, sin más, las medidas de lucha contra la pandemia con la “biopolítica” de Michel Foucault. El filósofo acuñó el concepto cuando trató de explicar las diferencias entre la organización soberana y la organización biopolítica de las sociedades occidentales. El poder soberano daba pruebas de sí “haciendo morir y dejando vivir” en tanto que el poder biopolítico lo hacía “haciendo vivir y dejando morir”. A tal fin colaborarían las ciencias, en especial, la medicina. La biopolítica hace referencia a una fuerte subordinación de la población a los imperativos de la sociedad capitalista, que necesita la dominación de espíritus tanto como de cuerpos. Aquellos cuerpos que no se sujetaran a esos imperativos serían considerados cuerpos cuyas vidas no tenían importancia. Cuesta asociar la biopolítica –aún con las concesiones a las que invitamos al principio de este escrito-con las políticas (malas, buenas, tempranas, tardías) que los gobiernos se ven urgidos a implementar ante la irrupción de la pandemia. Realmente me parece un abuso de teoría.

Segundo, la “sociedad del riesgo”, postulada hace tres décadas por Ulrich Beck. Beck pensaba en una sociedad que no estaba asegurada, ni podía estarlo porque los peligros que acechan –creados por ella misma- son incuantificables, incontrolables e indeterminables. Se produciría así un colapso de los sistemas de seguro y previsión del presente y los riesgos pasarían a ser realidad. Es un autor apreciado por quienes están interesados en la gestión de los riesgos en la sociedades tardomodernas. La semana pasada, en las redes, escribían personas alarmadas porque el coronavirus sería una demostración más de los riesgos que el neo-capitalismo supo crear. Recuerdo un post que hablaba de que tal vez el corona haya salido de experimentaciones cientificas, una conjetura nada novedosa.

Tercero: también aparecieron en las redes el concepto de “necropolítica”, una interesante idea explorada por Achille Mbembe, y las “vidas vivibles” y “no-vivibles”, las “vidas lloradas” y “no lloradas” sobre las que escribió Judith Butler para dar cuenta de otros contextos dramáticos. Las segundas eran vidas que, al no ajustarse a los marcos hegemónicos de reconocimiento de “lo humano” eran vidas de segunda, por las que las sociedades no se calentaban para hacerlas vivir ni se conmovían ante su desaparición.

No quiero decir que nada de estas valiosas ideas sirva para interpretar lo que está sucediendo, pero queda una sensación de inflación o cuanto menos de apresuramiento. A fin de cuentas ya existían un montón de circunstancias pasibles de ser interpretadas en esas claves previo a las noticias provenientes de China. No queda claro qué es lo (mucho) que aportó la nueva pandemia para semejante inflación discursiva.