Otra vez, a tratar de entender lo inexplicable.

En realidad, “inexplicable” no es el término adecuado. Para el desastre de Olavarría concurren unos cuantos factores que pueden y deben ser analizados. En los días previos, desde el círculo íntimo del Indio Solari hubo una especial apelación a cuidarse y cuidar al otro, a evitar que algunos interesados en que la cosa se pudriera no se salieran con la suya. No es algo nuevo (en Satisfaction, a fines de los 80, se colgó una bandera en el escenario que decía “Un verdadero Redondito no arruina la fiesta”), pero resulta claro que la organización falló al hacer su parte. Los testimonios coinciden: el ingreso y la salida en el predio La Colmena fueron una pesadilla. Ya se hablará de eso.

Lo que podía leerse entre líneas de ese mensaje del Indio tiene que ver con un factor más reciente en su historial. Como nunca antes, en los últimos tiempos el músico explicitó una postura política que agitó aguas ya de por sí turbulentas. En su conferencia de prensa, el intendente Ezequiel Galli se tomó una deseada revancha del desplante sufrido en el aeródromo de la ciudad, cuando el Indio ignoró su presencia y se subió a una combi sin mirarlo. El funcionario macrista se encargó de puntualizar que toda la responsabilidad recae en la producción. La paradoja está a la vista pero vale recalcarla: el representante de un partido que inició su ascenso al poder destituyendo a Aníbal Ibarra por no cumplir los deberes de controlar un espectáculo público pretende ahora que lo que tuvo lugar en La Colmena fue un evento privado en el que el Estado no tuvo nada que ver. 

Pero la contradicción va aún más allá: en el contrato realizado para utilizar el predio (que se encuentra en concurso de acreedores), Galli aparece como “fiador” de los organizadores, compromete al Municipio a realizar las tareas de acondicionamiento del lugar y señala que “colaborará de manera que todas las partes involucradas en el convenio celebrado resulten indemnes a las consecuencias que pudieran derivar del evento musical a llevarse a cabo”. De acuerdo al contrato, entonces, el intendente es un virtual co-organizador: a él también le caben las palabras vertidas por su jefe político Mauricio Macri ante la tragedia, quien también descarga toda la responsabilidad en los organizadores. 

En la semana previa, el intendente dio entrevistas en las que mostró su seguridad de que se tenía plena conciencia de la enormidad de lo que venía y todo estaba bajo control. Ahora se dice “superado por la situación”, apunta al Indio, oculta su rol en el contrato y pretende cerrar el tema allí. Buena suerte con eso: aquí debe haber respuestas convincentes de los dos lados.


No puede eludirse una cuestión histórica: desde que los Redondos saltaron al rock de estadios, en noviembre de 1993 en Huracán, aquello que ya era difícil en Satisfaction, el Centro Municipal de Exposiciones, Autopista Center y Obras se convirtió en inmanejable. En Parque Patricios este cronista fue testigo de cómo, ante el avance de una masa de gente sin entradas, los controles de la puerta optaron por retirarse antes de ser avasallados.

Desde entonces, y por más esfuerzos que hiciera, la banda se vio condenada al desborde de su propio público, donde se hizo vox populi que no necesariamente hay que tener entrada para ingresar. El crecimiento exponencial de los seguidores del Indio multiplicó el desmadre hasta una ecuación imposible: si se deja entrar a todo el mundo, el hacinamiento se vuelve un factor de alto riesgo. Si se aplican controles rigurosos, es una garantía de violencia e incidentes. Y aunque suene antipático, no puede obviarse la influencia del alcohol en sangre, esos “borrachines que no saben cuidarse” que apostrofó el cantante. De esa clase de incógnitas están hechas las convocatorias a shows del Indio, que el sábado estallaron de la peor manera. 

Mal que le pese al espíritu hippie y a los códigos del palo, hay cosas en las que no cabe otra que ponerse la gorra. Chacal Producciones, la empresa asociada al Indio, ya contaba con el pésimo antecedente de la bengala que eludió sus controles el 30 de abril de 2011 en el show de La Renga en el Autódromo de La Plata, y que terminó matando a Miguel Ramírez. Si en los shows de Callejeros era habitual la sobreventa, aquí se expenden los tickets posibles pero no se observa que ingresen los que tienen que ingresar. Por eso a Olavarría acudió la gente que se esperaba y un generoso plus, el de los que dicen “vamos que igual entramos”. Y entran. Y al final de la noche esa superpoblación se encuentra con un deficiente dispositivo de evacuación.


Otra paradoja vino a agregar angustia, un clima enrarecido, cercano a una lógica histeria. En la era de la hiperinformación, basta que se junte cierta cantidad de teléfonos para que eso mute en desinformación. Colapsadas las redes de la zona, en Buenos Aires comenzó a funcionar la usina del rumor, convirtiendo una noticia ya de por sí nefasta en un campo de presunciones horribles. Con una indecible irresponsabilidad, la agencia Télam cursó un cable que señalaba “al menos siete muertos”. Su única fuente fue un par de tuits imposibles de chequear: según puntualizó la Comisión Gremial Interna de la agencia, Télam canceló su cobertura para no afrontar los gastos, horas extras y francos que corresponden a los periodistas. Mientras, otros medios levantaban aún más la cifra; cuando los familiares de quienes habían viajado intentaron infructuosamente comunicarse con celulares inservibles, en el inconsciente colectivo se dibujó una catástrofe aún mayor. A eso se refirió el “pescado podrido” en el escueto comunicado de ayer. Pero no es suficiente explicación.


No ayudaron en nada las presunciones alrededor de este show del Indio. Al hablar públicamente de su enfermedad, ante el enorme despliegue que supone cada show, la cita de Olavarría fue analizada como una posible despedida del escenario, y así arrastró semejante multitud. A la luz de lo sucedido, cuesta mucho creer en que haya otro encuentro. Y es un triste, muy triste final.